Continuar, hasta que el lugar se haga improbable.
Georges
Perec
TERRITORIO
Quien conoce el agreste y majestuoso
camino que hace la entrada a Mexicali (BC, MX), sabe que la vista que intenta apresar el
valle donde se extiende la llamada Laguna Salada y el Cerro ‘El Centinela’, irremediablemente
fracasa. La mirada, como el cuerpo, se presentan tan incapaces como ineficientes
para reconfigurar ese equívoco horizonte como continuidad.
Será por el abrumador contraste entre
volúmenes que viene de La Rumorosa —ese desolado e inclemente universo de piedras
gigantes que conforma, sopesa e interroga la distancia física y simbólica entre
las dos fronteras: Tijuana/San Ysidro y Mexicali/Caléxico. Pues hay que saber
que lo que hace una región fronteriza, además de amedrentar y seducir, es
interrogar. Recorrerla en calidad migrante (legal o ilegal) incita a que uno se
enfrente con una serie de preguntas para las que muchas veces no conseguirá
dibujarse (tampoco) el contorno de una posible respuesta.
Es entonces cuando se hace obligado
repensar las preguntas y su pertinencia si se quiere sobrevivir. Preguntarse
por lo que se sabe para enfrentarlo a lo que se ve; preguntarse por lo que se
ve para desmentir lo que parece; preguntarse, especialmente, qué es lo que uno
hace ahí, de pie, casi paralizado –aún si plenamente conciente de que en
descampado, en una frontera, nunca debe quedarse el cuerpo de pie, casi
paralizado y completamente expuesto, como si velando… apenas El Centinela.
A pesar de las inhóspitas historias y sus
evidencias, Alejandro J. Carbonel, joven artista peruano de reciente estancia
en residencia en la región fronteriza bajacaliforniana, debe haberse mantenido
un buen rato escuchando el silencio de pie frente al cerro. Queriendo extraer
del enmudecido paisaje éstas y otras preguntas que siguen el rastro
invisibilizado de tantos que han intentado atravesar por esta ruta la
traicionera frontera que distancia intangible ‘el otro lado’. Ese horizonte
imaginado y supuesto, más o menos cercano, que como suele suceder con los
verdaderos peligros, no se ve, ni se escucha; acaso, si se tiene la suerte, se
presiente. Se habrá quedado ahí esperando escuchar algo más allá de lo visible,
sopesando el peso de los silencios, propios y externos.
La obra que el artista derivó de este
enfrentamiento entre las dimensiones y posibilidades del cuerpo en un contexto
determinado por el carácter extrusivo de su mortal y silenciosa expansividad,
alimenta en el deconstruir de sus cualidades representativas, algunas de las
preguntas fundamentales que permean y penetran a aquellos cuerpos enfrentados,
por decisión o por destino, a explorar la porosidad sonora y/o audible de sus
propias fronteras. Porosidad sonora, porque sabemos que cuando expuesto, el
cuerpo que emite las vibraciones de su estancia, paso o resguardo; lo hace con
o sin conciencia de ello, exponiendo su intento enmudecido para ser ‘capturado’
—sea en auxilio si se manifiesta por voluntad; sea por equivocación si en su
lugar apresa el riesgo, el daño e incluso la muerte. Audible, cuando es la
propia porosidad al llamado interior la que intenta escucharse para saber cómo,
cuando y por dónde moverse. Es un sentido éste, el del cuerpo que aprende a
escucharse a sí mismo, el que se va descubriendo dentro cuando se anda
atravesando territorios, sean o no fronteras; aún cuando sin duda, es el
inhospitalario entorno fronterizo, una de las condiciones/entorno que exacerba esta
potencia audible cuya capacidad suele ignorar el cuerpo.
Explorando otro orden de fronteras, aún
si íntimamente relacionadas con esta urgencia por expandir el cuerpo en su
condición y potencia escucha, John Cage aprendió a escucharse-dentro al acceder
a una cámara anecoica en Harvard University en 1951. En diversos escritos y
entrevistas a lo largo de su carrera, el músico señalaría que fue ahí dentro
cuando entendió y experimentó los timbres del silencio y, añado, su inevitable
porosidad. Pues tal como entonces escuchó el silencio en tanto aislamiento
exterior, no fue éste sino un silencio poroso, poblado de los sonidos
interiores que nuestro organismo genera constantemente, independiente de
nuestra disposición y sin que, la mayor parte del tiempo les prestemos
atención. Cage recordaría ese momento como un parteaguas en su historia
personal y estética al haber podido aprehender el cuerpo propio en tanto
sonoridad-ignorada, escucha cotidianamente pospuesta. Dentro de la cámara y su
impuesta nada sonora, escuchar-en-vacío el palpitar de la circulación, el agudo
funcionamiento del sistema nervioso y los acompasados ritmos de la respiración
constituyeron en él un don inesperado (como ha de ser el don para existir a decir de Derrida) siempre dependiente
y partícipe del azar, imposible de ser planeado y/o esperado. Imprevisible en
su entrega, dentro de esa cámara anecoica, Cage recibió el don de la escucha
que le develó el cuerpo como caja de resonancia. Habiendo logrado escuchar el dar del sonido dentro de sí, le fue
entonces posible re-situar el sentido de la escucha como disposición cuando
tendida desde la profunda conciencia receptiva interior hacia el exterior.
Sabemos bien que a partir de esta
experiencia de poroso silenciar, el músico derivaría la creación de su obra 4’33’’, comprobando con ella otra suerte
de porosidad —esta vez audible— al invocar el silencio de una partitura en tres
movimientos dispuestos al piano ante un público expectante convocado en una
sala de conciertos. En el acontecer de esta primera interpretación musical
silente, Cage había
decidido entregar su aparente nada en
el dar imprevisto del tiempo (de nuevo con Derrida) como obra al otro.
Entregando al público escucha no sólo el silencio en torno sino el espacio temporal para hacer audible el
acontecer del silencio interior —confirma en la experiencia particular y
conjunta que esos ‘estados del silencio’ existen y nos aparecen reconocibles
sólo cuando la atención está dispuesta hacia todos aquellos sonidos ‘menores’
que les habitan, libres de intención y aconteciendo por azar.
Entendidos pues de la condición porosa
del silencio sobre la que andaremos en este ensayo, sigamos entre la escucha y
la mirada de dos artistas —el músico estadounidense John Cage y el artista
peruano Alejandro J. Carbonel— cuya obra posiblemente no habría de compartir un
espacio fuera de éste, pero que como veremos, sí comparten una condición
atendida del silencio, porosidad y urgente necesidad de un cuerpo cuando, para
sobrevivir, ha de lograr reconocerse en ella.
Al hablar de la porosidad sonora|audible ha
de pensársele en una amplitud espacial, contextual y experiencial, tan amplia
como nuestros intereses alcancen; desde el latir angustioso de un corazón
migrante que recorre enmudecido los linderos de su ser en riesgo, hasta el delicado
rumor del paso de las hojas de una partitura blanca entre los dedos de un
músico que permite en su espera el acontecer de un tiempo mudo que marca sin
huellas su interpretación.
Siguiendo pues los tenores de amplitud de
nuestra propia habilidad porosa para hacernos cuerpos-escucha, andemos entre
espacialidades para entender las relaciones entre dos artistas de obra distante
cuya sonora porosidad enriquecerá los juegos de penetrabilidad entre materias y
vacíos al condensar nuestra lectura en el cuerpo de sus obras.
Para hacerlo, hemos de vencer nuestros
propios miedos y preconcepciones al recorrer del espacio; permitámonos
recordar, extrudir, decantar y reinventar nuestra propia habilidad y
disposición perceptiva desde lugares y memorias tan variados, distantes o
aparentemente ajenos como nos sea preciso, haciendo de nuestra necesidad,
territorio poblado de referentes múltiples cuya sonoridad pervive de una
temporalidad acorde al resto; concientes, a decir del propio Cage, que nuestro
derecho a recorrer este y cualquier otro espacio supone de origen, una fecunda
condición injerta de terminaciones y reinicios que suele menospreciarse: la
posibilidad misma de la simultaneidad.
En un pequeño libro de título
especialmente sonoro: Un extranjero con,
bajo el brazo, un libro de pequeño formato, el pensador franco-egipcio
Edmond Jabès, acertaba en entender con claridad y sencillez los perfiles de un
estado dispuesto: “porque escuchar exige, a cambio, el abandono de uno mismo”. Condición
rigurosamente ignorada en la historia de la humanidad, cuando y si acaso se
habla de la escucha como un acto en disposición conciente, se le aduce como consecuencia
obligada del silencio, cual si uno fuera necesariamente complemento o
consecuencia del otro. Siendo que lejos está la realidad y nuestra disposición
ordinaria por encontrar el enlazamiento de continuidad (des)interesada en
disposición de la mirada entre uno y otro, si no parte de un estado radical de
urgencia vital. Así, equívoca y reiteradamente es abandonado, no sólo aquel o
aquello que pide ser escuchado, sino el estado mismo en disposición interna que
potenciaría tal abandono interior en entrega al encuentro exterior.
Resulta entonces consecuente pensar que
desde ese lugar tan efímero como defendido que funda en la crudeza de su
esencia el aparente urgir en defensa de una frontera —sea entre países por
territorio, como sobre la superficie que en su estancia más residual contiene al
cuerpo como reserva de protección y resguardo— podremos acercarnos a escuchar las
condiciones de pensamiento esenciales que nos permitirán habitar no sólo los
estados de encuentro en la obra que Alejandro J. Carbonel tendió ante el cerro El Centinela, sino mantenernos cerca del
pensamiento del músico cuya escucha en inminencia habi(li)ta este encuentro
académico: John Cage.
Hacerlo, asumirnos en condición de porosidad nos permitirá recordar,
repensar y por lo tanto re-conocer que su figuración sonora|audible está dispuesta
ante todo desde la escucha del silencio y el reconocimiento del espacio como ejercicio
de visibilidad sobre el vacío. Porosidad tendida-en-escucha
que nos dispondrá y desterrará más allá del (in)estable (por imposible) asir de
nuestros límites entre territorios (físicos o íntimos) y pedimentos estético-filosóficos
disciplinares, estáticos y usualmente infértiles.
Para ver
—como me interesa que escuchemos la
obra de ese joven artista que en esta ocasión comparto con ustedes— hemos de
dibujar en palabras su obra, rodeándola, para confirmar que es posible re-aprender
desde el pensamiento ejecutado en la emancipación de sus fronteras físicas y epistémicos
—siguiendo a Cage; una forma otra de entender
aquellos escenarios que de tanta visibilidad no se sabe escuchar (entonces y
ahora). Situando en este momento y lugar la comprensión del estatuto físico,
ideológico y anímico de la frontera como un intento por cancelar y renunciar a
un estado en disposición vital esencial: llamémosle así ‘porosidad’ a aquella
condición de activa rendición contra la que se funda toda imposición de
frontera. Y recuperemos entonces —de nuevo gracias a Cage— la habilidad
sonora|audible que es (aún) posible no sólo reconocer sino activamente encarnar
frente a aquellos escenarios ajenos y consignadamente adversos ante los que un
joven peruano se interrogó sobre el (des)hacer de la trama de esa vulnerable, atacada
y ciertamente accidentada porosidad que al cuerpo le permite no sólo escucharse
sino respirar en entrega de existencia, duración e intercambio con su entorno.
Accidentada porosidad que silenciosamente fecunda las fronteras y alimenta el
‘necesario riesgo’ de su figura (política) y extensión (geográfica) por aquella
tan temida y siempre latente posibilidad de infiltración.
Seguro de sus formas de concebir la
creación musical en destitución de la estructura, la tonalidad, el método y la
notación convencionales, Cage postulaba el azar como ejercicio de integración
vital en la composición y la interpretación, llegando a describir sus obras como
un “gigantesco repertorio de accidentes posibles”. Recordemos
que desde sus primeros encuentros con el pensamiento oriental en los años 50’s,
Cage adoptaría la consulta del I Ching
(Libro de las mutaciones) como parte
esencial e incuestionada de su estructura creativa. A su vez, influenciado por
el pensamiento budista zen o chan, Cage
asumía el fluir del mundo y la existencia de las cosas al devenir de una suerte
de vacío primordial, fundacional. Ese vacío zen para Cage era empatable con su
reiterado interés por experimentar el silencio, sugiero, como una infinita caja
de resonancia en la que habitan todos los sonidos (audibles o no) pero sí y siempre
dados a la porosidad dispuesta de un
ser-escucha.
Siguiendo el pensamiento del ingeniero e inventor
Buckminster Fuller cuyas teorías también influenciaron profundamente a Cage, rescatemos
su concepción del mundo como una serie de esferas entre las cuales habita ese vacío y de cuya (in)existencia dependen. Derivando
de esta figura, el vacío para Cage era comprensible como un ‘espacio necesario’ que tendemos a
olvidar —a pesar de que, no solamente gracias a su existencia logramos
configurarnos un entorno habitable, sino que gracias a él existe en nuestro
cuerpo esa función indispensable para la comprensividad fenomenológica de este
ensayo: la disposición audible.
Contrario a la atención y tiempo que
debiera merecernos, este ‘espacio necesario’ de acuerdo a Cage es un espacio que
“saltamos por encima, con el fin de establecer nuestras relaciones y conexiones”;
[…ignorándole] “creemos poder deslizarnos, sin solución de continuidad, de un
sonido a otro, de un pensamiento a otro.” Cuando
en realidad, afirmaba el músico, en nuestra decidida ignorancia del vacío no
sólo no logramos deslizarnos sobre él, sino que a él caemos inadvertidos. Confirmándonos
también incapaces de reconocer como estancias en potencia y disposición de
habitabilidad, aquellos instantes que atravesamos cuando hacemos por salvar los
entre-espacios que tanto nos afanamos
por anular para configurar, en cambio, conexiones o vínculos ‘comprobables’, más
visibles, tangibles, sonoros. Conexiones que, suponemos, lograrán revertir (o
al menos disimular) el peligro de caer en esa ‘nada’ que por temerosas
convenciones solemos relacionar de manera negativa con el vacío, la
infertilidad, el silencio, la soledad, e incluso la muerte.
Será precisamente el tiempo
perceptivo dispuesto a dar lugar al vacío
denostable o ignorado en la estancia presente —condición necesaria para
reaccionar en reconocimiento del espacio entre
‘esferas’ que habitara el imaginario de Cage, siguiendo a Fuller— lo que la
obra El Centinela I de Alejandro J.
Carbonel logre hacer confluir con desvelada conciencia. Para intentar comprender
esta afirmación desde los entre-espacios
de su acontecer, sea preciso recorrer los tiempos de silenciosa visualidad-en-vaciamiento
que contiene cada una de las escenas que componen el tríptico. Hacerlo —permitirnos
habitar estas temporalidades (in)determinadas que configura la pieza dispuesta
en tres variaciones sobre un mismo tema o paisaje— hará posible escuchar aquello
que Cage tanto incitara en obra y en palabra: atender con ‘nobleza’ la
existencia de cada registro sonoro o visual, tanto como hemos de saber
reconocer y afirmar el acontecer en(de) su ausencia.
En la primera imagen del tríptico que
condensa y distiende la condición-en-frontera de la obra El Centinela I, Carbonel
destina su ‘entrada’ sobre el territorio capturado en una fotografía blanco y
negro; imagen de un paisaje que parecería inocuo, a no ser por estar
inclementemente perforado, exponiendo en extracción una gran masa que antes
debiera haber habitado el paisaje; ahora en su sitio se nos muestra solamente un
vacío. El irreversible ahuecamiento que (des)hace la imagen, parece sin embargo
advertirnos sobre el riesgo de un destino revertido en un terreno sobre el que
la mirada, como el cuerpo, no logrará asirse sino de lo que no está. El espacio
negativo que funda su ausencia sobre el valle que anticipa la fundación de
Mexicali se impone por horadación en la imagen. Figura sin masa que, derivamos,
responde al espacio que originariamente, en territorio y en imagen, ocuparía El
Centinela.
Sucede entonces que al primer recuadro
del tríptico ese macizo montañoso que da título a la obra y perfil al
descampado, aparece de primera intención vaciado de sí. El cuerpo que señala su
ser-testigo de la historia del desértico terreno que anticipa la frontera no ha
sido borrado ni intervenido, tampoco suplantado; sino simplemente extraído, desamparando
su entorno como un paisaje residual.
La fuerza que anima el gesto-en-extracción
comporta el rigor de la inclemencia que sólo podría contener el más profundo silencio;
en su vacío, se evidencia la porosidad de aquello que, sobre lo violentado, aún
se mantiene. Con esta primera imagen el artista funda como condición extrañamente
comprobable ese entre-espacio del que
hablaba Cage, un vacío —en tanto silenciamiento físico pero también simbólico—
cuya línea seguirán por contorno las razones de su permanente reaparición en
las imágenes que a un lado le acompañan. Vacío que en ellas sucederá en restancia (en restance), siguiendo a
Derrida, para nombrar aquello que resiste aún después de la devastación del
resto; restancia como condición que
afirma la sobrevivencia y en ello la posibilidad de permanecer.
En apariencia desauratizando el contexto
del que recorta el cerro y que resta en restancia
como imagen, Carbonel asigna al territorio de tránsito migrante una especie de
ciega certeza-por-desconocimiento como germen del empeño y convicción al paso asumido
en condición y/o rendición de vida, de futuro; ajeno incluso y especialmente a
los obstáculos visibles o invisibles. Recordemos, siguiendo a Walter Benjamin,
que una de sus (in)definiciones del ser del ‘aura’ en la fotografía delineaba
sus difusos contornos como una “irrepetible aparición de una lejanía por
cercana que ésta pueda estar”. Contra
lo que pudiera ser no sólo aparente, sino necesario para poder hablar de aura
en esta imagen destronada, ahuecada, centrifugada, la partida del sujeto
retratado no cancela la posibilidad de convocarle, sino que, en su ser
deshabitado, reduce el registro fotográfico a la confirmación —certera en su
evidente desheredo— de aquella condenada lejanía configurada de una ‘trama muy
particular de espacio y tiempo’ que Benjamin avistaba como ejercicio de
percepción (a)temporal en la imagen. En esta obra, esa ‘cercana lejanía’,
sensiblemente perceptible y de nostálgico origen irrenunciable (incluso
ante el aparente éxito de la imagen fotográfica por fijar uno de sus instantes
como registro comprobable y duradero) se ve enfrentada de forma radical con la
extracción de aquello que, en calidad de sujeto o motivo central del paisaje,
debió originariamente fundar la toma. El vacío que en su lugar ha quedado comprueba
por ausencia la transfiguración de su sustancia en la siguiente imagen, que,
como veremos, hará por condensar en recuperación su aurática cercanía, aún si
sobre los tenores de otra forma de registro: el dibujo.
Pero restemos aún sobre esta primera
imagen para recorrer los vestigios de una presencia cancelada. Nos daremos
cuenta entonces que ese volumen-en-extrusión con el que Carbonel funda el
tríptico que nos ocupa, cancela con su desaparición la claridad de su dimensión
referencial, dejando en su lugar una especie de espectro reflejado ‘antes’ o ‘debajo’ del
vacío. Lo que pareciera ser un cuerpo montañoso menor oscurecido, se muestra
todavía, aún cuando ya sin referente para relacionarle, como una sombra tendida
del voluminoso cuerpo superior cuya marca-en-vacío (des)configura de inverosimilitud
la escena y nos orilla a intentar esos saltos entre ‘esferas’ de los que
hablábamos entre Fuller y Cage.
Es entonces cuando se devela que esa ‘cercana
lejanía’ aurática benjaminiana asume una extraña forma de plenitud en su
espectral potencia. Imprevisiblemente incapacitados para resolver visualmente
la distancia entre la estancia y la restancia
de los cuerpos fotografiados, el espectador se encuentra de pronto perdido entre
los resabios tonales de la imagen. Se ha revertido la asumida relación visual
figura/fondo, pasmando la percepción diferencial entre lo que acerca y aleja la
mirada que configura y resguarda los tenores del cuerpo de un paisaje. Centrifugada
la (des)estancia de un cuerpo hacia la indefinible densidad residual del otro, la
escena del violentado valle convierte su irreductibilidad compositiva en un juego
dialógico de accidentes topográficos monocordes cuya sonoridad resuena en
paralelo desde el más remoto extremo de su disparidad. Porque resulta que lo
que visualmente, físicamente, en la imagen ‘no está’, acontece en la mirada con
el mismo grado y temporalidad de potencia que lo que de porosa densidad resta. Imposible
afirmar entonces, como se predijo, la desauratización por ausencia;
permaneciendo suspendida en torno al disponer del vacío y sus efectos —donde el
vacío ha fundado un sistema de resistencia por co-fragilidad que mantiene en
tensión el espacio visible y el cuerpo sustraído.
Desde el enmudecimiento que impone a la
imagen ese hueco por desprendimiento que des-perfilada la singulariza, la
mirada se obliga a comprobar el vacío de blanca planimetría que comporta el
registro del gran cuerpo ausente. Perdida la posibilidad de calcular con
certeza la distancia y formas del recorrido que en otro caso activaría en su
entorno, la imagen se abisma entonces hacia un aura de origen impreciso, ilocalizable,
y sin embargo retenida, como si contenida en una suerte de cámara anecoica vuelta
sobre sí misma. Recordemos que las cámaras anecoicas —usualmente entendidas
como supresoras del sonido fuera del resguardo de sus dimensiones— funcionan por
absorción de reverberaciones, es decir, aquellas vibraciones que hacen que el
sonido se traslade, viaje en el espacio y al hacerlo devenga audible. En esta
imagen, el cuerpo extraído parecería cancelar su propia acción reverberante y en
ello, su posibilidad aurática. Sin embargo, el entorno, preso de la memoria por
estancia inscrita en el antes de ese
cuerpo removido, permanece cargado de una reverberación que hubo ya sido
absorbida y cuya huella por contorno permanece, sobrevive al borde, en el entre-espacio que tanto le aparta como le une a su
restar en co-presencia.
Parecería que esta imagen existe en
confirmación de aquella aguerrida afirmación de Cage a mediados del siglo XX en
la que contundentemente declaraba: el silencio no habrá de ser ya solamente
concebido como una mera pantalla para el sonido. Al
vaciar el contenido usual de su despliegue y el orden de nuestra atención —es
decir, vaciando el aparecer completo de la forma o cuerpo ‘principal’ y la
centralidad de atención de nuestra mirada sobre ello— el recuadro fotográfico remite
nuestra atención y su tensión interna a un estado perceptivo desmarcado, desenlazado
o ‘previo’ (siguiendo la noción zen sobre el ser del vacío) que nos posibilita reconocer
la duración aurática o reverberada que permanece aún cuando se ha silenciado el
cuerpo, figura o sonido antes reinante. Recorriendo así las ‘reverberaciones de
indeterminación’ que contiene esta imagen (empatables con el tenor buscado por
John Cage en toda su obra) el espectador se encuentra a sí mismo en libertad de
observar aquellas sonoridades decantadas como prescindibles, disponiéndolo a
convivir con una visualidad, sólo en apariencia discontinua, en la que habita
el germen de la indeterminación —siguiendo el sentido de lo indeterminado en
tanto ‘salto hacia la no-linealidad’ insistente e intensamente ejecutado en las
obras de Cage.
Condición imprecisa, volátil pero extendida de continuidad que sin excepción se
hace sensible al recorrer una frontera y que el artista peruano logra condensar
como evidencia visual en su obra.
Vemos en esta primera imagen del tríptico
“El Centinela I” que el artista
recorre y recurre a diversos estados de indeterminación para plantarse en un
lugar tan incierto como el que perfora la condición migrante. Pero más allá de
los estados de indeterminación visual que conjuga esta primera imagen, sea posible
leer la enajenada extracción que inscribe la irrupción volumétrica en pulcro
ahuecamiento, como un enunciado visual seco y directo sobre la cruenta
porosidad entre fronteras que literalmente desaparece al hombre que intenta perforar
su impuesto y resguardado silencio.
Sea momento de acercar nuestra mirada a la
diferencia etimológica originaria que despliega el decir de la existencia integral
o extensiva del silencio, que Roland Barthes recuperaba en uno de sus último seminarios
impartidos en el Collège de France dentro de la cátedra de Semiología literaria.
En aquel seminario destinado a la reflexión sobre las cualidades y condiciones
de lo neutro, Barthes señaló la
distinción terminológica del silencio siguiendo la etimología de su voz latina con
la intención de recuperar las dos acepciones originarias de la palabra.
Reinscribiendo en la memoria del lenguaje el silencio de la naturaleza o silere –o como él bellamente le llama
“especie de virginidad intemporal de las cosas, antes de que nazcan o después
de que hayan desaparecido”; frente
al silencio como decisión o imposición humana —tacere. No esté
de más señalar como lo hiciera entonces Barthes, que al andar de la historia,
la enunciación en reconocimiento del silere/silencio
de la naturaleza, no sólo fue decreciendo en importancia y recurrencia de uso,
sino que el lenguaje del mundo moderno habría de olvidarla por completo. Supeditada
al habla, la palabra que habría de enunciar aquello inexplicable del silencio
originario, desaparecería del habitar cotidiano; cediendo la potencia
contemplativa y dispuesta del ser-escucha al ajustamiento por imposición del
ser que ejecuta o recibe como imposición sobre sí, el silencio.
Recuperando ahora aquella perdida
estancia en disposición de escucha del hombre ante el silencio de la
naturaleza, la imagen de Carbonel parecería convocar en el decisivo carácter de
su gesto injerto sobre la fotografía y el territorio que retrata, el recuerdo
de esta perdida precisión etimológica sustancial. Como si el hombre no sólo se
postulara incapaz de detenerse a la escucha del silencio entorno sino que, para
recordarle (no ya en su sentir por reconocimiento dentro), fuera preciso denunciar
su olvido con la altanera irrupción de un blanco vacío de consecuencias
incalculables; refrendando en una imagen lo que la historia ha convenido en
ignorar. Como si comprobando su desmemoria, el silencio del hombre confesara la
futilidad de su veracidad visible en duración capturada, asignando en su imagen el
accidente topográfico y narrativo que silencia; advirtiendo en plena conciencia
las consecuencias de su ser ignorado.
Sobre las condiciones históricas y culturales
de (im)posición e (im)posibilidad de convivencia entre el silencio, digamos, ‘perenne’
(silere), y el silencio ‘circunstancial’
(tacere), volveremos más adelante; no
sin apuntalar que, en inadvertida sintonía las intenciones de recuperación
etimológica-lingüística que ocuparon a Barthes, la ya citada partitura de la
obra 4’33’’de Cage dio lugar a la
experiencia de ambas acepciones del silencio al hacer ejecutar una como
precondición de temporalidad dispuesta
para la otra. Una más de las posibles lecturas que suman las razones por las
que es ésta una de sus obras más determinantes para el desarrollo del
pensamiento y realización estética de la creación musical y artística de la
segunda mitad del siglo XX. Antes
de seguir recorriendo el tríptico del Centinela, es importante mencionar la alegórica
lectura que el artista peruano anticipa para hablar de la desaparición del
cuerpo del cerro en este primer cuadro, en un intento por comprender y visibilizar
con qué asidua facilidad el cuerpo migrante debe consumirse como presa —esperanzada
y trágica— de estos juegos de visión, ignorancia y olvido; no de manera literal
aduciendo a los efectos alucinatorios de la insolación y deshidratación
desértica que bien se conocen, sino con la intención de desplegar (de manera no
carente de ironía y acaso con una cierta por certera crueldad), la potencia del
engaño por minimización de los peligros entre los que se envuelve y condena un
cuerpo desesperado, extremando su urgencia hasta hacer desaparecer montañas si con
ello ha de alimentar su impulso para seguir adelante un paso más. Carbonel
declara así sobre esta pieza que las ausencias impuestas y decantadas que
comportan sus imágenes responden a las formas de desaparición o visualidad comprometida
que acechan al cuerpo migrante.
CUERPO
El
trasfondo rompe su silencio
sólo cuando
hay procesos en el primer plano
que superan
su capacidad de resistencia.
P. Sloterdijk
Simplificando a la mirada del complejo
desdoble de visualidades y porosidades sonoras|audibles con que Carbonel inicia
el tendido de su obra al intento por asir la imagen del icónico sujeto
topográfico bien llamado ‘centinela’, el segundo momento del tríptico centra su
atención en las delicadas líneas de un detallado dibujo del cerro cuya imagen
en presencia comprobada, hasta ahora, nos había sido visualmente negada.
En este segundo cuadro, el artista dibuja
en carboncillo el macizo montañoso sobre un límpido papel algodonado de
equivalentes dimensiones a la fotografía que le antecede; entregándonos como
registro de presencia no ya una irreverente incisión, sino la precisa
descripción que hacen los trazos de una mano tan diestra como certera en el
recorrer recuperado de los volúmenes y texturas del cuerpo del cerro. Estudio en
grises oscuros y negros que se ancla en el vacío con la sola fuerza de su
presencia, ajeno a los detalles que, como hemos visto en la escena anterior,
conforman el entorno. Ante nuestra mirada se enuncia el silencio centenario y
pétreo del Centinela, desplantando no sólo simbólica sino físicamente esa
honrosa soledad con que se yergue un cuerpo-vigía.
A un lado de la fotografía ahuecada, de
silencio impuesta y evidenciada sobre el aura de su propia ausencia, Carbonel recupera
dibujando el antes enmudecido cerro, para postrarlo ahora exento, desprotegido
y desencajado —desvirtuando el requisito compositivo-contextual de ubicación y
distancia por relación.
Ensanchado de inmensidad y desafiando el
acecho de su natural entorno, el dibujo da lugar a la plenitud de la vibración
sonora que ha condensado sus trazos. Ese cuerpo primero fotografiado que de
origen nos fue negado, dejando por lugar el vacío para recordarnos la violencia
que encinta la imposición del tacere
sobre el silere, es ahora recuperado
como único elemento de la vista que antes fue paisaje. No se escucha ya la extensión
visible de su contexto; se ha dispersado el aura de aquella compleja y lejana
cercanía cuya ausencia paralizaba ante el blanco abismo la imagen anterior. Al
tiempo que el ojo recorre la densidad de su grafía, desaparece de la memoria el
estado impuesto sobre ese mismo cuerpo cuando censurado; se encarna ahora
frente al espectador la tranquila continuidad que incorpora por entrega el silencio
comprometido de una escucha dispuesta. El tiempo de la mirada que cuando
enfrentada al fronterizo paisaje se hizo de preguntas a las que buscó respuesta,
se resguarda en esta imagen contenida en cada uno de los trazos con que la mano
joven recuerda la agrietada y envejecida piel del cerro.
Devuelta la presencia desencajada, el
espectador afina la mirada y templa el gesto, agradeciendo el tiempo que piden
los detalles y el espacio para poder posarse sobre los pliegues en claroscuro
que suponen los registros y accidentes topográficos de aquel cuerpo pétreo y
terroso en tal disposición contemplativa que casi logra hacernos olvidar que su
figura anticipa una frontera en su violenta imposición en quiebre al equilibrio
de una misma geografía. Pero aún, suspendido en contemplación como el cerro
dibujado sobre el papel, aquel que se resguarda entre los trazos de grafito a
la estancia de observación/escucha que esta imagen condensa, comienza a
recordar el tono y cadencia del silere
y al hacerlo, recupera desde la enseñanza de Roland Barthes la urgente
trascendencia de hacernos recordar ese silencio que hace posible la condición
misma de comunión entre el cuerpo y la naturaleza; como entre la memoria de la
mano guiada por la vista posada sobre la extensión del horizonte y el recuerdo
asimilado del un dibujo que en su contención, resuena. “Golpe de afuera, clamor
del adentro, ese cuerpo sonoro, sonorizado se pone a la escucha simultánea de
un ‘sí mismo’ y un ‘mundo’ que están en resonancia de uno a otro […] con esa
escucha misma en que lo lejano resuena de muy cerca.” Es esto
mismo lo que sucede, descrito a profundidad por Jean-Luc Nancy; y en ese
encuentro silencioso de mundos sonoros evoca desde el cuerpo, ya no sólo en la
imagen, el resonar de lo ‘lejano muy cerca’ o esa ‘cercana lejanía que Benjamin
supo enseñarnos a intuir al mirar.
Relevado del contexto, carente de
distensión por pertenencia territorial, la forma extiende los instantes de
nuestra atención sobre su registro, recuperando en el cuidado y continuidad de su
trazo la blanca sonoridad del terreno cuya cima vigila. En esta segunda imagen,
el desértico entorno al que descenderían las laderas que con maestría capturan
los rasgos del Centinela, ha sido reducido a nada. Al hacerlo, Carbonel nos
confronta así con otra forma y densidad del vacío, enfrentándonos nuevamente, por
oposición, a sus efectos visibles por densidad y audibles de ausencia. Sin
embargo, al hacerlo va confesándonos también sus intenciones decantadas. Pues
bien podríamos creer que a pesar de haberse hecho de un cuerpo denso de
singularidad en sus volúmenes, ese mismo cuerpo montañoso vuelve a encontrarse enfrentado
al blanco vacío; señalando en la descontextualización de su presencia tan sólo
un territorio doblemente desahuciado. Cuando es justamente lo contrario lo que
ha sido puesto en marcha. Ceñida su representación al enmudecimiento de sus
contornos sobre el blanco del papel como superficie ecuánime de austeridad; el
cuerpo dibujado del Centinela reversa el enfrentamiento que antes soportó el
entorno violentado en el perforar de oquedad su centro.
Recordemos que en nuestros
intentos-escucha sobre la primera imagen empatamos su estrategia con el
funcionamiento de una cámara anecoica; hacerlo nos permitió entender el pasmo
aurático de la imagen al removerse el cuerpo central, sujeto de la fotografía.
Retomar la figura y funciones de la cámara anecoica al entender de esta segunda
imagen nos permitirá ahora comprender la precisión de la mirada destinada como tiempo
y detalle sobre los trazos como consecuencia de esa captura de reverberaciones.
Contenidos los trazos dentro de su propia marca y huella, el dibujo del cerro
que antes no vimos nos ofrece ahora una mirada completamente centrada sobre sí.
Como si la luz que le hace visible fuera absorbida por completo, no dejando que
nada rebote para iluminar más allá de sus propios contornos. La colocación de
este dibujo como segunda estancia en la secuencia del tríptico perfila los
intereses descriptivos, operativos, narrativos y simbólicos del artista después
de haber enfrentado el cuerpo/escucha a la violencia del silencio impuesto en
la primera imagen. Es ahora, en la temporalidad en duración confiable que
precisa la calidad del trazo y completud del cerro dibujado, que Carbonel
parece responder en paralelo y de forma integral a la experiencia de Cage
dentro de la cámara anecoica; cuando obligado a desentenderse del entorno y sus
perfiles sonoros y visuales, dispone por entero su atención a un solo cuerpo y
sus detalles, ritmos y condiciones. Así, el dibujo del Centinela dispuesto en
el vacío de un blanco impoluto, parecería existir dentro de una de estas
cámaras, dándonos a ver lo que de otra forma nos sería imposible escuchar.
De tener tiempo la mirada que migra sobre
una frontera, podría quizá sostenerse así, con calma y en detalle sobre los
cuerpos que despliegan los registros en remanso o entrega de su propia
visibilidad. Como retando este natural apareamiento contextual del tiempo en
apremio como condición de sobreviviencia, Carbonel se atreve a condensar en los
tiempos de la mano los perfiles del silere
y entrega su temporalidad por entero a la escucha de la piel del cerro —necesidad
que de otra forma alimentaría la mirada, si no supeditada a la urgencia de su
constante movilidad (si acaso lúcida para destinar con tal precisión la porosa
cualidad de sus posibilidades de tránsito). Entre los registros pausados y
respetuosos del dibujo, el artista destina a la visibilidad la fugacidad de una
oportunidad negada: si tan sólo el cuerpo obligado a re-correr estos parajes
supiera absorber en un instante de silencio y vista precisa, certera y fiel su
potencia como disposición de escucha para saber atender el origen e
intensidades de todos esos otros sonidos que construirán o demolerán su
recorrido… La temporalidad que condensa este dibujo se compone así de un tiempo
que no se tiene y que al cuerpo urge enfrentarle sin ver.
Es así que empleando recursos de
silenciación por vaciamiento en apariencia similares, las primeras dos imágenes
de El Centinela I hacen cuerpo de distintos
ordenes de porosidad, evidenciando la vitalidad que anima el poder condensar
nuestra habilidad y disponibilidad de escucha ante las distintas acepciones del
silencio cuando ejecutadas desde la indeterminación de su apariencia. Haciéndonos
dudar de nuestra propia capacidad de observación para recordar y registrar los
tonos y formas de nuestras relaciones de coexistencia con el entorno.
Resulta trascendental en este momento detenernos
para reflexionar sobre la elección del dibujo (y no la fotografía) como segundo
momento de la obra; siendo desde su estancia de condicionada ‘veracidad’ que el
artista decide destinar el tiempo de observación intensa sobre el paisaje. Tal
elección parece querer revertir el devenir de la técnica fotográfica en tanto
consignación de fiabilidad histórica. Al hacerlo, la obra de Carbonel deshabita
por partida doble la estancia cuya percepción atiende y en ello reconfigura la
lectura asumible de la imagen entre el cuerpo del vacío y el vacío del cuerpo. En
una suerte de ‘reverso histórico’, la elección que hace Carbonel sobre el orden
de las técnicas que emplea —el regreso al dibujo después de la fotografía—
configura su apuesta por la certeza figurativa y visual de esta técnica
artística primigenia (el dibujo), no como prueba de su maestría, sino como un ejercicio
de escucha que anhelara recuperar(se) en el silencio de la naturaleza.
Será entonces la mano que extiende y
retrae su fuerza sobre la punta del grafito queriendo condensar en el papel la
vista sonora empeñada en recordar los bordes del territorio, quien decida enfrentarse
al profundo silencio por imposición que dejó el gran hueco de su primera imagen
para (re)aprender a escuchar más allá de la herida, del rapto, de la huella de
lo indecible; para (re)aprender a escuchar desde una mirada hospitalaria —es
decir aquella que se confiesa imposibilitada para ver venir la llegada del daño, de lo extraño, del extranjero
(siguiendo a Derrida) y por ende, imposibilitada para aprehender la extensión
del territorio de un solo vistazo; conciente de su condición de imposibilidad
para controlar el horizonte. Esa mirada hospitalaria se entrega así desde los
reductos de sus pequeñas partes, uniendo en el tejido de sus fragmentos lo que
ve y lo que desconoce, lo que ha andado y lo que teme; reconociendo en el
dibujo la relación del trazo consigo que el cuerpo logra extender como ofrenda
de sí al territorio. El artista reconoce y representa el tiempo cuyo respetuoso
asimilar asegura en el cuidado —negada ya la captura en voracidad del instante
fotográfico— con que describe las líneas del cuerpo montañoso entre el vacío
que le da lugar como temporalidad sonora y le
permite expresar la textura de su singularidad.
FRONTERAS
La posición
aparece, por lo que vemos,
por
plegamiento sobre sí,
o por
obstinarse en permanecer en un lugar inesperado.
P. Sloterdijk
Dispuesto de nuevo sobre un fondo blanco,
el tercer y último cuadro del tríptico repite el perfil del cerro extraído en
la primera imagen y dibujado en la segunda. La reiteración de la figura
extendida sobre la horizontal, irregularmente puntiaguda entre sus bordes, nos es
por su contorno ya abiertamente reconocible —aún cuando en esta tercera
invocación, en su interior se extiende la faz de un cuerpo ajeno. Entre los
bordes reconocidos vemos una imagen fotográfica en color que retrata un territorio
descampado; vasto tendido sin-cerro que habita los contornos del cuerpo que consigo
desaparece. La indeterminada extensión de horizonte se muestra así apresada en
el replicado contorno de un cuerpo al que, apenas unos minutos antes, habíamos
(re)aprendido a escuchar.
Al ser nuevamente producto de un proceso
de extracción, la forma que el artista ha decidido entregarnos en la tercera
escena nos enlaza de manera más directa con la primera imagen que con el dibujo
que le antecede —acaso por continuar en semejanza con la textura visual de la
técnica fotográfica; quizá por la equivalencia en densidad tendida de un
entorno despojado. Lo cierto es que la reverberación visual que escuchamos
sobre los extremos del tríptico comparten en complicidad su ser impuesto como
vaciamiento. Al recorrer visualmente el tríptico, se hace evidente que ambas
estancias de temporalidad sonora hacen las fronteras exteriores de la pieza
aferrándose a sus extremos como ejecuciones de imposición silente sobre el
paisaje. (Invoquemos a Cage en su consumación de estas formas de ejecución
silente.) El cuerpo en duración dibujado que el artista decide como centro de
la composición, no hace sino corroborar la distancia (visual, técnica y
narrativa) que anima su ser silere.
Sucede entonces que a pesar de coincidir
en tamaño, disposición y condiciones sobre el fondo blanco de la hoja, poco
tiempo toma a la mirada asegurar que este tercer registro en recorte perfilado del
cerro vigilante, no resuena en el mismo tenor que el cuadro anterior. A pesar
de compartir la exactitud de los finos recortes que registran su perfil
topográfico sobre el blanco fondo, lo que vemos ahora en el espacio que ocupaba
el peso, tiempo y textura del Centinela, es sólo la forma en residuo de sus
bordes como si hubiera sido inundada por el entorno austero y un tanto anónimo
que aquí la llena.
Deshilvanando las distancias y
consistencias de un paisaje de tránsito migratorio en un estado igualmente
polarizado —es decir, tensado entre el mayor grado de atención que la mirada en
fuga es capaz de sostener y la quebradiza certeza ante la fugacidad de lo percibido
en proporción con el miedo creciente al avanzar del cuerpo cada vez más al
norte— el artista hace culminar el tríptico sobre el registro de su despliegue
escénico en el género de representación más fácilmente empatable con la
realidad: una fotografía a color en buena resolución de un paisaje que no acusa
mayores sobresaltos. Apenas para imponer sobre esta imagen de la imagen una
doble impostura, condensando sobre la conjunción apresada de los silencios
bartheanos, un tercer tenor esquivado de invocación. Es el tenor en el que los
silencios —aquel que hemos recuperado como el silencio de la naturaleza y ese otro,
el del hombre— se enfrentan sin reconocerse luchando por ocupar el tiempo de un
mismo espacio. Cuando esto sucede, ‘algo’ o ‘alguien’ irremediablemente se
pierde.
En esta tercera imagen, el seco
territorio que anticipa la capital bajacaliforniana y su estancia-en-frontera
con la población de Caléxico, CA, espera cautivo dentro de su propios límites ausentes,
la esperanza vibrada de una huella. En un exiguo intento por escapar a su temporalidad
siempre y sólo recorrida, el valle que abre camino a Mexicali se ahoga entre
los bordes del cuerpo que al migrante señala. Pues sobre la condición de esta
sobreposición visual, se confirma que una vez expuesto como contorno ante la
inclemente vastedad del territorio, ya no hay tiempo para el tiempo.
Ahuecando el paisaje en sentido inverso,
Carbonel ha desprendido la forma del cerro de la topografía que re-presenta para
vestirla de apariencia con la imagen rebotada de un falso espejo. Capturado, el
continuo territorial sin-cerro habita su huella blandiendo su nada doblemente
deshabitada. Extrudida la musculosa masa montañosa devasta el volumen mismo de
su representación entre los insignificantes colores de un paisaje sin referentes;
la presencia antes vigilante y guía del trayecto, mirada, tiempo y distancia,
deviene irremediablemente alienada, incapaz de defender su peso frente al desencajado
registro que convoca el espejismo que carga como interior expuesto.
Llegados al límite, Carbonel nos obliga a
ver de nuevo (o por primera vez) ese territorio que hasta ahora habíamos casi
por entero ignorado para preguntarnos si tan sólo, siguiendo en el gesto los
mismos bordes, logramos seguir escuchando los tenores de la montaña. El
recorrido de estas tres imágenes nos confirma que, de un instante a otro,
dentro del resabio cierto de la figura que asumíamos saber distinguir, podemos
estar igualmente perdidos en la más profunda sordera de la mirada —esa que no
sabe ya ubicar, no sólo su cuerpo en el espacio, sino el espacio dentro del cuerpo.
Una vez que el sentido simbólico de la
representación (en tanto recuperación de la imagen exterior en la memoria
interior) resta por deserción, olvidada o ignorada la perenne presencia cuyo
sólo avistamiento bastaba para recuperar la ruta, se ha perdido la condición
vital del andar, pues no se tiene ya conciencia de la duración del tiempo. Por
ello es que en esta tercera imagen de El
Centinela I encontramos como figura del cerro apenas el juego de un recorte
pueril, deshonrado, impuesto como fachada de un contexto que aunque propio,
resuena esquivo de tanta ceguera; falsamente colocado, saturado de un horizonte
que promete figuras imposibles de cumplir.
El juego visual que el artista enfrasca
en esta tercera imagen pone de manifiesto otra de las más comunes disposiciones
de entrega desde las que se arriesga el cuerpo migrante. Sugiriendo que, si en la
urgencia de creer que puede alcanzar su destino el cuerpo migrante lo requiere,
habría de encontrar en la topografía una límpida visión como falsa continuidad;
haciendo confundir el silencio impuesto de esta planimetría que se ha emplastado
en lugar de como prueba visible de accesibilidad.
Pero, ¿es que el paisaje, como la mirada,
han de terminar tan reducidos como parece? ¿Es esto lo que el artista en su
obra ha escuchado restando de pie frente al gran cerro que gobierna la Laguna
Salada? ¿Es que la hospitalidad de insistencia conquistada que nos fue
entregada en el segundo cuadro del tríptico no hizo más que detenernos en vano
y en vilo sobre la duración de un pa(i)saje de antemano perdido?
Residual y taciturno, el
cerro que ya no está, no sólo desaparece sobre el paisaje que intenta
permanecer como aparente remedo de su propia resonancia. Aún si de primera
vista pareciera confirmar la sentencia que desploma la mirada nublada de
expectativas que carga por la espalda quien se ha visto obligado a reducir su
existencia al enmudecer extranjero, el cerro, acompañante y vigía, no
desaparece sin dejar por huella su contorno. Destinando aún la posibilidad de
duración, de aceptarse la constitución de la propia historia como un entramado
de huellas
cuyo rastro impide el borramiento último e irreversible, el del contorno que
asegura no sólo la mirada presente sino el recuerdo de su retorno. Resto
discreto, quizá malentendido de insuficiencia, pero que al ejercerse en memoria
del trazo por duración aprehendido sobre un territorio —cuya vastedad se
confirma de otra forma inaprensible— ofrece todavía al cuerpo la
(in)visibilidad de su último registro en silenciosa (más no silenciada)
sonoridad.
Comprendiendo que el migrante depende
esencialmente de la confiabilidad y condiciones de visibilidad del territorio; podemos
entender que este último cuadro en el que el artista concierta el final de su
recorrido sobre el territorio fronterizo, es entregado por complicidad en
conciencia de la potencia de su condición porosa a aquel cuyo cuerpo ha de
aprender a ver-escuchando para leer los registros sonoros del paisaje que pueden
determinar el trazo de su destino. Sabiendo que, cuando enfrentado con la
intransigencia de ciertas densidades que por imposición injerta enmudecen, recordará
cómo convertir el silencio en escucha y la mirada enceguecida en paisaje
destinado.
SILENCIO
Dado que es urgente recordarnos que —aún
y especialmente en territorios cuyo recorrido se funda sobre la desaparición de
los cuerpos—
se puede convertir el gesto en trazo; el trayecto en historia; el riesgo en herida
y el presente en sobrevivencia, ha sido preciso tender la lectura de la obra El Centinela I del artista peruano
Alejandro J. Carbonel siguiendo el registro más fino de sus bordes. Sólo
entonces deviene audible su porosa visualidad como un discreto enunciado esperanzado
de hospitalidad —temporalidad y espaciamiento todavía posible— por darse y
reconocerse.
Recordándonos que, conforme más inhóspita
es la condición del entorno, aumenta en proporción la capacidad-escucha del
cuerpo que le enfrenta. Hemos visto cómo en el pasar de una a otra imagen, el
artista cimbra los perfiles del vacío entre cuyas derivas interviene la
legibilidad, comprensión y posibilidad aprehensible del paisaje y su despliegue
bidimensional dando tiempo y espacio al
silencio, como lo hiciera John Cage en su ya invocada obra 4’33’’, para evidenciar la irrupción del
silencio como estancia dialógica entre la disposición/imposición que de manera
‘experiencialmente activa’ puede fundar el encuentro entre la obra y el
escucha.
Recuperando una de las concepciones
taoistas cuya comprensibilidad entiendo entre las más alejadas a las formas del
pensamiento occidental sobre el sentido y manera de ejecución del obrar, la contundente
claridad que hace acontecer el gesto ‘inactivo’ de interpretación de la obra
silente de Cage, nos acerca a la posibilidad de entender la acción como espera
en confluencia con la existencia integral del entorno.
Está escrito en el Dao de jing: “Vacío, no queda exhausto. En movimiento, exhala sin
cesar. Las muchas palabras pronto se agotan: más vale guardar el centro.” Esa
estancia que guarda su centro en condición de observación y escucha,
silenciando los apremios de sus acciones cuando desesperadas intentan sin
descanso seguir enlazando esferas, llenando huecos, ocupando vacíos, nos remite
en la pieza de Cage a una condición similar de asimilación del entorno por la
vía del silencio y la atención pausada que confiesa como lucha y alcance la
obra de Carbonel. Hay en ellas un tenor compartido que, develando el trasfondo
de la imposición, hace evidente el ejercer de su capacidad de resistencia ante
las exigencias que apremian la existencia cotidiana. Sea en el caso del músico
como liberación de las ataduras estructurales del pasado en la historia de la
música que asume sólo para transgredir sus fronteras reconsiderando el
entendimiento mismo de sus elementos esenciales: sonido y silencio —sea en la
confesión de imposibilidad de asimilación de la extensión del territorio en el
perseguir de sus bordes, para jugar en cambio con las posibilidades de
negociación visual, física y conceptual que destinen asible el terreno en la
observación y escucha detenida de sus fragmentos— estas obras asumen el
vencimiento como entrega en prenda de su propia experiencia. [Entendiendo el
vencimiento desde la doble coyuntura significante que la palabra encinta: es
decir, para pensar en un objetivo en lucha por vencer aquello a lo que se
enfrenta; como también entendiendo la disposición vencida como estado de
comprensión dispuesto más allá de lo impuesto, restando así la fuerza de su
carga en la asimilación de nuestro lugar y sentido, no-dependiente de
condicionamientos externos de agresiva presencia o intencionalidad.]
Al comprobar la imposibilidad de
experimentar el silencio absoluto, Cage accionaba ya como estrategia vivencial
en su obra ciertos mecanismos de silenciamiento temporal y espacial específicos
en potencialización de la escucha (tanto del autor como del espectador); mismas
estrategias que más de medio siglo después el joven peruano descubriría a su
modo como única (com)posición disponible y dispuesta para entender el mudo
testimonio de (in)visibilidad migrante que su propia estancia como cuerpo ajeno
al entorno fronterizo le permitiría develar sobre los accidentes audibles y
silenciados del terreno. Acechando los presupuestos ordinarios de asimilación
visual y auditiva, ambos artistas desembalan la plenitud expansible de la
percepción en tanto apremiante irrupción al re-conocimiento del asir cotidiano.
Al obstruir y redireccionar las condiciones usuales de lectura y comprensión estética
de la obra de arte, ambas obras reconfiguran el registro de su penetrabilidad
como potencia de experiencia receptora activando estrategias directas y
esenciales que hacen resonar el tenor de sus encuentros entre sus particulares
procesos creativos a partir de la reducción, discretización, silenciamiento, extracción
y vaciamiento.
Estrategias de disposición a la escucha de
lo ignorado que emergen de un mismo gesto primario o fundacional en ambos
artistas: el trazo como condensación de la estancia de encuentro que anhelan
—para Cage, destina el tiempo en título que comporta y conlleva la obra como
único cuerpo ‘visible’ en el definir de la duración y ejecución de su
existencia silenciosa, durando el tiempo preciso de su ausencia dentro de la
partitura; en Carbonel, como silente confesión de la experiencia y temporalidad
del dibujo en tanto proceso de interiorización de los perfiles de exigencia,
riesgo y cuidado que más allá de su imagen se distienden al recorrer de un
territorio. Ambos trazos son enunciaciones de duración definidas por la
temporalidad que gestan. Estancias de encuentro que, como hemos visto, mantienen
una relación esencial e integral con las dimensiones fenomenológicas del
silencio recuperadas por Roland Barthes.
Venga bien recordar que Cage intentó
también hacer del trazo dibujado por recuperación de bordes, la manera de
registrar la presencia-ausente de cuerpos físicos. Recordemos su serie Ryoanji en la que trazaría los perfiles
de un sin fin de piedras recolectadas sobre la delicada incisión de la
punta-seca sobre el papel de algodón. Los
registros empalmados de aquellas piedras, más o menos densos por acumulación y
destino,
acontecen sugiriendo el trazo de sus cuerpos y contornos como huellas habitadas
de vacío dispuestas en el espacio contenido de infinitud de la obra de arte.
Durante buena parte de su vida adulta, John
Berger mantuvo un significativo intercambio epistolar con su padre, Yves Berger.
En estos diálogos escritos, cada emisario recurriría a sus particulares experiencias
como dibujante, teórico y académico para entresacar configuraciones sobre una
serie de aparentemente sencillas preguntas lanzadas entre sí. En una de sus
cartas, John se refiere a una vieja serie de dibujos hechos por el padre y
sobre ella sugiere una interesante conclusión determinante a nuestros intereses
presentes: “Dices que [tus dibujos] parecen fonemas, pero visuales. Y Joseph
Beuys dice que hablar puede ser una forma de escultura. Si retuerzo juntos
estos dos hilos, podría decir que los dibujos son sonidos esculpidos.”
Acercar esta sugerente afirmación como
premisa para la lectura entrelazada de las obras cuyas sonoridades hemos venido
siguiendo, nos ofrece asegurar su encuentro justamente en ese espacio
entre-espacios cuya importancia Cage urgía en señalar. Pensar en el dibujo como
‘sonido esculpido’ es colocarle y colocarse ante él en la brecha misma que señala
una frontera —esa franja, perfil o contorno cuya pertenencia neutra se admite
como una suerte de tregua geográfica pues contiene, precisamente, el germen de
continuidad entre ambos territorios.
Si ante estas obras nos hemos ocupado en
localizar los bordes que por definición de existencia nos permiten destinar al
sonido sus condiciones y capacidades más allá de su posible estructuración
musical; y al paisaje su fragmentación extensible más allá de su limitación
horizontal fronteriza, lo hemos hecho no para distinguirles, sino para
situarnos en posibilidad de continuar su corporalidad fuera de esos límites que
con mayor o menor visibilidad operan en su expresión y nuestra experiencia.
Intentar definir(nos) en la escucha del dibujo y en el trazo del sonido son
intenciones complementarias que si algo demuestran es nuestra urgencia por
encontrar y disponernos hacia otros espacios y temporalidades de inscripción y
legibilidad —no sólo entre las artes
(disciplinas, técnicas, formas de expresión artística) sino y especialmente entre los cuerpos y sus formas de configurar,
ofrecer, recibir, recoger, rescatar y habitar esos gestos de hospitalidad que han
conseguido hacerse durar entre la
escucha y el rumor.
IMÁGENES:
Alejandro
J. Carbonel. Centinela I. 2011. Tríptico
- fotografía y lápiz sobre papel de algodón. (Cortesía del artista)
John Cage. (7R)/15 (Where R=Ryoanji). 1983. Lápiz sobre papel japonés hecho a mano.
“El
derecho al espacio […] supone simplemente la posibilidad de simultaneidad.” Ibid. p 203.
La condición de indeterminación,
fundamental en el pensamiento y obra de John Cage, suponía no entenderla como
‘un estado de variedad más o menos perfeccionada de la determinación’. Hablando sobre el tema con el académico
Daniel Charles en el ya citado libro/conversación Para los pájaros, Cage: “usted olvida que de una a otra hay un
salto. ¿Y cómo dar ese salto? Mi respuesta es: dejando actuar al tiempo. […] en
vez de reservar las posibilidades, en vez de dejarles solamente la facultad de
presentarse en sucesión, se trata de fracturar su linealidad y acumularlas,
inmediatamente y todas a la vez.” Ibid.
pp. 246-47.
La obra en partitura 4’33’’ de John
Cage fue por primera vez ‘interpretada’ en
agosto de1952 por el virtuoso David Tudor en el Maverick Concert Hall,
cerca de Woodstock, NY. El espacio es un granero abierto en ambos extremos
rodeado de bosque, de tal forma que los sonidos de la naturaleza que le
circunda son parte integral del lugar. Para su ‘interpretación’ el pianista
debía levantar la tapa del piano, esperar 30 segundos y cerrarla –concluyendo
así el primer movimiento. Al volver a abrir la tapa el segundo movimiento
transcurriría en un lapso de 2 minutos 23 segundos, terminando de nuevo con el
cierre de la cubierta de las teclas. Una última apertura señalaría el inicio
del tercer movimiento llegando al final de la pieza al transcurrir 1 minuto 40
segundos. (Estos son los tiempos impresos en el programa del Maverick Concert
Hall; sin embargo, posteriormente la obra impresa anotaría los tres tiempos en
la siguiente disposición: 33”/ 2’40” / 1’20”.) Cage señalaría la definitiva
influencia que sobre la creación de esta pieza tuvieron las pinturas blancas de
Robert Rauschenberg; acaso intuyendo la multidireccionalidad del diálogo y
relaciones de influencias desde y hacia otras artes entre las que su pieza
extendería sus efectos durante las décadas subsecuentes y hasta el presente.
Los monócromos blancos de Rauschenberg, realizados con pintura blanca para
muros, buscaban condensar las sombras que sobre la fachada de una casa dejara
en huella el andar de un paseante. En 1951 el artista escribía a su galera
(Betty Parsons) sobre nuevas pinturas por él consideradas “casi como si fueran
una emergencia”. Describiéndolas como “grandes lienzos blancos (1 blanco como
hay 1 Dios) organizados y seleccionados con la experiencia del tiempo…”.
Rauschenberg citado por Barbara Rose en “Seeing Rauschenberg Seeing”
[originalmente publicado en Artforum,
2008]. / Tensando la línea de influencia un paso anterior hay que tener en mente la
obra Blanco sobre blanco (1918) del
pintor ruso suprematista Kasimir Malevich; obra por él concebida como paradigma
de su personal búsqueda de espiritualidad en el arte.