6 de julio de 2015

algunas cosas quedan | aldo guerra

la instalación se conforma por un video cuya temporalidad es extensa y estática, proyectado sobre un papel blanco suspendido del techo separado del muro de fondo lo suficiente para perderlo de vista. Así, a diferencia de una proyección sobre muro o material/pantalla, la superficie se siente sutil, imperfecta, poco pretenciosa, frágil, (im)permanente[1] —absorbiendo la luz que no logra rebotar como imagen, como si asumiendo (también) su ser transitorio, endeble, tendido. la tela acentúa la verticalidad y altura a la que se encuentra un único sujeto (sostenido en una precaria base superior de una antena eléctrica aproximadamente a unos 30 metros del suelo) —condiciones que serán determinantes al transcurrir de la obra. sobre los tres muros restantes de la sala, una secuencia de marcos de pequeño formato colocados uno a uno sin espacio entre sus cantos parecen a su vez rodear esa imagen, casi idéntica a la que apareció en los periódicos locales en tijuana algunos meses atrás.


al acercarnos a los cuadros casi idénticos podemos ver y leer lo que los marcos protegen: una secuencia de anotaciones a mano escritas con lápiz en las páginas de una libreta común con espiral transparente en su parte superior como las que pueden comprarse en cualquier papelería. las anotaciones en lápiz —de variable intensidad, dimensiones y tono de los trazos escritos— ofrecen también impresa su transcripción dentro de cada marco. la brevedad de las frases que saturan las páginas asienta un ritmo constante y cortante al ritmo narrativo, como si anticipando y fortaleciendo la finitud inminente que va sembrando y confirmando la lectura. el lector/espectador de tanto en tanto gira el cuerpo y vuelve la mirada a la proyección, advirtiendo que el sujeto de pie está efectivamente escribiendo en una libreta las páginas que ahora tenemos enfrente.


entre el riesgo de la altitud, la incomodidad que conlleva sostener por más de cinco horas la misma postura erguida y el calor que aumenta con el avance del día, guerra ha descrito con la mayor objetividad y precisión posible sus recuerdos sobre los distintos espacios en los que ha vivido desde su arribo a tijuana a la edad de 8 años —desde la vida de una familia condensada en un cuarto, hasta la amplitud y silencio de una casa vivida en familia; aquella que sería finalmente ‘la casa’. la casa donde murió el padre. su casa.

el artista describe con claridad y precisión las texturas de los techos, los rastros de las humedades; los barnices y tonos de las puertas; la consistencia de los muros y sus gradaciones de sonoridad; los cambios de iluminación interior entre un espacio y otro —aspecto sin duda determinante en su manera de ver, comprender, asir y distanciar el espacio íntimo del espacio público. en una ciudad donde las condiciones y el respeto entre los límites de ‘lo habitable’ deviene especialmente inmisericorde.

a veces, el ruido de la calle traspasaba muros y ventanas, coches y camiones —generalmente de ilegítima procedencia y muy dudoso estado de transitabilidad— ese mismo ruido que parece infinito en una ciudad fronteriza que imaginamos de alguna forma similar al audio que habita la sala que hoy alberga la instalación: algunas cosas quedan. entre páginas, espacios, barrios y familia, el artista nos entrega una historiografía habitacional biográfica cuyos detalles ‘arquitectónicos’ (digamos) van sumando velos que se sobreponen y cuentan a su vez otra forma narrativa que nos va quedando dentro cargada de una densidad otra en un tiempo que no precisa palabras. el recuento termina, no por decisión narrativa sino porque concluidas las cinco horas diez minutos, el hombre que el cuerpo de guerra reinterpreta, finalmente se lanzó a su muerte. nunca se supo con certeza la identidad de ese joven entre los 20 y los 30 años, que una mañana escaló una torre de una planta eléctrica en uno de los extremos de la ciudad de tijuana se mantuvo de pie —sobre una pequeña superficie (50x50 cm) en la que termina la estructura superior de la torre— durante 310 minutos antes de decidir su suicidio.


la imagen que proyecta el video es un encuadre inmóvil sobre una planta eléctrica urbana. tres meses después del acontecimiento durante esos 310 minutos el artista recreaba la temporalidad física y contextual previa al suicidio de aquél que se dejó caer el 14 de febrero de 2014. durante las cinco horas y diez minutos que guerra estuvo parado casi inmóvil sobre ese breve espacio a más de 30 metros del suelo, el artista escribió en la libreta todo lo que pudo recordar desde su llegada a tijuana a los 8 años. describe con precisión los espacios en los que vivió y por los que transitaba. memorias que conforme se van leyendo generan una extraña pero entrañable intimidad entre dos desconocidos —el artista y el espectador.

en la parte superior de cada hoja de la libreta guerra iba anotando la hora, —así es como podemos darnos cuenta del paso del tiempo 'real' (re)vivido por él sobre esa torre. durante las primeras tres horas, la escritura y la narrativa es tan regular que incluso parecería ignorar la inquietante —y potencialmente fatal— ubicación en la que está el cuerpo que escribe. poco a poco, entre frases, situaciones y objetos recuperados como recuerdos van apareciendo rastros de cansancio y dolores físicos ocasionados por mantenerse en esa postura tanto tiempo, quejas del cuerpo que guerra no puede ignorar más y quedan inscritas dentro de la narrativa mnemónica. entonces la dinámica interior de la obra empieza a modificarse, como si el cuerpo fuera poco a poco convenciendo a la memoria de su estar en riesgo creciente conforme se siguen sumando los minutos. así, el presente que intenta ignorar ese cuerpo vivo comienza a ganar terreno sobre la memoria, la temporalidad y las espacialidades recordables. las palabras van dejando registro de la conciencia —que no puede ya esquivar más— del peligro inminente de caer tan solo en un pequeño pero fatal desvanecimiento o el inicio de un desmayo. el enfrentamiento esencial queda plenamente evidenciado en palabra como en la imagen (durante las últimas dos horas del video somos testigos del incremento incidental de un cuerpo que flaquea, intenta cambios mínimos de posición buscando aligerar un poco la sentencia del tiempo y el incremento en la temperatura; se lleva las manos a la cabeza como queriendo cubrirse del sol; atestiguamos un cuerpo viviendo plena a íntegramente el proceso de su propia debilidad y vencimiento; un cuerpo que, sin embargo, sigue escribiendo.

las hojas de la libreta se van terminando, igualmente el lápiz y la fortaleza necesaria para mantener la fluidez narrativa.

al transcurrir las cinco horas el artista deja de escribir; las últimas dos o tres páginas de la libreta quedan en blanco. el lápiz se ha consumido. y el video vuelve a empezar.

guerra baja de su propia torre no-muerto, pero sí con el cuerpo gastado, agotado, insolado. lleva encima más o menos el peso con el que subió. de inicio afectado por una muerte anónima —una muerte más que a la ciudad más móvil, cambiante y creciente del país, debe haber resultado por completo intrascendente– guerra inicia la recreación de las últimas horas que contuvieron el final de una vida. durando el tiempo impuesto otro cuerpo, guerra recorre en horas los momentos del inicio de su propia vida en esa ciudad. sería inútil tratar de imaginar lo que pensó el otro antes de decidir por la muerte. sin embargo, es muy posible suponer que la memoria detentó un poder casi absoluto sobre el cuerpo y la agotadora resistencia que lo sostuvo. enfrentado a la (im)posibilidad de la des-dramatización narrativa con la que el artista intenta simplemente describir los espacios y la secuencia de su paso de uno a otro conforme iba creciendo y constituyéndose en la persona que es hoy, algunas cosas quedan, resulta ser una especie de auto-atentado homenaje en busca de respuestas a preguntas no dichas; interrogantes que, suponemos, aquel, él y nosotros, deberían estar, permanecer, acumularse o guardar sus ruinas, si acaso, al menos, en la memoria.

post mortem
una vez que guerra transcribió cada una de las palabras legibles anotadas aquella mañana en la libreta, filma un segundo video de toma fija en el que observamos cómo con la goma del lápiz con el que escribió lo enunciable de lo recordado, borra una a una esas mismas palabras. lo primero que cede es el fútil trozo de goma que suele terminar por el extremo opuesto los lápices comunes. cuando sucede, guerra reúne las virutas de goma usada para seguir tallando con ellas y los dedos los trazos que restan de la escritura. palabras y recuerdos que se han vuelto casi sin explicación lógica, por completo ajenos. detalles, afirmaciones, secuencias de una vida recuperada a partir de los espacios a los que el cuerpo llamó morada. su escritura, la escritura de estos ‘lugares’ aprehendida desde el estático funambulismo de un estar sin-lugar, en tierra, en vida, devienen borramientos de una narrativa inevitablemente inútil ante la condición única, última, del cuerpo que se reconoce ante el abismo de su infranqueable soledad.





[1] Llamo (im)permanente a todo aquello que —incluso a su pesar— consume dentro de sí su propia duración-visible, es decir su propia permanencia. Sería oportuno recordar La invención de Morell (A. Bioy Casares) narrativa literaria en la que el personaje principal se enfrenta una y otra vez a los efectos de una falsa permanencia; de inicio fascinado en su isla, observa y persigue hasta la adoración la (r)estancia de una mujer entre aquellos otros; hasta que cae en cuenta de que la única permanencia sucediendo y en ello consumiéndose, es la suya —el clímax de la satírica tragedia tiene lugar en el instante en el que toma conciencia de su propia (im)permanencia.