Parecería que, de cierto modo
inevitable, toda promesa está de origen entintada de la misma sustancia que
resta de indelebilidad el duelo. Siendo que, en ambos escenarios, lo que resta
asume su ser ‘destinerrado’
(siguiendo a Derrida); desterrado, remiso aún si destinado; a la deriva aún si
prendido de remitencia. Lo que queda después de recibida la promesa o el duelo
es un ser ‘en restancia’ de aquello
que, no necesariamente habiendo tenido lugar, ha ya sucedido, perdiendo por
entero la posibilidad de recuperación de ese estar/estado ‘antes’.
Teresa Margolles suele atizar en el
proceso de su obra estas condiciones de incompletud, provocada ausencia, deserción
y dolencia por defecto que desgastan los gestos de aquello que podemos
llamar(nos) dentro y parte del cuerpo social.
En los últimos años del insistir de su
práctica artística se hace evidente cómo esos mismos procesos de comprobación
de lo irreductible de la violencia como condición funcional y fundacional de una
extendida dinámica que anuda el tejido sociopolítico mexicano, han ido
transformando su propia condición reflexiva sobre la consistencia y materia de
su trabajo. Atravesando constantemente la delicada hendidura que señala la
diferencia sustancial y simbólica entre el peso del cuerpo y el rastro de la
huella, Margolles ha cargado los restos de tanta cruda muerte que hoy recurre a
objetos desertados (afirmando doblemente la obligada ausencia del cuerpo) para
constituir el reemplazamiento catastrófico siempre diferido de sus
instalaciones con un mirar saturado de asedio. Como si el tiempo-entre-tiempos
que se ha obligado a recorrer para reinventarse entre las formas asibles del
dolor y el hedor de la muerte, pudiera guardar dentro suyo algún dejo de
presencia rescatable para justificar su insistencia en espera de rehacerse visible.
Hace algunas semanas, Margolles inició
la espera que engendra sobre su propia destrucción su pieza más reciente instalada
en el MUAC (Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM, Cd. De México). Utilizando
una de las más frecuentes herramientas físicas y conceptuales que al presente sostienen
su obra –el desplazamiento y su generación de aislamiento por
descontextualización– Margolles ha hecho trasladar las ‘ruinas’ de una de las
115 mil casas abandonadas (sin siquiera haber sido habitadas) entre los últimos
desarrollos de vivienda de interés social con que la agonizante Ciudad Juárez buscó
convencer a sus futuros(restantes) habitantes con una promesa –no ya
arquitectónica– sino de habitabilidad. Margolles extirpa así de su simétrico
tendido una de esas múltiples moradas de 32 m3 y la traslada a una
de las salas del museo.
Pero los restos arquitectónicos de aquello
que nunca condensó dentro de sí el impulso habitable, fueron demolidos y
triturados hasta convertirles en gravilla, desapareciendo con ello todo rastro
de su forma o funcionalidad anterior. Así, pulverizados, los (des)aparecidos
escombros, ahora compactados, forman una larga y pequeña barda, borde o
frontera residual que sobre el piso, en diagonal, parte en dos la oscurecida y
vacía sala. Periódicamente, voluntarios se reúnen entorno a ella por espacio de
una hora para ir devastando el inexplicable alzado de ese borde que fue casa,
extendiendo sobre el piso los restos de lo que, aún habiendo querido sostenerse
en pie frente al irrefrenable extender de la violencia y la inseguridad vivible,
culminó evidenciando su errancia por vaciamiento.
En el silencio que invoca la
reconfigurada ruina que vemos, asumimos que ese apilamiento lineal de material anódino,
debe contener dentro de sí los cimientos, muros, esquinas, habitaciones,
escalones y remate de vanos de la promesa a la que la artista refiere en título;
así la respuesta del espectador es muda sabiendo que preside una suerte de
duelo ante todas esas (im)posibilidades que se ciernen sobre la existencia
urbana contemporánea. Revertida la condición matérica de lo que supondría
sostener la construcción en constitución y resguardo de la sociedad, los
escombros de la que pudiera ser cualquiera de entre las 5 millones de viviendas
abandonadas que se extienden en los linderos de las principales ciudades de
México, especialmente en su franja Norte, se exhiben en el espacio museístico incólume
como paráfrasis de aquello contra lo que prometieron erigir.
Aún cuando la voz con que decido
terminar esta breve reseña no existe sino en paralelo al tenor que suele
acompasar el trabajo de Margolles, quiero pensar ese otro lugar que parece sembrar de infertilidad la obra, para creer
que su acción en traslado y evidenciación de esa promesa arruinada o ruina
prometida, puede distenderse reflexivamente hacia lo que
Hélène Cixous entiende por destino asumido a la escritura —y acordemos también,
al arte: “¿Quién puede definir lo que quiere decir ‘tener’?; ¿Dónde sucede
el vivir? […] Este es el punto: cuando la separación no separa; cuando se
vivifica la ausencia rescatándola del silencio, de la inmovilidad. En el asalto
del amor sobre la nada. Mi voz rechaza la muerte; mi muerte; tu muerte; mi voz
es mi otro. Yo escribo y tú no estás muerto. Si escribo, el otro está a salvo.”[1]
Pues es plausible pensar que si podemos seguir devastando el duelo que convoca
la ruina, tenemos también la fuerza para
reconstruir(nos) entre escombros.
[1] Cixous. La llegada
a la escritura. Buenos Aires: Amorrortu, 2006. p 14. (París, 1986)
imagen 1: Teresa Margolles. La promesa. 2012 | cortesía MUAC / Oliver Santana
imagen 2: Teresa Margolles. La promesa. 2012 (detalle) | cortesía de la artista
imagen 2: Teresa Margolles. La promesa. 2012 (detalle) | cortesía de la artista