27 de enero de 2011

sobre la belleza y sus residuos


Llevo días pensando en dos imágenes. Ambas, fotografías impresas en formatos similares (arriba de 1 m x lado si no me equivoco); ambas, tratando a su manera con la naturaleza como depósito y potencia, todavía.
Una de las imágenes que hoy reside en mi memoria pertenece a Alex Dorfsman (Ciudad de México, 1977). En ella, la mirada captura al vuelo un plástico transparente de grandes dimensiones que se sostiene apresado contra un árbol al que cubre casi por completo. La piel plástica parcialmente translúcida tensada contra las ramas hace evidente la fuerza del viento que le sitúa en una ambigua lucha por violar sus falsos límites en el espacio abierto. En la imagen hay algo que no pertenece y contra eso enfrasca su batalla el viento en el retrato de un parque que, sin ello, resultaría probablemente inocuo. Evocando a W. Benjamin pudiéramos pensar que se juega sobre la imagen una especie de ‘dialéctica en suspenso’. Las ramas que sostienen el plástico permitiendo en otras tomas de la serie de Dorfsman el juego poético de las formas creadas por el aire convulso, en esta imagen casi agujeran la volátil superficie punzando su materialidad y función en evidencia del absurdo de lo que parecería ser su empresa: cubrir un árbol para protegerle de la ventisca que le sostiene; siendo el viento aquello mismo que convierte la fútil protección en asfixia.
La otra fotografía deviene de un título cuya narrativa primera en nada prepara al cuerpo a recibir lo que de lleno le será dado con un golpe sordo. Tus pasos se perdieron con el paisaje, lee el nombre de la serie de Fernando Brito (Culiacán, Sin. 1975). Entre las imágenes que incluye su proyecto fotográfico hay dos elementos recurrentes: alguna escena ‘natural’ y uno o varios cuerpos tendidos sobre el entorno generalmente fértil. No toma mucho tiempo darse cuenta que los cuerpos son cadáveres, en su mayoría hombres, ejecutados y aventados sobre los cantos de un camino, entre los matorrales de algún paraje desatendido, o apenas extraídos de un lago de aguas dudosas sobre cuyas riveras terminaron. Inescapable, la abrumadora violencia que ahoga al país desde hace varios años ha sido destilada con tal parsimonia en estas tomas que los registros criminalísticos que normalmente ocupan las imágenes fotoperiodísticas de nota roja, difieren su estancia accidentada en absorción de un encabezado poético. El título que Brito ha elegido para su serie de asesinados inserta sus fotografías en una particular cadencia literaria que también las ‘suspende’ en una temporalidad extrañamente inmortalizada que juega sin demasiado afán con los registros de los cánones tradicionales de ‘lo artístico’ fotográfico (composición, encuadre, iluminación, formato y calidad de impresión, etc).
Extrañamente sucede ante estas imágenes que brota una misma interrogante que ocuparía el pensamiento filosófico entre siglos; lo que T. W. Adorno desde F. Hegel anotaba como la distancia en tensión entre la belleza natural y la belleza artística. Enfrentados a estos ‘paisajes’ ¿anida aún en nosotros la posibilidad de caminar esta distancia y señalar sus contornos? ¿Somos capaces de atender las relaciones de densidad entre la naturaleza, el arte y nuestra propia finitud?
En sus Lecciones sobre la estética, Hegel aseguraba que “la necesidad de lo bello artístico se deriva de las carencias de la realidad inmediata, y hay que asignarle como tarea que tiene la vocación de exponer la aparición de la vitalidad y en especial de la animación espiritual exteriormente en su libertad, y hacer lo exterior adecuado a su concepto. Sólo entonces sale lo verdadero de su entorno temporal, de su integración en la serie de las finitudes, y al mismo tiempo ha adquirido una aparición exterior desde la cual ya no se muestra la indigencia de la naturaleza y de la prosa, sino una existencia digna de la verdad.” La médula de la filosofía hegeliana queda al descubierto en este pasaje: lo bello natural es legitimado sólo mediante su ocaso, instalándose su carencia como razón de ser de lo bello artístico que por mandato le superará. Al mismo tiempo, lo bello artístico queda subsumido mediante su ‘vocación’ a un fin transfigurador y afirmativo. […] Contra esta lectura articularía Adorno uno de los nodos centrales de su Teoría estética.
Hablar hoy de la distancia entre naturschöne y kunstschöne parecería casi un falso problema, o al menos, abiertamente extemporáneo siendo que el concepto de ‘lo bello’ no figura más como eje existencial del arte. Pero hay algo en estas dos series fotográficas (ambas seleccionadas en la XIV Bienal de fotografía convocada por el Centro de la Imagen en 2010) que pareciera pedir en rescate algo del tiempo que alimentaba tal discusión. Entendemos así que Hegel leía lo bello natural en carencia de una cierta completud a la que había de responder el arte; sin embargo, Adorno señalaría con clarividencia que esa sustancia ‘prosaica’ para Hegel, que en lo natural se extingue sin que sea reconocida en lo bello artístico, no es sino la ‘sustancia de lo bello mismo’.
¿Qué es eso que se escapa al concepto ‘firme’ de lo bello artístico en Hegel que Adorno asegura contiene sin encasillar la ‘sustancia de lo bello mismo’? Intuyo que es esa fuerza en tensión invisible que intentan retratar Dorfsman y Brito desde sus particulares trincheras. La potencia que hoy anima la relación destructora entre el mundo ‘construido’ y la naturaleza, se hace evidente en estas imágenes como confesión de una –igualmente firme– (des)esperanza. En una primer lectura parecería que las imágenes aquí atestiguadas sugerirían que, de volverse a buscar alguna cercanía con lo que alguna vez se entendió como belleza en el entorno contemporáneo, habría que dirigir de nuevo la mirada sobre el paisaje. Aun siendo ese paisaje territorio tomado, recurrentemente invadido, ‘desauratizado’ por el resto de lo que seguimos siendo a pesar de la historia.
Escribía Adorno: “al rechazar lo fugaz de lo bello natural, igual que tendencialmente todo lo no conceptual, Hegel se vuelve torpemente indiferente frente al motivo central del arte: buscar a tientas su verdad en lo que se escurre, en lo caduco.” ¿No es precisamente esto lo que fugazmente retratan las series de Dorfsman y Brito? ¿No son sus imágenes una búsqueda a tientas de algo que de antemano saben escapado, incapturable y aún así avistado, si apenas por un instante fecundo en el hedor de su propia caducidad?

Siguiendo incluso algunas de las premisas en la declaratoria ideológica hegeliana, podríamos pensar que efectivamente, las imágenes de ambos fotógrafos exponen “la aparición de la vitalidad y en especial de la animación espiritual exteriormente en su libertad, [haciendo] lo exterior adecuado a su concepto” –Dorfsman recuperando una cierta sensibilidad asombrada sobre lo intrascendente-cotidiano como materia aún permisible para el encuentro estético; Brito invocando en el paisaje la complicidad de la naturaleza romántica como texturización atmosférica que brinde a la mirada una estancia apacible aún si ha de ser para confirmar la brutalidad como condición dispuesta y omnipresente.

Lo cierto es que ambos trabajos tientan la disuelta categoría de lo bello como condición residual. Ambos están buscando, como bien leía Adorno (en sentencia del arte después de Auschwitz), buscar a tientas una verdad, sea cual sea, queriendo creer que su origen todavía comparte algo de eso esencial que habilita al arte para ver con los oídos y enunciar en silencio algún encuentro con nuestra humanidad irremediada, presunta, ya también residual.

Imágenes: Alex Dorfsman. De la serie Plásticos. 2009. / Fernando Brito. Tus pasos se perdieron con el paisaje. 2010.

25 de enero de 2011

sobre la continua fragilidad

en la poética, aristóteles aseguraba que era trabajo del poeta, el pintor y todo aquel hacedor de imágenes, crear ilusiones, situaciones semejantes a aquellas que vivimos pero que participaran de un otro espacio de credibilidad. saber hacer estos mundos otros tendría una doble finalidad enunciable hacia el aprendizaje y el goce.

en el proceso artístico, el imitador utiliza la materia de lo real para construir un simulacro de vida o una realidad diferente, debiendo así en su elaboración mimética recrear el mundo siguiendo
"las cosas como eran o son, o como se dice y se supone que son, o como deben ser”(1460 b). en esta sola afirmación el filósofo asentaría la libertad creadora en su potencia total, irrefrenable –no sólo en reajuste de los motivos de expulsión platónica de los artistas de su construcción de la república ideal, sino que enunciaba con claridad las posibilidades del arte en siglos y siglos por venir.

este aparentemente sencillo "a,b,c" del proceso artístico y sus caminos vuelve a mi memoria cuando me enfrento a obras que 'genealógicamente' (en su trazo a estos primeros escritos sobre el ser del arte en occidente) me atrevería a llamar perfectas. afortunadamente, son pocas, muy pocas las piezas con las que me sucede este impulso en rendición total, pues bien se sabe que no es sencillo estar en presencia de esos objetos que en su estar han logrado conjurar la integridad de nuestras necesidades en ideales.

así me sucede con una pieza no muy conocida de rubens mano. tudo entre nós es una bombilla en dos, o dos bombillas fusionadas, o una fusión-en-bombilla o la suma de ellas como potencia luminosa. esto en apariencia, en el estado primigenio y equivocado del entendimiento de la mímesis como mera imitación. pues en realidad tudo entre nós es un encuentro imaginado en soledad, o una confesión anticipada, o simplemente un ejercicio mimético en el más puro sentir aristotélico.

si el arte tiene esa habilidad y pertinencia de representar 'las cosas como eran o son', esta(s) bombilla(s) anidan en extensión ambas posibilidades. el tiempo que las hace existir es el tiempo de la unicidad sobre lo ordinario. un objeto esencialmente fragil y sí, pleno de magia en la expresividad completa de su 'ser luminaria', deshace su pasado en tanto objeto de íntegra funcionalidad para fundir sus bordes sin fracturas. así, el objeto-en-obra creado por rubens mano pasa sobre el decir de aquello que eran las cosas, y sobre aquello que se supondría que son para llegar a la propuesta más interesante de la aseveración aristotélica: hacer del arte una oportunidad por reinventar las cosas como debieran ser.

sobre un tiempo enamorado urgiría decir que las bombillas cómplices de mano encierran la perseguida plenitud de la existencia compartida cuando los filamentos aún independientes comparten una misma coraza tan fragil como se asume el vidrio milimétrico. sin tocarse, iluminan la poesía en suma de su tiempo energético. de querer separarse perderían ambas su posibilidad de existencia en la rendición del soporte común. si hablaramos entonces de la existencia en pareja y de las recomendaciones aristotélicas, esta obra devela con genuina claridad el proceso del arte como experiencia y potencial renaciente sobre lo cotidiano y asumido, sobre lo previsible y dado. es una obra que se atreve a enunciar la factura de un secreto.

atrevimiento no poco arriesgado, ha sido siempre motivo de honroso asombro saber de la existencia de una obra así conociendo al hombre que la ha creado. perfecta en su sinceridad y entrega, vencida de antemano sobre la conciencia de su propia fragilidad, anticipando incluso el desenlace irreversible del quiebre como último referente, tudo entre nós me confirma toda una serie de supuestos esperanzados, aun algunos inenunciados, por creer en la experiencia del mundo y sus muchos estados de riesgo como estancia compartible y en ello luminosa.


Imagen: Rubens Mano. Tudo entre nós. 2004. (registro de instalación en Galería Casa Triângulo.) / Cortesía del artista.

11 de enero de 2011

Antes de ahora | Álvaro Zunini


Hace ya casi ocho años me encontré por primera vez con el trabajo de Álvaro Zunini (Uruguay, 1977). Era aquella su primera muestra individual en México en una entonces también incipiente galería en Polanco. Siendo un artista joven, en los inicios de su trayectoria artística y muy poco conocido, me impresionó profundamente la potencia sombría de sus obras en gran formato cuya calidad expresiva y certeza representativa parecían no corresponder a la mano de alguien de su edad. Había en ellas un recorrido temporal cuya densidad frecuentemente preferimos esquivar en la juventud. Los motivos denunciaban restos de un entorno ya ajeno que busca ser recuperado. Cabezas de vacas y elefantes, rostros ajados, cuerpos ancianos, troncos entumecidos y ramas deshojadas —todos compartiendo el esbozo esforzado de la mirada que intuye la permanencia exacta de un recuerdo al que, sin embargo, antes de entonces no se había acudido.


Develado de un solo golpe al intento ansioso del recuerdo sobre los muros se encontraba uno confirmando des-existencias apresadas entre oscuridad. El suyo era un mundo inmerso en la más pura epopeya sobre lo visible cuando la visibilidad originaria no se funda sino como batalla contra las sombras de lo que aqueja su propia extinción.


Carbón No. 5. 2003. goma s/ carboncillo.


En ese tiempo Zunini dibujaba el anverso del mundo pues sobre un plano de carbón saturado de sí iba poco a poco —a veces furioso, otras amedrentado— develando las capas de existencia con una goma. Borrando. Así hacía emerger sus figuras. Desde lo insondable del plano ennegrecido, una oveja a medio trasquilar sostenía en vilo el despojo de su manto cubriente.


Debajo, la piel; sostenida, la memoria.


Después de ese primer encuentro, perdí la pista del artista; su exgalero me mal-informó diciéndome que Zunini había regresado a su natal Uruguay y que, inexplicablemente había decidido dejar su búsqueda artística. Nunca comprendí este falso destino.


Durante los años siguientes, de tiempo en tiempo volvía a las páginas del pequeño catálogo que maravillosamente se había impreso de aquella exposición de carbones borrados. Me encontré siempre con la misma impresión y certeza: ahí estaba en potencia el futuro de un gran artista.


Carbón No. 3. 2002. goma s/ carboncillo.


Hace un par de años me encontré de nuevo con un fondo negro sobre el que se había bordado con delgados hilos de óleo en tono envejecido, la orilla de alguna vieja carpeta confeccionada en crochet. El delicado patrón matemáticamente establecido como secuencia decorativa aparecía intervenido por el recuerdo. La ficha de obra leía: Álvaro Zunini / Bordado viejo de Beba Prado / 2008 / 80 x 120 cm —una de las 44 obras seleccionadas entre los 38 artistas elegidos para conformar la pasada Bienal de pintura Rufino Tamayo (2008).


Bordado viejo de Beba Prado. 2008. óleo/tela.


En su Historia natural, Plinio el viejo (siglo I dC) asentaba el origen de la pintura como germen del arte de la representación en el trazo primitivo de la sombra del cuerpo humano sobre una superficie opaca. Siglos antes de su historia, sin embargo, ya habían trazado los primeros hombres sobre las rocas interiores de alguna cueva el contorno de sus manos en contacto. En el aire que habita esa separación entre el cuerpo y la forma bidimensional de su figura se han constituido de una u otra forma las intenciones de la historia del arte. Durante los cinco años en que le perdí la pista, ciertamente Zunini invirtió su tiempo y habilidades en rondar esta misma preocupación.


La tendencia que ha guiado el devenir de su trabajo entre las primeras obras borradas y las nuevas piezas hiladas parece cercano a la duración desplazada que confiere a su original todo retrato; sujetando el pasado desde el presente. Pero lo cierto es que en ambas series —los carbones entonces y ahora los óleos— el artista ha recorrido los caminos del dibujo y de la pintura en inversión contra el tiempo y los procesos secuenciales creativos tradicionales. Así que su accionar tenga una similitud mayor con los procesos del recuerdo que con aquellos de la creación. Henri Bergson aseguraba que la duración no era sino el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y se hincha al avanzar. Hay que imaginar de la misma manera las obras de Zunini. Los carbones penetrados sobre la silenciosa textura de opacidad hacen de los medios tonos estancias de temporalidad anteriores a su misma revelación. El presente de la memoria, corroído, no tiene ya sino el presente de la imagen hinchado de pasado.


Los bordados como el de Beba Prado (tía abuela del artista) llevan dentro de sí este mismo destino entre las duraciones del tiempo. La pieza original que queda como resto de un bordado en crochet hecho por la madre de Beba, recupera sobre sus puntadas la historia de un práctica anclada a los inicios del siglo XIX estableciendo como actualidad una tradición importada entre mujeres. Zunini ha rescatado entre los resabios de historia manual de su familia esos fragmentos desde los cuales traza sobre un lienzo negro los contornos de un hilado entre cadenas —ahora con delgados hilos de óleo. La aplicación directa del material sobre la tela, en su afán por replicar el apretado anudado del hilo de seda con un gancho metálico de cabeza pequeña, ensaya una solución no mediada para la pintura dejando el rastro del óleo sin intervención del pincel en un volumen y textura que replica el grosor y textura del hilo original.


‘Bordada’ la imagen con tal perfección que su tactilidad visible hace dudar entre el hilo y el óleo, Zunini remite el contorno literal de la pintura a sus míticos orígenes pues entre las puntadas y sus espacios de organicidad ha hecho aparecer los contornos de un rostro del pasado. Percibimos el bordado pintado con la previsible continuidad del patrón organicista que por costumbre le estructura, sin embargo, el patrón se interrumpe y en su lugar, entre las hojas, aparece el recuerdo de un rostro envejecido.


Bordado de la abuela Sara. 2008. óleo/tela.


Volvamos a Bergson para asegurarnos que entre el recuerdo y la percepción existe no sólo una diferencia de intensidad sino de naturaleza, pues extraer de la memoria la sensación del pasado como consiguieron los borramientos de Zunini mantiene una distancia sustancial frente a su contrario: extraer del pasado una imagen como representación replicada a la memoria. Imagen que presenta ese poder de sugestión del que hablara el autor de Memoria y vida como marca de lo que todavía ‘querría ser’. Los crochets al óleo de Zunini continúan avanzando así sobre las estrategias del recuerdo.


El tiempo de aislamiento que ha pasado entre los primeros carbones y estos óleos recientes comprueban la certeza de la primera impresión que ante la obra de este artista uruguayo mantengo viva en mi memoria. El devenir de ésta su más reciente búsqueda pictórica confluirá en una muestra individual del artista en el Museo Gallino en Ciudad del Salto, Uruguay en abril 2011. La serie de óleos-bordados iniciada durante su periodo de estancia en México en el 2006 termina, como era menester, de vuelta en su tierra. (Zunini ha regresado a vivir en Uruguay desde el 2009.) Las consistencias que anidan en el tejido de una existencia revisitada sobre sus anudamientos serán materia del siguiente ensayo que comienzo a preparar para seguir hilando su historia entre mis palabras.


Imágenes: Cortesía del artista.

4 de enero de 2011

Sobre lo que se es capaz de recordar


Hace casi un año me encontré por primera vez con una obra chiquita que contenía otra obra dentro incluso más pequeña. La de adentro era una réplica de un retrato de Rembrandt; lo de afuera incluía la fotocopia de un peludo perro blanco perdido y una leyenda explicando el porqué de la inclusión relacionada de tales imágenes. La fotocopia en blanco y negro era considerablemente más grande que la pintura al óleo –casi diminuta; situadas en un mismo espacio enmarcadas sobre una hoja corriente de guía telefónica. La leyenda decía lo siguiente:


“Esta fotocopia de un perro perdido me recordó el autorretrato de Rembrandt de 1629 que está en la antigua pinacoteca de Munich. Se parece más en los pelos chinos de la cabeza, los cuales Rembrandt en el autorretrato esgrafió sobre el óleo fresco. Los ojos del perro se parecen más a los últimos autorretratos por la tristeza y el cansancio que proyectan. / No es que esté diciendo que este perro perdido pueda ser Rembrandt… de ninguna manera. Sería un perro de 402 años de edad y que además pinta personas como si fueran masas pastosas que emiten su propia luz…. Aunque tampoco lo estoy negando implícitamente. / Primero había pensado recortar una imagen del autorretrato pero preferí optar por el dicho jarocho de que “el que quiera pescado fresco que se venga a mojar las nalgas”, así es que lo pinté. Al final acabó pareciendo lo que no quería: un recorte pegado por el hecho de haber enmascarado el rectángulo donde iba a pintar y después haberlo rellenado con la imprimatura y el óleo. Al quitar la máscara pude percibir, mirando la imagen de cerca y como de lado, un reborde, un tope que da la sensación de pegatina (shit!) pero en realidad yo lo pinté.”


El autor, radicado en Coatepec, Veracruz, firmaba: Juan Cházaro.


Esta obra fue la ganadora de la IV Bienal Nacional de Artes Visuales Miradas 2010 organizada por la Fundación Codet Vision Institute (institución benéfica contra la ceguera fundada en Tijuana, BC por el Dr. Arturo Chayet). La decisión unánime de los jueces (yo entre ellas a un lado de Cynthia Macmullin –curadora del Museum of Latin American Art en Long Beach, CA y Elsa Medina –reconocida fotógrafa mexicana) no fue recibida con anuencia por el común del público y el medio artístico local. ¿Qué tenía que hacer una aparentemente intrascendente pieza semi-pictórica que parecía nada sino un ejercicio de collage en proceso en el que su autor narraba sin mayor empacho el orden de su camino reflexivo sobre la aparentemente descuidada factura de un pastiche de referentes y medios esencialmente inconexos (es decir, un perro perdido cualquiera y el autorretrato de uno de los más grandes pintores de la historia del arte occidental)? ¿Por qué premiar una obra que, lejos de abordar de manera abierta, contundente y evidente el sentido de la vista –como muchos suponen es no sólo pertinente sino exclusivo como temática de la bienal– decidía por confesarse como un ejercicio íntimo y poco pretencioso sobre el sentido personal del ser-mirando?


Muchas otras preguntas se sumaron a éstas enunciadas entre-voces discordes el día de la inauguración. Preguntas que han ido apareciendo y reinventándose en mi memoria desde entonces cuando en reiteradas ocasiones vuelve el recuerdo de esta obra ‘chiquita’ de Juan Cházaro.


Entre ellas, una sola serviría para atender las interrogantes que varios artistas y espectadores dejaban sobre el pequeñísimo autorretrato copiado con impávida maestría por el artista veracruzano. ¿Qué puede decir sobre las búsquedas contemporáneas del arte el encuentro narrado de un asombroso parecido entre una mala fotocopia de un perro perdido y el recuerdo revisitado de una obra de arte ejemplar en la historia de la pintura occidental?


En su descripción acompañando la imagen enviada como parte de la ficha de inscripción a la bienal, Cházaro aseguraba que “el pixeleado de la fotocopia me hizo pensar en ciertos rasgos de la densidad atmosférica que hay en los autorretratos de Rembrandt, así que comparé la fotocopia con reproducciones del autorretrato de 1629. Al estar comparando la fotocopia y reproducciones se me planteó el problema de la observación como un problema acerca de la integridad u originalidad en el arte, cuál es el más parecido al original, o cómo se enriquece o demerita la obra cuando de ésta se hace una apropiación.”


Efectivamente el juego de imágenes que Cházaro eligió para dialogar en la pieza asentarían los elementos suficientes para entablar consideraciones sobre el estatuto ‘reproducible’ de la historia del arte y su consumo virtual o distanciado del original como práctica común y extendida entre buena parte de los estudiosos y practicantes del arte. Habla también de los criterios de originalidad y unicidad de la pintura frente a los medios de la era de la reproductibilidad mecánica (en este caso evidenciados por la fotografía del perro (en tanto fuente ‘primera) y la fotocopia (segunda, tercera, etc) en re-reproducción de la imagen de la perdida mascota.


Sin embargo, estos asuntos no resultan particularmente iluminadores en el contexto presente; siendo que mucho se ha pensado y escrito ya sobre el distanciamiento del orden de la representación entre medios. Las obras en fotocopia han estado presentes en el arte desde los años sesenta; el falso problema sobre la pérdida del aura y artisticidad entre la fotografía y la pintura ha sido atacado por todos los flancos; y el rescate de obras ‘clásicas’ en propuestas más ‘contemporáneas’ ha estado presente en todo momento de la historia del arte. Entonces, de nuevo hay que preguntarnos ¿qué es lo que hay en esta obra de Juan Cházaro llamada “Perdidos y peludos” que resulta tan valioso como propuesta de lectura y reflexión contemporánea sobre el quehacer artístico?



La respuesta se me formula con declarada claridad. Lo que sustenta su trabajo e inequívoca presencia es un asunto de densidades sensibles y memoria. Intentaré explicarme recordando una de las ideas que encuentro más interesantes entre los diálogos platónicos. Aquella enunciada en Menón sobre la relación y sentido del aprendizaje y la memoria. En este diálogo Sócrates entabla con su interlocutor una interesante reflexión sobre la condición intrínseca o aprendida de la virtud. Como sería su costumbre tras un juego retórico demostrativo-derivativo entre ejemplos vivos argumentales, Sócrates confirma que el aprendizaje de cualquier esencia virtuosa en el hombre no es sino producto de la memoria; siendo que partícipes como somos de un alma inmortal, los hombres habitamos el mundo en un estado de rememoración de aquellas virtudes y saberes que nuestra alma ya alberga de otras vidas y otros tiempos como prueba de nuestra naturaleza divina. Si decidiéramos seguir la línea de aquello que Platón aseguraba entonces como germen memorioso de toda virtud podríamos explicarnos sin mayor complicación cómo es que la mirada de un joven pintor veracruzano hoy es capaz de ver y entender con esclarecedora precisión las texturas y ensombrecidas iluminaciones de una pintura retratada por un maestro danés hace cuatro siglos.


De esta forma lo enunciaba Platón en voz de Sócrates “Luego, si la verdad de los objetos está siempre en nuestra alma, nuestra alma es inmortal. Por esta razón, es preciso intentar con confianza, el indagar y traer a la memoria lo que no sabes por el momento, es decir, aquello de que tú no te acuerdas.” En ello encuentro el valor lúcido de la obra de Cházaro siendo una pieza animada vitalmente por un proceso tan intuido como cierto, pleno de confianza en el proceder de su mirada al encuentro de esos estados de confluencia fundamental en el devenir de la práctica, la existencia y la memoria del saber.


En Fedro, otro de los diálogos, entre los más sustanciales al sentido del arte, la escritura y la memoria, a medio camino de la disertación dialogada, el interlocutor de Sócrates afirma la necesidad envolverse por completo el rostro con un paño negro. Esto, según afirma en imperiosa necesidad, para dejar fuera las imágenes del mundo exterior (visible, tangible) que, en el ejercicio de rememoración y raciocinio en el que está inmerso, suceden sólo como accidentes en distracción de su propósito central: el de recuperar esencialmente en la memoria las ideas fundantes de su argumentación. Con este gesto Platón enuncia con declarada contundencia su postura frente a las imágenes del mundo vs las imágenes del alma que anidan en la memoria. Las primeras no siendo sino sombras en una caverna; las segundas, incuestionablemente ciertas cuando proceden del interior.


Me parece que este mismo diálogo de negociación entre la mirada visible (aquella llamada por lo ‘evidente’ del mundo y sus objetos) y la mirada sensible (llamemos así la mirada que observa hacia su propio interior) es lo que pone en juego Juan Cházaro en su obra. Así es como el artista habiendo despertado las imágenes de su memoria (desde el sentir de las miradas entristecidas de los autorretratos tardíos de Rembrandt) se encuentra en comunión de sustancias intangibles sobre la mirada pixeleada de un perro perdido. Sin duda, el acabado pobremente fotocopiado de la imagen ‘nada tendría que ver’ con las pinceladas entre densidades y brillos de óleo del maestro danés, y sin embargo, la comunión detectada por Cházaro es de una profundidad tal que resulta imposible dictarla imperfecta o equívoca.


Es ésta una obra que aún hoy –cuando en el común probablemente hemos perdido y olvidado casi por completo la posibilidad de pensar y creer en los ideales defendidos hace tantos siglos por Platón– nos recuerda sin mayor esfuerzo que algo de ellos permanece en el gesto artístico impulsando la mirada de aquellos que, todavía no encandilados por el espectáculo de su propia potencia mercantil, recuerdan cómo ver.