Proponer una lectura significativa ante la infinidad de estudios existentes
sobre la pintora mexicana Frida Kahlo (1907-1954), supone hoy un reto casi
imposible. Pero centrar una exposición en la llamativa indumentaria que
constituyó el exotismo de su imagen, parecería un suicidio curatorial. Sin
embargo, Las apariencias engañan: los
vestidos de Frida Kahlo inaugurada a fines de noviembre 2012 en el Museo
Frida Kahlo, muestra curada por Circe Henestrosa, se ofrece como una
aproximación reveladora sobre los motivos anudados detrás —o debiéramos decir dentro— del exuberante estilo de vestir, de pintar(se) y,
literalmente, de convertirse en obra,
de Frida Kahlo.
Dos ejes temáticos estructuran la exposición: ‘discapacidad’ y ‘etnicidad’.
Núcleos biográfico-narrativos que revelan con lucidez la construcción de esa
sólida y seductora imagen pública que, encubriendo la intimidad de un cuerpo
crónicamente enfermo y mutilado, Kahlo fue consolidando a la par de su obra
plástica en afirmación de su propia personalidad y presencia en el medio
artístico mexicano de la primera mitad del siglo XX. Pensar el despliegue del
vestir como una forma de enfrentamiento a
y una puesta en resguardo de un
cuerpo eternamente enfermo, como lo sugiere Henestrosa en el caso de la
atormentada y célebre pintora, abre una vertiente sensible y sugerente para
releer su condición y carácter.
El título de la muestra —Las
apariencias engañan— bien pudiera aparecer a primera vista como una
infructuosa apropiación de un dicho popular; sin embargo, la frase deriva de un
dibujo hecho por Frida en el formato común a sus diarios. En él se retrata a
ella misma ‘de pie’, si bien flotando entre el blanco de la página, parcialmente
desnudada por una especie de mirada en rayos x. Así que, debajo de las capas de
ricas y coloridas vestimentas, texturas, pliegues, olanes y ornamentos, el
dibujo muestra su cuerpo mal sostenido por una columna resquebrajada y una
pierna vestida de mariposas (símbolo reiterado en su imaginario que señala no
sólo el anhelo por escapar de ese cuerpo y pierna tan dañado, sino que
probablemente refieran a esta sensación dolorosamente inquieta y aleteante en
que resiste y resta de sí una pierna con los nervios heridos.) Esa imagen de la
mujer que ha decidido ser ella vestida ‘hacia fuera’, para el mundo; disfrazada
de exhuberancia, belleza, seguridad, porte y pose en imponente fachada, muestra
en este pequeño dibujo una realidad escondida al entorno común y ajeno. Es la
realidad del ser que no puede ignorar su debilidad y las constantes pruebas de
su caducidad: es la realidad del cuerpo discapacitado, ese cuerpo ‘menos que
perfecto’ —como ella misma lo llamara; cuerpo saturado de quiebres, intensos
dolores, eternidades en tratamientos y torturas pos-opertaorias sumando 22
cirugías a lo largo de su vida desde el primer ataque de la poliomielitis en la
pierna derecha durante la infancia, hasta el trágico choque con el tranvía a
los 18 años y la cruda cronicidad de sus inmisericordes secuelas. La memoria de
cada uno de esos días tendida, enyesada, envarada, inmovilizada, desesperada,
agotada y lanzada de vuelta en resistencia, es lo que resta en los trazos de
ese pequeño dibujo que debajo de su esquemática figuración anota la irónica
frase: “las apariencias engañan”, anticipando la inscripción del nombre en
firma que responde y soporta ese cuerpo eternamente doliente e incansablemente
embellecido: Frida Kahlo.
Como si firmando su sentencia y la confesión de su estrategia en
composición del propio imaginario, este dibujo que estuvo resguardado por un
periodo de 50 años por instrucciones de Diego Rivera junto con más de 300
prendas, accesorios, medicamentos, cartas, prótesis y otros objetos personales
y de cuidado ortopédico, muestra ahora por vez primera sus modestas dimensiones
como inspiración de ésta, también ‘pequeña’ muestra (solo en dimensiones), en
cuya última sala yace ese dibujo de ‘medio-cuerpo’. Siendo que, aún cuando la
figura autorretratada de Kahlo está dibujada de cuerpo entero, es en realidad
un medio-cuerpo el que la pintora devela, medio-cuerpo engalanado, cobijado,
escondido y enfrentado al mundo con la asumida belleza y autoridad que retomara
de su linaje istmeño-oaxaqueño; y medio-cuerpo desnudo, frágil, vencido y preso
de la inescapable realidad íntima de sus quiebres.
Solía asumirse que la vestimenta adoptada por Kahlo —mezcla
derivada del vestir tradicional de las mujeres zapotecas, especialmente
aquellas provenientes de la zona del Istmo de Tehuantepec— era una apuesta de
apropiación ideológico-estética que bien favorecía el reconocimiento de su
propia visibilidad como parte singular de la famosa pareja de artistas: Diego
Rivera/Frida Kahlo. Sin embargo, la selección de objetos y prendas por primera
vez mostrados en esta exposición dan cuenta de una necesidad mucho más
‘realista’ y ‘práctica’. Permitiéndonos entender, por ejemplo, que por una
parte Kahlo adoptó el atavío indígena oaxaqueño como una afirmación de su herencia
de sangre tehuana por la familia materna —se incluye en la exposición una foto fechada en 1890 de
la familia de Matilde Calderón, su madre, a los 7 años vestida con el tradicional traje
de tehuana en el seno de una familia elegantemente ataviada dentro de la
tradición istmeña; señalada con pluma sobre la imagen, la madre es nombrada en
letra por la mano de la hija como si
anotando el recordatorio de una deuda, de una pertenencia a la que había que
mantenerse ser fiel— pero también, y esto resulta un aporte esencial de la
lectura curatorial propuesta por Henestrosa, porque la estructura del atavío
oaxaqueño facilitaba, con eficiencia y belleza, el encubrimiento de su cuerpo
herido y el encumbramiento de un poder de género que representa el matriarcado
istmeño.
Recordemos que entre las secuelas del accidente que destinó el
futuro de Kahlo, cargaba su cuerpo con dolor de pelvis, matriz, clavícula y
columna rotas e intervenidas en incontables cirugías; pierna derecha afectada
por la polio y numerosas fracturas subsecuentes, terminando con la amputación del
pie y parte de la pierna ocasionada por gangrena. Ese cuerpo mutilado y
quirúrgicamente zurcido una y otra vez, portaba interna y externamente una
serie de heridas y registros de discapacidad para los que Kahlo encontraría no
sólo la forma de cubrir y disimular, sino convertir en su propio emblema,
logrando con ello, sin duda, paliar los efectos de su inclemente y acelerado
desgaste.
Como lo señala Henestrosa en las cédulas de sala de la muestra, los
tres elementos que caracterizan el atavío indígena zapoteca: tocado, huipil y
falda, (sumando el rebozo y un desborde de joyería de diversos orígenes y
materiales) se convertirían en las piezas esenciales del vestuario de Kahlo. El
huipil, esa blusa casi cuadrada con horadaciones para la cabeza y los brazos,
cuyo frente geométrico proveía una especie de lienzo más o menos rígido y
ricamente bordado sobre el torso, centraba la atención de las miradas sobre la ‘mitad
superior’ del cuerpo; dejando el resto del resto,
es decir, el residuo de lo que debiera ser un ‘cuerpo entero’ cubierto entre
los vuelos de largas faldas en tonos sobrios y sólidos que no sólo escondían
los dolorosos desperfectos de la estructura propia (la pierna derecha adelgazada
y más corta por la polio; después amputada) sino que también habrán disminuido
la visibilidad del paso cojeante que debió aquejar a la pintora, (si tan sólo
en los momentos de mayor dolor), a pesar de los zapatos con un tacón
compensatorio para nivelar el largo equivalente entre ambas piernas, convirtiendo
el tortuoso andar en una vistosa presencia de ritmo y estilo elegante,
impecable estructura compositiva y llamativo equilibrio visual.
Exponiendo así por primera vez varios corsés ortopédicos no sólo de yeso como los que forman parte de la museografía habitual del museo, sino esta vez de metal y cuero que permiten leer los diversos estados de soporte en
tortura por los que pasó la espalda de Kahlo, la muestra comparte e hilvana
valiosas ‘pistas’ que evidencian las formas que Kahlo encontró para soportarse a sí misma constituyéndose en
su propio imaginario enfrentado a la tremenda batalla cotidiana que había de
librar contra su ya violentada existencia.
Una prótesis para la pierna derecha vestida en cuero rojo y
decorada con bordados de origen chino sobre el costado, provee una clave
excepcional para entender el tenor del carácter y envergadura estoica con que
Kahlo afrontara el continuo decaimiento de su condición física. Anudado sobre
el empeine entre las largas agujetas rojas, un par de cascabeles coronan la
bota del pie que ya no está. Para decir en cada paso de la escucha de lo
invisible el triunfo sobre la desaparición; para recordar la sonoridad de un
ritmo al paso que no da por hecho ya ninguna certeza como resguardo corporal;
para nunca olvidar el tiempo, impulso, cadencia y rumor que, a pesar de todo,
trae consigo una pierna ‘a medias’.
Así sucede que, entre los conjuntos de huipil y falda que
corresponden a algunas de las imágenes fotográficas del archivo del museo en
las que aparece Frida portándoles, entre elegantes zapatos y botas diseñadas e
intervenidas para ‘corregir’ las discapacidades del cuerpo, comparten vitrina
algunas de las ricas joyas, tocados y otros accesorios con que decoraba su
cuerpo, imagen y ánimo. Dejando claro que ese elaborado proceso de confección
de sí misma al escenario público, no era simplemente una estrategia de
visibilidad, afirmación y presencia socio-política y de género en un contexto cultural
que había de ser conquistado por mano propia, sino que cada uno de esos
elementos engarzados, bordados, aplicados y portados sobre el cuerpo, las
manos, el rostro y la cabeza, constituían en sí mismos —cada uno en su tiempo,
textura, lugar, peso, justa combinación y precisa elección— un ejercicio de
resistencia que urgía equilibrar todo aquello que por dentro continuamente
hacía por ‘invalidar’ su cuerpo, ánimo y esperanzas ante la vida.
En una especie de homenaje a la batalla física, mental y emocional
que dio por resultado la gestación y afirmación de ese particular e inmortal
estilo de vestir que ninguna otra personalidad antes o después de ella, dentro
o fuera de México, ha logrado instaurar e inspirar a generaciones de creadores
en distintos ámbitos, la exposición culmina con una impecable selección de
prendas inspiradas en la ‘estética-Kahlo’ creadas ex profeso por
reconocidos diseñadores como Rei Kawakubo para Comme des Garçons, Jean Paul Gaultier (siguiente imagen) y Riccardo Tisci para Givenchy (creaciones que irán dejando su
lugar a otros diseñadores al ir transcurriendo el tiempo expuesto de la muestra
hasta noviembre 2013).
La mayoría de los diseños elegidos para esta primera fase de la
exposición comparten la elocuente confección del sentido de ese ‘juego’
seductor y mortal que habitó la vida de la pintora mexicana; así, los vestidos,
sacos, corsés y delicadísimas mallas que se reúnen en la llamada ‘sala Vogue’
al final del recorrido de las salas temporales de la icónica casa azul, ofrendan
la fragilidad y perfecta destreza de la elección en contraposición de telas y
texturas, zurcidos, pliegues y encajes, ofreciendo su preciosa y débil
existencia a la herencia en duración del cuerpo roto de una mujer que jamás
cedió ante la contundencia de su propio y evidente existir-en-quiebre (pero
nunca, y a pesar de todo, quebrado).
Marcela Quiroz Luna
imágenes: cortesía del Museo Frida Kahlo | Manuel Tovar