16 de enero de 2013

Sobre la discapacidad, la hospitalidad y sus distancias

En este punto, en esta fecha,
debes renunciar a guardar, y a resguardarte, a mirarte.
Renuncia a todo, renuncia a todos los miramientos
que habitualmente reservas para lo que te protege.
Olvida todo lo que te cuida y te mira, sí, baja la guardia,
deshazte de las armas del discurso,
 no repares más las palabras con las palabras
J. Derrida[1]


En uno de los ensayos posiblemente menos atendidos de Theodor W. Adorno llamado “Signos de puntuación”, el teórico afirmaba lo siguiente sobre la utilización de las comillas:

Las comillas no se deben usar más que cuando se transcribe algo al citar, a lo sumo cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere. Como recurso irónico han de rechazarse. Pues dispensan al escritor de aquel espíritu cuya reivindicación es inalienablemente inherente a la ironía y pecan contra su propio concepto al apartarse del asunto y presentar como predeterminado un juicio sobre éste. […] La indiferencia hacia la expresión lingüística que revela la entrega mecánica de la intención al cliché tipográfico [esto es, en el reiterado uso de comillas irónicas] despierta la sospecha de que se ha frenado precisamente la dialéctica que constituye el contenido de la teoría y de que el objeto se subsume a ésta desde arriba, sin negociación. Cuando hay algo que decir, la indiferencia hacia la forma literaria indica siempre dogmatización del contenido. Su gesto gráfico es la ciega sentencia de las comillas irónicas.[2]

Probablemente parezca redundante aunque necesario, señalar el doble uso de las comillas que denotan con insistencia ese distanciamiento, dudas y sentencias de las que escribiera Adorno no sin evidente molestia, en el título que brinda albergue a las propuestas reflexivas convocadas en este coloquio (y me permito abrir un tercer par de comillas para citarle): “De cómo la ‘discapacidad’ entrecomilla a la ‘normalidad’”.

Probablemente Adorno estaría furioso de encontrarse con un título que no solo reúne sino que parece retar por partida doble sus interrogaciones en relación al recurso en recurrencia del entrecomillado. Pero, a pesar de la desconfianza que Adorno declara en su ensayo ante aquellos que deciden seguir ciegamente las reglas de puntuación –en lugar de pensar con detenimiento cada uno de los signos inscritos en su escritura, dejando suspendidos algunos de ellos con la intención de hacerles vibrar e insuflar el sentido particular que llama su presencia inserta­– es muy probable que el pensador alemán estuviera de acuerdo en que, en este caso, se aplicara alguna de esas reglas de puntuación –aquella que prohibiera el uso duplicado de comillas en un título.

Sin embargo, siendo un título que deriva de una institución académica que funda la razón genealógica, topográfica y tipográfica de su nombre propio en el decisivo emplazamiento de una ‘coma’ (,) –17, Instituto de Estudios Críticos– resulta no sólo obligado sino apremiante detenerse ante el doblemente entrecomillado título que nos envuelve (y separa) hoy aquí. Habría que preguntarse por los sentidos que puntean, puntualizan y punzan las distancias que evidencia el uso de un mismo signo de puntuación al enfrentamiento de dos palabras que aparentarían señalarse como opuestos paralelos, es decir, realidades acotadas una por la otra pero que, para sostenerse ‘dentro’ de sus cualidades definitorias, precisan no tocarse sino solamente mantenerse a un lado, a distancia y en la mira de lo que funda y funde una a la otra, una en la otra, una sin la otra: normalidad y discapacidad.

Sigamos entonces al recalcar que el título de este coloquio no sólo decide emplear por duplicado el tan cuestionable uso de las comillas irónicas (a decir de Adorno), sino que entre ellas distiende en verbo su ser signo. Al usar así el infinitivo al que dan pie estas dobles pestañas (¿o fuera mejor decir,  al que ‘dan hombros’? –suponiendo que las comillas fundan su presencia como una suerte de soporte esquinero para que aquello entrecomillado pueda cargar sobre sí el peso de la duda que señala y ostenta), el título escrito no sólo se propone inscribir en el lector un mensaje que habría de estar por venir –entretanto se mantiene sostenido, suspendido entre las comillas– sino que hace que la mente, la mirada y el tiempo del cuerpo tengan que deletrear su nombre confeso y convulso de acción contenida. De cómo la ‘discapacidad’ e-n-t-r-e-c-o-m-i-ll-a a la ‘normalidad’” (mis cursivas); haciendo actuar en un mismo tiempo y contiguo espacio un par de signos, significantes y significados, que se señalan a sí mismos como ejecutantes de algo que supone haber sido ya denunciado. En el título que nos ocupa, se afirma el entrecomillado en el entrecomillar haciendo que aquello que las comillas usualmente inscriben como anticipo de lo que ha de venir pronto a posarse sobre la palabra que desde sus esquinas superiores sostendrá, se mantenga ya siempre viniendo, no dejando de venir.[3] Partimos pues de una afirmación en acción no sólo comprobada, denunciada en la escritura de su propia inscripción, sino condenada a exponer su actuar desnudo al tiempo que está sucediendo. Este título hace evidente su denuncia denunciando en gesto y en acto lo que llama, lo que hace venir.

Hoy, ahora, desde aquí y hacia allá. Esa forma de estar que detenta para una la otra palabra entrecomillada desde su aquí, deja constancia de que partimos del supuesto que afirma imposible concebir un lugar compartido a la estancia de cada una de estas palabras/lugares/condiciones doblemente resaltadas: el aquí de la ‘normalidad’ destina el allá de la ‘discapacidad’. Pero en la sentencia tripartita de las dobles comillas y el verbo entrecomillar de actuar expuesto, está haciéndose visible por sobreexposición el suceder revuelto de su propio enfrentamiento; de tal forma que el título contiene en sí mismo el reverso de su asignación primera: potenciando pensar el aquí de la ‘discapacidad’ ante, hacia, desde, a distancia, en cercanía, del allá de la ‘normalidad’.

Vemos pues que en el título de este XIV coloquio se dispone ya con todas sus letras, signos y suposiciones, la batalla que frente a nuestros ojos se juegan, no sólo las lecturas múltiples de hendida sustancia en significación que suponen, conllevan y disponen las palabras como condiciones entrecomilladas –normalidad/discapacidad–, sino la propia batalla de la grafía que hace por decir la distinción que debiera adjudicar sin reparos su presencia; cuando, evidenciada por partida doble, triple, no sólo no ejecuta la jactancia que anima su germen por colocarse a distancia y en diferencia de aquello entre lo que se entrecomilla, sino que despliega burdamente sus intenciones, pretensiones y estrategias, dejándose por completo expuesta para ser interrogada con la misma incidente insistencia con la que, ante nosotros ya se dis-capacita ese gesto gráfico, ciertamente ciego ante su propia sentencia (y al hacerlo, afortunadamente también hace las pases con Adorno).

Sobre la discapacidad como estancia hospedada y su estar a distancia

Siguiendo entonces aquella intención más o menos aceptable del entrecomillar desde la mirada de Adorno, pensemos en la discapacidad –con, sin o después de las comillas– como una nominación que demarca una existencia que está destinada a habitarse en otro lugar. Por lo regular, se busca definir por contraposición lo que se entiende hoy y se ha querido definir en ‘discapacidad’ como un existir cuyas condiciones se fincan en (dis)función en relación con un otro estar del que, en menoscabo, difiere. Sucede pues desde el encuentro en señalamiento del nombre, que la discapacidad parte germinalmente de una batalla por oposición de antemano perdida; quedando en su lugar una condición nombrada en tregua desde el lugar de la ‘normalidad’ que, a su vez, sin definirse bien a bien, se supone que alberga esa forma de estar que no carece de, ni sufre por, toda esa otra interminable cantidad de fallas y dolencias que acompañan las razones entre las que se justifica el genérico apelativo que nombra a la discapacidad. Pero, ¿qué sucederá si en lugar de seguir pensando en la discapacidad por oposición a la normalidad, tratamos de entender su existencia como un estar a distancia de? ¿No será redituable repensar esa dicotomía que destina en falla su carencia, para obligarnos a recorrer ese pasaje que se da por tendido e infranqueable entre una condición y otra?

Para intentarlo y situarnos en disposición de recorrido, habría que obligar una primer pregunta que aun mantiene el lastre de su condición-opuesta: ¿la discapacidad está situada a distancia de qué? ; ¿cuál(es) sería(n) esa(s) normalidad(es) que pueden jactar su existencia como modelo regidor para decir, definir y destinar el ordenamiento de su(s) distanciamiento(s) ante lo que ha perdido su ‘capacidad de’?; ¿de qué se compone y cómo se estructura ese espacio tendido y desplazado que separará ya para siempre un cuerpo perdido de su ser-capaz, de ese otro que lo es, que lo fue, incluso cuando ha sido él mismo antes de perder su estar-en-cercanía en medio de esa bruma indiferenciada y tranquilizante que hacemos por suponer y respirar como ‘la normalidad’?

Sin embargo, no será el cometido de este ensayo atender el tan cuestionable apelativo que designa ‘lo normal’ o ‘la normalidad’, aun cuando ciertamente se afirma en conciencia de la casi inesquivable comparativa que ejecuta la selección médica, social, política, familiar, corporal, entre lo que se califica como normalidad o, en su defecto y en diversos grados, como discapacidad. Intentaremos en cambio, pensar la discapacidad como una condición en cuyo nombrar se ejecuta ya de manera íntima y aparentemente sutil (acaso incluso se ha querido imaginar invisible), pensar ese primer distanciamiento que nombra en memoria y presencia la existencia de una condición ‘mejor’ –a veces previa, casi todavía cercana; o bien, perdida de posesión desde el origen.

El ser-en-distanciamiento que llama recubre su nombre con el aplastante sobrenombre que trae consigo la discapacidad, acontece, infinitamente, inscribiendo la conciencia de una existencia separada, ya de suyo rendida, ante el supuesto que (de no habernos perdido) albergaría nuestro ser ‘en plenitud de su(s) capacidad(es)’. Tal es así que el prefijo dis que irrumpe en o rompe con esa condición previa, originaria, normal (ahora ‘ideal’) –esas tres letras que anticipan lo que se ha perdido– no sólo contraponen esta nueva, otra y ‘menor’ estancia-en-capacidad, sino que visible, legible, escribible y corporalmente la colocan y mantienen a distancia.

Entre las lecturas etimológicas que disponen el prefijo di o dis suele aceptarse su enunciar como estar o estado ‘en oposición a’; ciertamente en el caso presente, esta lectura convendría en coherencia si se quisiera seguir configurando la ironización que hace latente el título del coloquio enfrentando el dar-por-hecho que declaran sus disposiciones. Sin embargo, pueda sernos de mayor utilidad hacer venir el prefijo dis desde su origen griego conforme señala la aparición de un mal cuya imposición anuncia por anticipo el reverso o estado dañado de una condición orgánica, fisiológica o bioquímica.[4] Ese ‘mal’ que hace venir el prefijo dis y que le hace aparecer con gran recurrencia entre los términos médicos destinados a diagnosticar patologías de muy diversos orígenes y gravedad, sucede en el caso preciso que (d)enuncia la discapacidad como una infortunada y muy extendida lejanía injerta. Siendo que su nombrar inscribe aquello de lo que se carece: capacidad (en toda la amplitud de invocaciones que puedan imaginarse para decir sus bienes perdidos o acontecidos por mal: disnea, dislexia, disfasia, displasia, discrasia, disosmia, dismnesia, etc.[5]). El preámbulo que dibuja la enunciación de esas tres letras –dis– es y acontece con la suficiente fuerza sobre el resto de su debilidad, para asirse de aquello de lo que se aleja, manteniendo su corporeidad visual y sonora sobre una relación perdida, aun si sostenida-en-reliquia y comprobación de aquella ‘ciega sentencia’ de la que escribiera Adorno para denunciar el estado en tensión del entrecomillar.

Es así que la discapacidad no señala la carencia total y/o irreversible de aquella determinada capacidad a la que se dirige cuando sentencia, sino que reitera la urgencia de una relación de coexistencia necesaria –más o menos urgente, a veces ciertamente vital– entre lo que se está perdiendo, se ha perdido, y lo que en su nombre sigue llamando hacia sí; cargando si es preciso, con el tono irónico que infieren un par de comillas para sostener en suspensión el tiempo que dista entre lo que se juega al devenir cotidiano una existencia dis-capaz. Su nombrar mantiene presente un enlazamiento que –para no dejar por completo de existir– impide su total ausencia, exigiendo la restancia[6] inscrita de su ‘capacidad’ como memoria, registro, huella o resto de aquello que el cuerpo carece existiendo en conciencia –muchas veces tortuosa– de ello. Ese binomio nombrado parece inscribirse para sostener –si al menos en el llamar del nombre– una relación posible, imaginable, recordada, tendida más allá de la condición presente y propia. Existe no sólo para recalcar un determinado estar-en-desheredo, sino que hace durar, contra todo (tiempo, condición, diagnosis) una relación que, a pesar de todo (tiempo, condición, diagnosis) se sostiene cuando radica en el pensar de sí como restancia hospedada; inscripción que conlleva en latencia una condición siempre, todavía, hospedable.

Sobre la discapacidad como extranjería | ser en distanciamiento

Discurrir pues sobre un estar-en-discapacidad participa, como hemos entrevisto, de ciertos supuestos. Se habla o presupone una condición inscrita y frecuentemente irreversible más no necesariamente mortal; se destina como marca o gesto, usualmente visible, sobre el cuerpo que soporta su consigna; se coloca en diferencia de una condición incompartible con ese ‘afuera’(de sí) que goza y sostiene los privilegios de una invisible e insonora normalidad (recordemos que Georges Canguilhem destinaba la salud como el silencio del cuerpo y la enfermedad como su rumor);[7] se infiere como algo permanente y en resignación aceptado que ha de tratarse con la mayor ‘normalidad’ posible, como si no fuera necesariamente evidente; se envidia sólo cuando se buscan lugares de estacionamiento y se encuentran, muchas veces vacíos, los espacios reservados para los discapacitados. (¿Será que, confirmando mi suposición del estar-a-distancia en el que se nos coloca en discapacidad, sea el cuerpo mismo el que se retrae cuando la ‘normalidad’ le tiende un gesto hospitalario por acercarlo a un edificio de oficinas, a un cine, a un complejo comercial…? ¿Será incluso preferible no ir, no salir, no exponerse de más o de nuevo o por primera y última vez ante el espectáculo ficticio por abundancia de posibilidades ya inalcanzables en que se ha convertido la normalidad discapaz?)

Es peligroso lanzar en letanía estos supuestos como afirmaciones comunes, cuando, sin embargo, lo son. Es peligroso porque retaría una cierta y mínima condición de respeto a distancia de lo consignado como consignable (políticamente correcto). Es peligroso porque tiende a (a)cercar generalidades que afirman, o debiéramos decir ‘entrecomillan’, conforme dejan fuera. Es peligroso porque no toda discapacidad es visible, evidente, medible, nombrable o incluso comprobable.

Pero es también necesario. Necesario porque ejerce una obligación hacia quien de (in)visibildad permea su condición, destinando su estar habitable como un existir en distanciamiento. Es necesario porque no es lo mismo asumir una condición dispuesta a distancia (como los criterios de la normalidad sitúan conforme alejan las condiciones de la discapacidad), que adoptar como si por elección propia una otra forma de asumir su condición. Hablemos pues de un existir en distanciamiento, suponiendo en ello el ejercicio de una voluntad no impuesta más allá de una categoría que para localizarle se apuesta como centro y referente, con ello condenándole a una residir en una suerte de habitabilidad periférica.

Es necesario, para saber que no todas aquellas lecturas en definición de cada des(c)ierta forma de discapacidad consideran o han considerado esa significativa y usualmente imperceptible variante que se tiende y cimbra –en la profundidad insondable de una grieta fundacional­– la variante diferencial que condensa los rasgos (quizá incluso difícilmente perceptibles, situables) que reclaman en singularidad el estar en distanciamiento del estar a distancia.

Recorrer esta variación de sentido, intención y capacidad hospitalaria que otorga cuerpo, espacio, tiempo y disposición entre un estar a distancia y un estar en distanciamiento, alberga la forma en que encuentro la capacidad para reflexionar sobre su relación más allá de la definición-en-falla con que las ‘enlaza’ su estar-por-oposición. Recurso necesario, urgente, para poder pensar en (y desde) ese estar en discapacidad que no necesariamente es visible o evidente al otro. Resulte entonces necesario traer aquí desde su allá, el horizonte como figura metafórica y filosófica para ayudarnos a comprender el ver venir de la discapacidad cuando pervive de su escondida apariencia y sucede más allá del cuerpo que la padece vestida de invisibilidad.

Si consideramos con Jacques Derrida que el acontecer de la hospitalidad no sucede sino cuando participa de una imprevisibilidad absoluta; es decir, cuando el que recibirá no sabe que espera ni lo que espera; la hospitalidad como acontecimiento sólo puede tener y dar lugar cuando no se participa de esa posibilidad del ver-venir. Ese ver venir que, en el caso que nos ocupa, trae consigo el mal, el daño que habrá de injertarse e incorporarse a la existencia. Esa existencia antes sin falla, sin haber sabido avistar, anticipar, el riesgo de perder su silenciosa normalidad; esa condición de existencia-antes sin nombre prefijado; ese cuerpo que aun ignoraba que habría de cargar consigo esas tres letras que hacen el dis para deshacer la norma. Sin embargo, advierte Derrida, es justamente la figura –usualmente expectante de ilusión– hacia la que se tiende la mirada y el cuerpo en intención de horizonte, que puede presentarse como una especie de pantalla, escenario o telón para el ver-venir, cancelando con ello la posibilidad de hospitalidad genuina en el cuerpo de aquel que (ahora lo sabe), espera el arribo de una nueva forma de habitarse.[8]

Cuando nos enfrentamos a ciertas formas de la discapacidad que no tienen faz o evidencia visible del cuerpo hacia afuera, nos enfrentamos a una relación distinta con el pensar del horizonte y por ende, con las posibilidades sobre las que puede seguir existiendo ese cuerpo visitado, avistado por el mal de una condición imprevista. Y si a esta invisible discapacidad, sumamos la llegada subrepticia de la nueva condición –aun en aquellos casos en los que el médico tratante hubo avisado sobre la posibilidad de llegada de tal estar-en-falla antes incluso de poder reconocer su silueta en el horizonte– no será suficiente mirar fijamente la pantalla que a partir de entonces se mantendrá en (de)construcción de ese mismo horizonte contra el que habrá que diferenciar su presencia. Como si queriendo preparar el cuerpo y la mente a la condición perpetua que le ha sido diagnosticada en comprobación ya casi encima como nueva realidad. Ese ‘aviso’ (usualmente médico) que coloca al cuerpo en condición de espera-sentenciada de lo que a partir de entonces ha de ver venir envuelto en el impreciso y estoico halo de una determinada discapacidad, no des-habilita su potencial o resguardo ante aquello que le ha de caer, le está ya cayendo encima (como elabora Derrida para explicar el ser del acontecimiento absoluto, no-esperado[9]).

Pues resulta imposible negar el acontecer al lugar de llegada (que es el propio cuerpo) aun cuando a toda costa se quiera evadir al huésped que nos convertirá en otro, ese preconizado estar hasta entonces extranjero que nos convertirá en discapacitados; aun viéndole-venir es imposible estar ‘preparados’ y dispuestos al encuentro de su indefinida estancia de inimaginable intensidad. Sucede que, a pesar de distinguir y anticipar esa llegada de infortunado por-venir cuya crónica está ya anunciada[10], resulta física, emocional y mentalmente imposible prepararse para una existencia en cuerpo ya y para siempre invadido. Parecería insoportable ver venir aquello que terminará por convertirnos en extranjeros de nuestra propia vida. Y sin embargo, sucede cuando se acompaña de un para siempre en vida. Por ello es que esta forma de la discapacidad, la que ve venir y aun así recibe en completa indefensión sobre sí el peso impredecible de lo que (de) arriba le cae, nos ofrece una posibilidad de lectura sobre lo hospitalario que entre sus diversas inmersiones sobre sus rasgos y gestos, Jacques Derrida no hubo considerado. Hablo de la hospitalidad consigo, de la hospitalidad para sí. Esa hospitalidad sucediendo dentro como ejercer del recibimiento, animada por el reconocimiento de la posibilidad acercada (en cerco y más cerca) que ha de requerir desde entonces el horizonte que portamos dentro para aprender, ahora, a vernos-venir, si acaso un poco más encorvados, cansados de recorrer esa franja sin nombre en silente alarido. Esa hospitalidad para sí que sedimenta sobre y desde las propias (dis)capacidades de acogimiento como la que da (su) lugar (al nuestro) con incomparable elocuencia en las reflexiones-en-cuerpo de Jean-Luc Nancy en L’intrus.[11]

¿Cómo es entonces que puede acontecer esta hospitalidad radical en la que se convierte un cuerpo avistado sobre su propio horizonte como una figura destinada en discapacidad crónica?

El cuerpo que recibe sobre sí a diario y en todo momento el reiterado llegar de la discapacidad (asumiendo para denotar la presencia de tal discapacidad crónica o reincidente los ‘efectos’ o formas de presencia tan variados como se quiera), inexplicablemente, se encuentra nunca preparado, nunca dispuesto, para recibirle. A pesar de la certeza comprobada de horas, meses y años de incidencia recrudecida, el cuerpo deviene incapaz de destinar su ser-anfitrión haciendo por tomar o asegurar las debidas precauciones que calcularía aquel que espera la llegada de quien habrá de venir a invadirle. Siendo así, el cuerpo que sobre el horizonte ha visto venir la discapacidad hacia sí con la lentitud del descrédito y la velocidad de la realidad, se sitúa (aun a pesar de sí) en esa condición imprevista e imprevisible –esa especie de estar-sin-aviso– que Derrida presupone como condición innegociable para que pueda acontecer la verdadera hospitalidad. Siempre desprevenido, el cuerpo en discapacidad se mantiene así completamente expuesto a la llegada de aquel prefijo en falla que trae consigo esa condición de extranjería de la que busca escapar la ‘normalidad’; extranjería en el propio cuerpo que, en el caso de las discapacidades crónicas, por su condición de temporalidad enlazada al infinito, no dejará ya nunca de venir.

Resulta entonces que, siguiendo la figura del horizonte de acuerdo al devenir del acontecimiento contra la espera el cuerpo en discapacidad, entabla una relación consigo que participa de ciertas características de este observar(se) a distancia.

Recordemos que una de las figuras que fecundan los orígenes de la teoría literaria estriba justamente en la posibilidad de generar en la escritura ‘horizontes de expectativa’ (Wolfgang Iser entre otros, escribiría puntualmente sobre el tema). Estos horizontes de expectativa dependen de una suerte de permanencia suspendida a la distancia que sugiere la posibilidad de su (in)concretabilidad para mantener el interés del lector y la vida-en-eterno-presente de la obra. Y si, como se ha sugerido, el cuerpo en discapacidad habitado de su propia extranjería ha de encontrar las formas de convivencia injerta que le permitan dar sentido al proceso que hace por convertir su destinar a distancia en una condición auto-elegida en distanciamiento (físico, teórico, semántico, fáctico) será comprensible e incluso ‘redituable’ para la convivencia consigo, que ese distanciamiento acontezca como una especie de antesala a la adopción del concepto, función y potencialidades de los ‘horizontes de expectativa’.

Pensar la discapacidad como una condición en presente y perpetuo distanciamiento no obliga a deducir de ello un estado en reclusión o marginalidad (ya sea impuesto o asumido); sugiere en cambio, la posibilidad de pensarla y ejercitarla –replicando el empuje incansable de su cronicidad– como un movimiento necesario (y ciertamente efectivo aun en su aparente virtualidad) para poder resistir el peso de la propia extranjería cuando sucede continuamente en evidencia a diario y en toda hora. Hacerlo, requeriría pensar en la antifragilidad propuesta por el analista financiero Nassim Nicholas Taleb[12], es decir aquel estado dispuesto al infortunio que deviene de él desplazado, no aniquilado. Desplazamiento que intenta pensar y reconsiderar la discapacidad de nuevo situable en distanciamiento sobre un horizonte no comprobado ni eternamente comprobable en-falla, sino situarle sobre y desde el distanciamiento que requieren y ofrecen aquellos horizontes de expectativa que logra conjurar la escritura literaria. Poder hacerlo o incluso apenas imaginarlo, potencia la condición dis-capaz en el pleno ejercer de su estancia semántica conjunta. Desplazar así la imagen de ese ‘mal’ que nos ha llegado, hacia (y no sólo como indefenso anhelo melancólica como un regreso a) un lugar espaciado y espaciable, permite revertir la temida certeza de su continua llegada en un espacio de posibilidad suspendido aun y antes de que su figura devenga visible en el horizonte. Es sostener lo impuesto como un imaginario en distancia, situable en una estancia de alejamiento suficiente, aun si contigua, para que sea nuestra mirada, pensamiento y condición des-discapacitada la que decida y disponga su distanciamiento en horizonte y desde aquí poder verla-ver en su allí.[13] Hacerlo, recupera y ofrece al cuerpo dis-capacitado, una forma de resituar y distinguir todavía, su ser morada antes, durante y después de las muchas e incuestionables imposiciones de ese arribante que ha llegado violentando por principio el germen de nuestra propia relación, no sólo hacia nuestro interior, sino sobre el ejercer de nuestra relación con la figura del horizonte, devolviéndole algo de su potencia metafórica y esperanzada en el solo ejercicio del recuerdo de esa anticipación viva que, frente a la incertidumbre de un futuro, despierta y mantiene dispuesto al cuerpo de potencia inagotable como presente hospitalario. De ello depende que la condición de lo que al cuerpo ha llegado sin aviso ni tregua, pueda ser desplazada más allá de la desconfianza que suele acompañar la silueta en-cercanía del extranjero.

El riesgo de no intentar este hacer de la discapacidad distanciamiento tendido en horizonte –riesgo enunciado de varias maneras y estados de decantación por Nancy el L’intrus, comporta en secuela una batalla desigual y, como suelen ser las guerras, incoherente, infructífera y dolorosa; incluso, fatal. Si bien Nancy hablaba de su propia vivencia en lucha de coexistencia con el intruso que en todos niveles de lectura (fisiológico, filosófico, teórico, metafísico) traía consigo un corazón trasplantado al cuerpo-anfitrión; no tardaría mucho tiempo en darse cuenta de que con ese injerto, la condición de relación de hospitalidad brindable por el resto del cuerpo que era se había revertido, dejando así sin fuerzas y sin plena conciencia de ello, el lugar del anfitrión al que debiera haber sido tratado como huésped; convirtiendo en intruso, no ya a ese órgano latiendo de origen desconocido, sino al resto del cuerpo propio, como si desalmado, deshabitado y sin rostro o credenciales orgánicas de contundencia. Es por ello que ese insuperable ensayo de teorización íntimista escrito por Jean-Luc Nancy devela con devastadora lucidez el desgranar del proceso que de golpe y lentamente puede (e inclemente lo hace) ir convirtiendo al propio cuerpo en el extranjero de sí mismo.


¿Es posible, entonces, la hospitalidad como ejercer de la discapacidad?

Hace varios años me encontré inesperadamente con la obra de Jens Kull (artista suizo radicado en México) quien exhibía por primera vez en la Galería de Arte Mexicano. La obra entonces mostrada, en su mayoría discretos e inquietantes videos en pequeño formato, se arraigó en mi memoria sin hacer mucho ruido ni alarde de conciencia. Años después, seleccionando la obra para una exposición que habría de curar bajo el título des(c)ierto sentido (Centro Nacional de las Artes, 2011), volvieron a mi memoria sus videos y fue así como retomé los caminos que desde entonces había seguido el trabajo de Kull. Entre su obra elegí una video-instalación que incluí en aquella muestra y que, de nuevo, ahora y aquí, vuelve a la superficie de mis recuerdos con la certeza de que su registro en mi interior se mantenía aun esperando este otro momento de ser expuesto.

La obra Presente imperfecto (Vergangene gegenwart) 2006, es una instalación de video para 6 canales cuya estructura dispone en círculo un grupo de pedestales delgados de altura cercana a los 130 cm sosteniendo pantallas de video en pequeño formato sugiriendo con su emplazar estar ofreciendo ‘algo’ a la vista del espectador; su atinada disposición cercana al cuerpo expectante e inclinada en ligera pendiente para salvar los brillos de las luces entorno y llegar directo a los ojos, llaman al cuerpo en una petición de cercana intimidad.

Sin embargo, lo que sucede cuando el espectador se acerca a ver alguna de esas pantallas, aparece en ella su espalda siendo filmada. Confundido, el espectador suele dirigirse a la siguiente pantalla con la extraña ilusión de ver, otra imagen, o al menos (si habría de mantenerse la autorreferencialidad dirigida por el artista) ver su rostro proyectado en alguna de las pantallas; pero en el siguiente monitor vuelve a suceder lo mismo: la espalda del espectador se muestra como sujeto y motivo central de la toma.

Más o menos tiempo pasaba hasta que el espectador daba cuenta de que ahí dentro de ese inofensivo círculo de pequeñas pantallas se estaba inmerso en un circuito cerrado de imágenes digitales alimentado por pequeñas cámaras colocadas debajo de cada pantalla. De tal manera que ahí dentro una cámara siempre filma ‘de espaldas’ al espectador y, en contrapunto, la pantalla contraria a la cámara que le filma se activa recibiendo esa imagen dada, cuyo don imprevisto, hace acontecer en potencia y exponencia el sentido del dar. [Por ello el título de la obra en concreción del modo verbal del tiempo que dicta el presente imperfecto.] Así, con el redireccionamiento preciso del cableado, cada vez que el espectador se acercaba a una de las pantallas, aquella que por colocación estaba situada enfrente o ‘detrás’ del cuerpo de quien buscara su imagen dentro del radio que configuraba la obra, proyectaba por vista su espalda filmada en tiempo sucediendo por una minúscula cámara que pasa casi desapercibida.

La experiencia que este sencillo ‘trucaje’ electrónico/digital permitía –la posibilidad de verse dar la espalda– pudiera parecer banal. Sin embargo, con un poco de paciencia y reiteración del gesto, resultaba evidente que no sólo se estaba uno viendo de espaldas, sino que de manera literal y efectivamente corporal, lo que sucede con cada movimiento del cuerpo insistente en busca de una nueva imagen es que en esa obra, reiteradamente, uno se da la espalda a sí mismo.

Una y otra y otra vez sucede entre el espectador y la obra esta extraña entrega del cuerpo suyo, desconocido; impidiendo el rostro como imagen esperable, dando en cambio al cuerpo la espalda, su espalda. Por sencillo que fuera el mecanismo y poco el tiempo requerido para anticipar su devenir, lo que hace acontecer la obra de Jens Kull es una confesión de existencia profundamente silenciada: nuestra imposibilidad de vernos dándonos la espalda (sabiendo dentro que, con mucho mayor frecuencia de la que nos gustaría admitir, lo hacemos). Condición en enunciación evidenciada que refiere no sólo a la imposibilidad anatómica de hacerlo, sino a la condición en reconocimiento de una discapacidad esencial y extendida (aun si pocas veces asumida y cuestionada). Pues pensarse a sí dándose la espalda implica reconocer que se carece de o se ha decidido cancelar el impulso mismo que daría lugar a la hospitalidad primera; esa hospitalidad que resulta con frecuencia, última en consideración y en acción, o incluso, perennemente negada; esa hospitalidad del ser hacia sí mismo sobre la que han venido rondando estas letras.

Al evidenciar la innegable condición de causa y efecto en que deviene el direccionamiento de nuestra mirada y atención cuando se destina fuera de sí, el cuerpo filmado y proyectado en Presente imperfecto, aparentemente obligaba por decisión a la desatención de su propia estancia. Afirmación en descuido de su propia espalda, como si para ver más allá de sí, ponerse en riesgo supusiera ser una condición incuestionable. Sin embargo, lo que termina haciendo el cuerpo que interactúa con el Presente imperfecto de Kull es ‘cuidarse las espaldas’ (como suele decirse en una extraña pluralización corpórea que en otro momento habrá de atenderse con mayor cuidado); haciendo de la llegada imprevista de su propio ser retenido del impulso por restar a distancia, condición entregada en prenda; como si le hubiera sido entregado el más valioso presente: aquello de sí que aun cuando le soporta y sostiene erguido, por entero desconoce.

Pensar el Presente imperfecto como un estado de atención ciclado en salvaguarda de lo que suele darse por entregado o por perdido –la propia espalda– permite constatar que, a pesar de nuestros más insistentes empeños por escapar de nuestro cuerpo en o sin imagen, resulta imposible ignorar la doble función que se juega sobre ese horizonte propio que solemos ignorar, si tan solo por no poder vernos la espalda como flanco a resguardo de indiferencia, en cuya disposición portamos la causa y condición de nuestra (im)posibilidad de darnos en hospitalidad. Lo que esa obra obliga y otorga: vernos venir dándonos la espalda –llamando en cuerpo y en voz al sentido del dar derridiano[14]– acude en resonancia con los temas que originariamente nos convocaron. De tal caso que, si la ‘normalidad’ supone no vernos jamás desde o por la espalda, sino recibirnos y recibir al otro en la afabilidad de la mirada, la voz y al alcance de la mano; darnos la espalda se anuncia como un gesto aun desatendido en el que, a pesar de todo (tiempo, condición, diagnosis) puede radicar el germen que nos ayude a re-conocer (en el sentido del dar lugar a) la discapacidad y su reverso.

Creyendo que es posible dar la espalda –no para ignorar, silenciar o enceguecer el reconocimiento de nuestra propia condición en discapacidad– sino para sostener en hombros (como entre comillas) las distancias que su inscripción –como si en presente imperfecto– nos obligaría a tender. Reconocer el portar y el portal que supone una espalda dada es renunciar a la extranjería que injertan en el cuerpo los efectos y temporalidades expuestas que trae consigo (trae a sí, cargado a la espalda) la discapacidad.

“Tener una espalda significa dominar las circunstancias, estar de pie ante los acontecimientos que constituyen una vida. El extranjero es aquel, o aquella, que ya no tiene espalda, que encaja la humillación, la destitución, es quien se ha vencido, casi a ras de tierra, sin recursos y sin defensa. La tristeza en suma.” [15] (Sos)tener una espalda que a pesar de la discapacidad resiste y en su ser residual se entrega sin recursos y sin defensa, como gesto absuelto de tiempo acumulado en ese irrefrenable ver venir del daño, será lo que logre recorrer, llevar consigo, el impulso de protección en sobrevivencia como ser en distanciamiento hacia el dar incondicionado de la hospitalidad iniciando y destinado al cuerpo consigo.

Quizá, solo así será que la extranjera que soy cuando por dolor me destino de espaldas incapaz y vencida al destierro que entonces permito nombrarme por oposición como un estar a distancia, pueda en cambio asestar la invisible violencia de su llegada como recibimiento radical de la discapacidad. Será ésta la manera en la que pueda uno hacerse con la espalda un rostro que llame al tiempo en distanciamiento de su condición, un horizonte de expectativa, suficientemente lejos –y ya para siempre sin resistencia cerca– para verse-venir en daño y aun así y por ello, recibirse sin fallo (es decir, sin juicio) y sin falla.




[1] Derrida, Jacques. Cartas sobre un ciego.” Punctum caecum” en Derrida, Jacques /Fathy, Safaa, Rodar las palabras. Al borde de un filme. p 63.
[2] Adorno, Theodor. “Signos de puntuación” en Notas sobre literatura (1974).
[3] Tomo prestada esta figura en condición de acontecer formulada por Jean-Luc Nancy en L’intrus al referirse al estar suspendido en recurrencia del cuerpo injerto en el cuerpo.
[4] En un breve y elocuente artículo de divulgación el Dr. José Ignacio de Arana señala lo siguiente: “Los médicos le sacamos mucho partido a este prefijo griego que significa ‘mal’. No menos de un centenar de entradas se pueden encontrar en cualquier diccionario médico al uso con ese comienzo seguido de palabras que aluden a funciones o mecanismos orgánicos, fisiológicos y hasta bioquímicos que serán los que tienen alterada su actividad.” http://medicablogs.diariomedico.com
[5] disnea: dificultad para respirar; dislexia: dificultad en el aprendizaje de la lectura, la escritura o el cálculo frecuentemente asociada con trastornos de coordinación motora y de atención, pero no de la inteligencia || incapacidad parcial o total para comprender lo que se lee causada por una lesión cerebral; disfasia: anomalía en el lenguaje causada por una lesión cerebral; displasia: anomalía en el desarrollo de un órgano; discrasia: estado de extrema desnutrición; disosmia: dificultad en la percepción de los olores; dismnesia: debilidad de la memoria.
[6] Refiriendo a esa restancia derridiana (restance) como aquello que se mantiene, se sostiene, soporta, sobrevive; y no, como aquello que meramente resta en residuo tendido, inerme, en resto.
[7] Canguilhem, Georges. On the Normal and the Pathological. (1966)
[8] Derrida, Jacques. ‘A corazón abierto’ en ¡Palabra! Instantáneas filosóficas. p 40.
[9] Derrida, Jacques. Decir el acontecimiento ¿es posible? pp. 94-95.
[10] Queriendo con esta construcción sintáctica aludir no sólo a la reconocida novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, con cuya trama compartiría esa sentencia prevista pero imposible de hacerse en cuerpo hospitalario para; también anuncia la cronicidad, en tanto perpetuidad temporal, de la condición en discapacidad sobre la que estas palabras se elaboran: aquella discapacidad que hospeda el dolor crónico. Elaboración sobre la discapacidad que resulta sin duda extensible a otra varias condiciones pos-operatorias o pos-críticas (digamos para enunciar aquellas secuelas que devienen de un proceso crítico de enfermedad o tratamiento de) que usualmente le son enunciadas al paciente como posibilidades a corto, mediano o largo plazo antes o durante la intervención o la duración del periodo más agresivo del mal que ha llegado.
[11] Porque aun no encuentro un escrito que logre paralelar o acaso aproximarse a la potencia reflexiva que logra convocar y comportar el cuerpo en palabras de Jean-Luc Nancy durante la narración en interrogación crítica de su propia condición corporal y metafísica desde el aviso del transplante de corazón que sobrellevó su cuerpo en secuelas hasta el cáncer que terminó su vida. (Nancy, Jean-Luc. L’intrus. París: Éditions Galilée. 2000.)
[12] Taleb, Nassim Nicholas. Antifragile: Things that gain from disorder. 2012.
[13] Recordemos el lúcido ensayo sobre la miopía y sus discapacidades escrito por Hélèn Cixous cuando y antes de conseguir el verlo todo de la mirada ya no discapacitada, se pregunta ¿ver de cerca es ver?. Esta pregunta la he tenido conmigo desde su primer lectura años atrás, queriendo finalmente responderla: ver de cerca no es ver, es otra cosa, es respirar consigo o sobre aquello que de tan cerca en realidad no vemos, sino tocamos. Derrida, J. / Cixous, H. Velos, 2001. (1998)
[14] Para llamar al dar que irrumpe y desgarra la trama, que perturba el orden en un acontecer de entrega incondicional y por entero expuesto. “El don, como acontecimiento, debe seguir siendo imprevisible, pero seguir siéndolo sin (res)guardarse. Derrida, Jacques. Dar el tiempo. La moneda falsa. pp. 122-123.
[15] Recordemos que, como lo señalara la poeta-cineasta Safaa Fathy, para la cultura árabe, egipcia en particular, se dice de aquel que viene de fuera –el extranjero, el desterrado, el intruso, el clandestino que es ese– cuya existencia carece de espalda. Derrida/Fathy. Op.cit. Rodar las palabras. p 25.