En este punto, en esta fecha,
debes renunciar a guardar, y a resguardarte, a
mirarte.
Renuncia a todo, renuncia a todos los miramientos
que habitualmente reservas para lo que te protege.
Olvida todo lo que te cuida y te mira, sí, baja la
guardia,
deshazte de las armas del discurso,
no
repares más las palabras con las palabras…
En uno
de los ensayos posiblemente menos atendidos de Theodor W. Adorno llamado
“Signos de puntuación”, el teórico afirmaba lo siguiente sobre la utilización de
las comillas:
Las
comillas no se deben usar más que cuando se transcribe algo al citar, a lo sumo
cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere. Como
recurso irónico han de rechazarse. Pues dispensan al escritor de aquel espíritu
cuya reivindicación es inalienablemente inherente a la ironía y pecan contra su
propio concepto al apartarse del asunto y presentar como predeterminado un
juicio sobre éste. […] La indiferencia hacia la expresión lingüística que
revela la entrega mecánica de la intención al cliché tipográfico [esto es, en
el reiterado uso de comillas irónicas] despierta la sospecha de que se ha
frenado precisamente la dialéctica que constituye el contenido de la teoría y
de que el objeto se subsume a ésta desde arriba, sin negociación. Cuando hay
algo que decir, la indiferencia hacia la forma literaria indica siempre
dogmatización del contenido. Su gesto gráfico es la ciega sentencia de las
comillas irónicas.
Probablemente parezca redundante aunque necesario, señalar el
doble uso de las comillas que denotan con insistencia ese distanciamiento,
dudas y sentencias de las que escribiera Adorno no sin evidente molestia, en el
título que brinda albergue a las propuestas reflexivas convocadas en este
coloquio (y me permito abrir un tercer par de comillas para citarle): “De
cómo la ‘discapacidad’ entrecomilla a la ‘normalidad’”.
Probablemente Adorno estaría furioso de
encontrarse con un título que no solo reúne sino que parece retar por partida
doble sus interrogaciones en relación al recurso en recurrencia del
entrecomillado. Pero, a pesar de la desconfianza que Adorno declara en su
ensayo ante aquellos que deciden seguir ciegamente las reglas de puntuación –en
lugar de pensar con detenimiento cada uno de los signos inscritos en su
escritura, dejando suspendidos algunos de ellos con la intención de hacerles
vibrar e insuflar el sentido particular que llama su presencia inserta– es muy
probable que el pensador alemán estuviera de acuerdo en que, en este caso, se
aplicara alguna de esas reglas de puntuación –aquella que prohibiera el uso
duplicado de comillas en un título.
Sin embargo, siendo un título que deriva
de una institución académica que funda la razón genealógica, topográfica y
tipográfica de su nombre propio en el decisivo emplazamiento de una ‘coma’ (,)
–17, Instituto de Estudios Críticos– resulta no sólo obligado sino apremiante
detenerse ante el doblemente entrecomillado título que nos envuelve (y separa)
hoy aquí. Habría que preguntarse por los sentidos que puntean, puntualizan y
punzan las distancias que evidencia el uso de un mismo signo de puntuación al
enfrentamiento de dos palabras que aparentarían señalarse como opuestos
paralelos, es decir, realidades acotadas una por la otra pero que, para
sostenerse ‘dentro’ de sus cualidades definitorias, precisan no tocarse sino
solamente mantenerse a un lado, a
distancia y en la mira de lo que funda y funde una a la otra, una en la otra,
una sin la otra: normalidad y discapacidad.
Sigamos entonces al recalcar que el
título de este coloquio no sólo decide emplear por duplicado el tan
cuestionable uso de las comillas irónicas (a decir de Adorno), sino que entre
ellas distiende en verbo su ser signo. Al usar así el infinitivo al que dan pie
estas dobles pestañas (¿o fuera mejor decir, al que ‘dan hombros’? –suponiendo que las comillas fundan su
presencia como una suerte de soporte esquinero para que aquello entrecomillado
pueda cargar sobre sí el peso de la duda que señala y ostenta), el título
escrito no sólo se propone inscribir en el lector un mensaje que habría de
estar por venir –entretanto se
mantiene sostenido, suspendido entre las
comillas– sino que hace que la mente, la mirada y el tiempo del cuerpo tengan
que deletrear su nombre confeso y convulso de acción contenida. “De
cómo la ‘discapacidad’ e-n-t-r-e-c-o-m-i-ll-a
a la ‘normalidad’” (mis cursivas); haciendo actuar en un mismo tiempo y
contiguo espacio un par de signos, significantes y significados, que se señalan
a sí mismos como ejecutantes de algo que supone haber sido ya denunciado. En el
título que nos ocupa, se afirma el entrecomillado en el entrecomillar haciendo
que aquello que las comillas usualmente inscriben como anticipo de lo que ha de
venir pronto a posarse sobre la palabra que desde sus esquinas superiores sostendrá,
se mantenga ya siempre viniendo, no dejando de venir.
Partimos pues de una afirmación en acción no sólo comprobada, denunciada en la
escritura de su propia inscripción, sino condenada a exponer su actuar desnudo
al tiempo que está sucediendo. Este título hace evidente su denuncia
denunciando en gesto y en acto lo que llama, lo que hace venir.
Hoy, ahora, desde aquí y hacia allá.
Esa forma de estar que detenta para una la otra palabra entrecomillada desde su
aquí, deja constancia de que partimos
del supuesto que afirma imposible concebir un lugar compartido a la estancia de
cada una de estas palabras/lugares/condiciones doblemente resaltadas: el aquí de la ‘normalidad’ destina el allá de la ‘discapacidad’. Pero en la
sentencia tripartita de las dobles comillas y el verbo entrecomillar de actuar expuesto, está haciéndose visible por
sobreexposición el suceder revuelto de su propio enfrentamiento; de tal forma
que el título contiene en sí mismo el reverso de su asignación primera: potenciando
pensar el aquí de la ‘discapacidad’
ante, hacia, desde, a distancia, en cercanía, del allá de la ‘normalidad’.
Vemos pues que en el título de este XIV
coloquio se dispone ya con todas sus letras, signos y suposiciones, la batalla
que frente a nuestros ojos se juegan, no sólo las lecturas múltiples de hendida
sustancia en significación que suponen, conllevan y disponen las palabras como
condiciones entrecomilladas –normalidad/discapacidad–, sino la propia batalla
de la grafía que hace por decir la distinción que debiera adjudicar sin reparos
su presencia; cuando, evidenciada por partida doble, triple, no sólo no ejecuta
la jactancia que anima su germen por colocarse
a distancia y en diferencia de
aquello entre lo que se entrecomilla, sino que despliega burdamente sus intenciones,
pretensiones y estrategias, dejándose por completo expuesta para ser
interrogada con la misma incidente insistencia con la que, ante nosotros ya se dis-capacita ese gesto gráfico, ciertamente
ciego ante su propia sentencia (y al hacerlo, afortunadamente también hace las
pases con Adorno).
Sobre
la discapacidad como estancia hospedada y su estar a distancia
Siguiendo entonces aquella intención más
o menos aceptable del entrecomillar desde la mirada de Adorno, pensemos en la
discapacidad –con, sin o después de
las comillas– como una nominación que demarca una existencia que está destinada
a habitarse en otro lugar. Por lo regular, se busca definir por contraposición lo
que se entiende hoy y se ha querido definir en ‘discapacidad’ como un existir
cuyas condiciones se fincan en (dis)función en relación con un otro estar del que, en menoscabo,
difiere. Sucede pues desde el encuentro en señalamiento del nombre, que la
discapacidad parte germinalmente de una batalla por oposición de antemano
perdida; quedando en su lugar una condición nombrada en tregua desde el lugar
de la ‘normalidad’ que, a su vez, sin definirse bien a bien, se supone que
alberga esa forma de estar que no carece
de, ni sufre por, toda esa otra
interminable cantidad de fallas y dolencias que acompañan las razones entre las
que se justifica el genérico apelativo que nombra a la discapacidad. Pero, ¿qué sucederá si en lugar de seguir pensando en
la discapacidad por oposición a la
normalidad, tratamos de entender su existencia como un estar a distancia de? ¿No será redituable
repensar esa dicotomía que destina en falla su carencia, para obligarnos a recorrer ese pasaje que se da por
tendido e infranqueable entre
una condición y otra?
Para intentarlo y situarnos en
disposición de recorrido, habría que obligar una primer pregunta que aun
mantiene el lastre de su condición-opuesta: ¿la discapacidad está situada a
distancia de qué? ; ¿cuál(es) sería(n) esa(s) normalidad(es) que pueden jactar
su existencia como modelo regidor para decir, definir y destinar el
ordenamiento de su(s) distanciamiento(s) ante lo que ha perdido su ‘capacidad
de’?; ¿de qué se compone y cómo se estructura ese espacio tendido y desplazado
que separará ya para siempre un
cuerpo perdido de su ser-capaz, de ese otro que lo es, que lo fue, incluso
cuando ha sido él mismo antes de perder su estar-en-cercanía en medio de esa
bruma indiferenciada y tranquilizante que hacemos por suponer y respirar como ‘la normalidad’?
Sin embargo, no será el cometido de este
ensayo atender el tan cuestionable apelativo que designa ‘lo normal’ o ‘la
normalidad’, aun cuando ciertamente se afirma en conciencia de la casi inesquivable
comparativa que ejecuta la selección médica, social, política, familiar, corporal,
entre lo que se califica como normalidad o, en su defecto y en diversos grados,
como discapacidad. Intentaremos en cambio, pensar la discapacidad como una
condición en cuyo nombrar se ejecuta ya de manera íntima y aparentemente sutil
(acaso incluso se ha querido imaginar invisible), pensar ese primer distanciamiento que nombra en memoria y
presencia la existencia de una condición ‘mejor’ –a veces previa, casi todavía
cercana; o bien, perdida de posesión desde el origen.
El ser-en-distanciamiento que llama recubre
su nombre con el aplastante sobrenombre que trae consigo la discapacidad, acontece, infinitamente,
inscribiendo la conciencia de una existencia separada, ya de suyo rendida, ante
el supuesto que (de no habernos perdido) albergaría nuestro ser ‘en plenitud de
su(s) capacidad(es)’. Tal es así que el prefijo dis que irrumpe en o rompe con esa condición previa,
originaria, normal (ahora ‘ideal’) –esas tres letras que anticipan lo que se ha
perdido– no sólo contraponen esta nueva, otra y ‘menor’ estancia-en-capacidad,
sino que visible, legible, escribible y corporalmente la colocan y mantienen a distancia.
Entre las lecturas etimológicas que
disponen el prefijo di o dis suele aceptarse su enunciar como
estar o estado ‘en oposición a’; ciertamente en el caso presente, esta lectura
convendría en coherencia si se quisiera seguir configurando la ironización que
hace latente el título del coloquio enfrentando el dar-por-hecho que declaran
sus disposiciones. Sin embargo, pueda sernos de mayor utilidad hacer venir el
prefijo dis desde su origen griego conforme
señala la aparición de un mal cuya imposición anuncia por anticipo el reverso o
estado dañado de una condición orgánica, fisiológica o bioquímica.
Ese ‘mal’ que hace venir el prefijo dis
y que le hace aparecer con gran recurrencia entre los términos médicos
destinados a diagnosticar patologías de muy diversos orígenes y gravedad,
sucede en el caso preciso que (d)enuncia la discapacidad
como una infortunada y muy extendida lejanía injerta. Siendo que su nombrar
inscribe aquello de lo que se carece: capacidad
(en toda la amplitud de invocaciones que puedan imaginarse para decir sus
bienes perdidos o acontecidos por mal: disnea, dislexia, disfasia, displasia,
discrasia, disosmia, dismnesia, etc.).
El preámbulo que dibuja la enunciación de esas tres letras –dis– es y acontece con la suficiente
fuerza sobre el resto de su debilidad, para asirse de aquello de lo que se
aleja, manteniendo su corporeidad visual y sonora sobre una relación perdida, aun
si sostenida-en-reliquia y comprobación de aquella ‘ciega sentencia’ de la que
escribiera Adorno para denunciar el
estado en tensión del entrecomillar.
Es así que la discapacidad no señala la
carencia total y/o irreversible de aquella determinada capacidad a la que se
dirige cuando sentencia, sino que reitera la urgencia de una relación de
coexistencia necesaria –más o menos urgente, a veces ciertamente vital– entre
lo que se está perdiendo, se ha perdido, y lo que en su nombre sigue llamando
hacia sí; cargando si es preciso, con el tono irónico que infieren un par de
comillas para sostener en suspensión el tiempo que dista entre lo que se juega al
devenir cotidiano una existencia dis-capaz.
Su nombrar mantiene presente un enlazamiento que –para no dejar por completo de
existir– impide su total ausencia, exigiendo la restancia inscrita de
su ‘capacidad’ como memoria, registro, huella o resto de aquello que el cuerpo
carece existiendo en conciencia –muchas veces tortuosa– de ello. Ese binomio
nombrado parece inscribirse para sostener –si al menos en el llamar del nombre–
una relación posible, imaginable, recordada, tendida más allá de la condición presente
y propia. Existe no sólo para recalcar un determinado estar-en-desheredo, sino
que hace durar, contra todo (tiempo, condición, diagnosis) una relación que, a
pesar de todo (tiempo, condición, diagnosis) se sostiene cuando radica en el
pensar de sí como restancia hospedada;
inscripción que conlleva en latencia una condición siempre, todavía, hospedable.
Sobre
la discapacidad como extranjería | ser en
distanciamiento
Discurrir pues sobre un estar-en-discapacidad
participa, como hemos entrevisto, de ciertos supuestos. Se habla o presupone
una condición inscrita y frecuentemente irreversible más no necesariamente
mortal; se destina como marca o gesto, usualmente visible, sobre el cuerpo que
soporta su consigna; se coloca en diferencia de una condición incompartible con
ese ‘afuera’(de sí) que goza y sostiene los privilegios de una invisible e
insonora normalidad (recordemos que Georges Canguilhem destinaba
la salud como el silencio del cuerpo y la enfermedad como su rumor);
se infiere como algo permanente y en resignación aceptado que ha de tratarse
con la mayor ‘normalidad’ posible, como si no fuera necesariamente evidente; se
envidia sólo cuando se buscan lugares de estacionamiento y se encuentran,
muchas veces vacíos, los espacios reservados para los discapacitados. (¿Será
que, confirmando mi suposición del estar-a-distancia en el que se nos coloca en discapacidad, sea el cuerpo mismo el
que se retrae cuando la ‘normalidad’ le tiende un gesto hospitalario por
acercarlo a un edificio de oficinas, a un cine, a un complejo comercial…? ¿Será
incluso preferible no ir, no salir, no exponerse de más o de nuevo o por
primera y última vez ante el espectáculo ficticio por abundancia de
posibilidades ya inalcanzables en que se ha convertido la normalidad discapaz?)
Es peligroso lanzar en letanía estos
supuestos como afirmaciones comunes, cuando, sin embargo, lo son. Es peligroso
porque retaría una cierta y mínima condición de respeto a distancia de lo
consignado como consignable (políticamente correcto). Es peligroso porque tiende
a (a)cercar generalidades que afirman, o debiéramos decir ‘entrecomillan’,
conforme dejan fuera. Es peligroso porque no toda discapacidad es visible,
evidente, medible, nombrable o incluso comprobable.
Pero es también necesario. Necesario
porque ejerce una obligación hacia quien de (in)visibildad permea su condición,
destinando su estar habitable como un existir
en distanciamiento. Es necesario porque no es lo mismo asumir una condición
dispuesta a distancia (como los
criterios de la normalidad sitúan conforme alejan las condiciones de la
discapacidad), que adoptar como si por
elección propia una otra forma de
asumir su condición. Hablemos pues de un existir
en distanciamiento, suponiendo en
ello el ejercicio de una voluntad no impuesta más allá de una categoría que
para localizarle se apuesta como centro y referente, con ello condenándole a
una residir en una suerte de habitabilidad periférica.
Es necesario, para saber que no todas
aquellas lecturas en definición de cada des(c)ierta forma de discapacidad
consideran o han considerado esa significativa y usualmente imperceptible variante
que se tiende y cimbra –en la profundidad insondable de una grieta fundacional–
la variante diferencial que condensa los rasgos (quizá incluso difícilmente
perceptibles, situables) que reclaman en singularidad el estar en distanciamiento del estar a distancia.
Recorrer esta variación de sentido,
intención y capacidad hospitalaria que otorga cuerpo, espacio, tiempo y
disposición entre un estar a distancia
y un estar en distanciamiento, alberga
la forma en que encuentro la capacidad
para reflexionar sobre su relación más allá de la definición-en-falla con que
las ‘enlaza’ su estar-por-oposición. Recurso necesario, urgente, para poder pensar
en (y desde) ese estar en discapacidad
que no necesariamente es visible o evidente al otro. Resulte entonces necesario
traer aquí desde su allá, el horizonte como figura
metafórica y filosófica para ayudarnos a comprender el ver venir de la discapacidad cuando pervive de su escondida
apariencia y sucede más allá del cuerpo que la padece vestida de invisibilidad.
Si consideramos con Jacques Derrida que el acontecer de la
hospitalidad no sucede sino cuando participa de una imprevisibilidad absoluta;
es decir, cuando el que recibirá no sabe que espera ni lo que espera; la
hospitalidad como acontecimiento sólo puede tener y dar lugar cuando no se
participa de esa posibilidad del ver-venir. Ese ver venir que, en el caso que nos ocupa, trae consigo el mal, el
daño que habrá de injertarse e incorporarse a la existencia. Esa existencia antes
sin falla, sin haber sabido avistar, anticipar, el riesgo de perder su silenciosa
normalidad; esa condición de existencia-antes
sin nombre prefijado; ese cuerpo que aun ignoraba que habría de cargar consigo
esas tres letras que hacen el dis
para deshacer la norma. Sin embargo, advierte Derrida, es justamente la figura
–usualmente expectante de ilusión– hacia la que se tiende la mirada y el cuerpo
en intención de horizonte, que puede presentarse como una especie de pantalla,
escenario o telón para el ver-venir,
cancelando con ello la posibilidad de hospitalidad genuina en el cuerpo de
aquel que (ahora lo sabe), espera el arribo de una nueva forma de habitarse.
Cuando nos enfrentamos a ciertas formas de la discapacidad
que no tienen faz o evidencia visible del cuerpo hacia afuera, nos enfrentamos
a una relación distinta con el pensar del horizonte y por ende, con las
posibilidades sobre las que puede seguir existiendo ese cuerpo visitado,
avistado por el mal de una condición imprevista. Y si a esta invisible discapacidad,
sumamos la llegada subrepticia de la nueva condición –aun en aquellos casos en
los que el médico tratante hubo avisado sobre la posibilidad de llegada de tal
estar-en-falla antes incluso de poder reconocer su silueta en el horizonte– no será
suficiente mirar fijamente la pantalla que a partir de entonces se mantendrá en
(de)construcción de ese mismo horizonte contra el que habrá que diferenciar su
presencia. Como si queriendo preparar
el cuerpo y la mente a la condición perpetua que le ha sido diagnosticada en
comprobación ya casi encima como nueva realidad. Ese ‘aviso’ (usualmente
médico) que coloca al cuerpo en condición de espera-sentenciada de lo que a
partir de entonces ha de ver venir envuelto
en el impreciso y estoico halo de una determinada discapacidad, no des-habilita
su potencial o resguardo ante aquello que le ha de caer, le está ya cayendo encima (como elabora Derrida para explicar el
ser del acontecimiento absoluto, no-esperado).
Pues resulta imposible negar el acontecer al lugar de llegada
(que es el propio cuerpo) aun cuando a toda costa se quiera evadir al huésped
que nos convertirá en otro, ese preconizado
estar hasta entonces extranjero que nos convertirá en discapacitados; aun viéndole-venir es imposible estar
‘preparados’ y dispuestos al encuentro de su indefinida estancia de inimaginable
intensidad. Sucede que, a pesar de distinguir y anticipar esa llegada de
infortunado por-venir cuya crónica está ya anunciada,
resulta física, emocional y mentalmente imposible prepararse para una
existencia en cuerpo ya y para siempre invadido. Parecería insoportable ver venir aquello que terminará por
convertirnos en extranjeros de nuestra propia vida. Y sin embargo, sucede
cuando se acompaña de un para siempre en vida. Por ello es que esta forma de la
discapacidad, la que ve venir y aun
así recibe en completa indefensión sobre sí el peso impredecible de lo que (de)
arriba le cae, nos ofrece una posibilidad de lectura sobre lo hospitalario que entre
sus diversas inmersiones sobre sus rasgos y gestos, Jacques Derrida no hubo
considerado. Hablo de la hospitalidad
consigo, de la hospitalidad para sí. Esa hospitalidad sucediendo
dentro como ejercer del recibimiento, animada por el reconocimiento de la
posibilidad acercada (en cerco y más cerca) que ha de requerir desde entonces el
horizonte que portamos dentro para aprender, ahora, a vernos-venir, si acaso un
poco más encorvados, cansados de recorrer esa franja sin nombre en silente
alarido. Esa hospitalidad para sí que sedimenta sobre y desde las propias (dis)capacidades
de acogimiento como la que da (su) lugar (al nuestro) con incomparable elocuencia
en las reflexiones-en-cuerpo de Jean-Luc Nancy en L’intrus.
¿Cómo es entonces que puede acontecer esta hospitalidad
radical en la que se convierte un cuerpo avistado sobre su propio horizonte
como una figura destinada en discapacidad crónica?
El cuerpo que recibe sobre sí a diario y en todo momento el reiterado
llegar de la discapacidad (asumiendo para denotar la presencia de tal
discapacidad crónica o reincidente los ‘efectos’ o formas de presencia tan
variados como se quiera), inexplicablemente, se encuentra nunca preparado,
nunca dispuesto, para recibirle. A pesar de la certeza comprobada de horas,
meses y años de incidencia recrudecida, el cuerpo deviene incapaz de destinar
su ser-anfitrión haciendo por tomar o asegurar las debidas precauciones que
calcularía aquel que espera la llegada de quien habrá de venir a invadirle. Siendo
así, el cuerpo que sobre el horizonte ha visto venir la discapacidad hacia sí
con la lentitud del descrédito y la velocidad de la realidad, se sitúa (aun a
pesar de sí) en esa condición imprevista e imprevisible –esa especie de estar-sin-aviso–
que Derrida presupone como condición innegociable para que pueda acontecer la
verdadera hospitalidad. Siempre desprevenido, el cuerpo en discapacidad se mantiene así completamente expuesto a la llegada de
aquel prefijo en falla que trae
consigo esa condición de extranjería de la que busca escapar la ‘normalidad’;
extranjería en el propio cuerpo que, en el caso de las discapacidades crónicas,
por su condición de temporalidad enlazada al infinito, no dejará ya nunca de
venir.
Resulta entonces que, siguiendo la figura del horizonte de
acuerdo al devenir del acontecimiento contra la espera el cuerpo en
discapacidad, entabla una relación consigo que participa de ciertas
características de este observar(se) a
distancia.
Recordemos que una de las figuras que fecundan los orígenes
de la teoría literaria estriba justamente en la posibilidad de generar en la
escritura ‘horizontes de expectativa’ (Wolfgang Iser entre otros, escribiría
puntualmente sobre el tema). Estos horizontes
de expectativa dependen de una suerte de permanencia suspendida a la
distancia que sugiere la posibilidad de su (in)concretabilidad para mantener el
interés del lector y la vida-en-eterno-presente de la obra. Y si, como se ha
sugerido, el cuerpo en discapacidad habitado de su propia extranjería ha de
encontrar las formas de convivencia injerta que le permitan dar sentido al
proceso que hace por convertir su destinar a
distancia en una condición auto-elegida en
distanciamiento (físico, teórico, semántico, fáctico) será comprensible e
incluso ‘redituable’ para la convivencia consigo, que ese distanciamiento
acontezca como una especie de antesala a la adopción del concepto, función y
potencialidades de los ‘horizontes de expectativa’.
Pensar la discapacidad como una condición en presente y
perpetuo distanciamiento no obliga a deducir de ello un estado en reclusión o
marginalidad (ya sea impuesto o asumido); sugiere en cambio, la posibilidad de
pensarla y ejercitarla –replicando el empuje incansable de su cronicidad– como
un movimiento necesario (y ciertamente efectivo aun en su aparente virtualidad)
para poder resistir el peso de la propia extranjería cuando sucede continuamente
en evidencia a diario y en toda hora. Hacerlo, requeriría pensar en la antifragilidad
propuesta por el analista financiero Nassim Nicholas Taleb,
es decir aquel estado dispuesto al infortunio que deviene de él desplazado, no
aniquilado. Desplazamiento que intenta pensar y reconsiderar la discapacidad de
nuevo situable en distanciamiento
sobre un horizonte no comprobado ni eternamente comprobable en-falla, sino
situarle sobre y desde el distanciamiento que requieren y ofrecen aquellos horizontes
de expectativa que logra conjurar la escritura literaria. Poder hacerlo o
incluso apenas imaginarlo, potencia la condición dis-capaz en el pleno ejercer
de su estancia semántica conjunta. Desplazar así la imagen de ese ‘mal’ que nos
ha llegado, hacia (y no sólo como indefenso anhelo melancólica como un regreso a) un lugar espaciado y espaciable,
permite revertir la temida certeza de su continua llegada en un espacio de
posibilidad suspendido aun y antes de
que su figura devenga visible en el horizonte. Es sostener lo impuesto como un
imaginario en distancia, situable en una estancia de alejamiento suficiente, aun
si contigua, para que sea nuestra mirada, pensamiento y condición
des-discapacitada la que decida y disponga su distanciamiento en horizonte y
desde aquí poder verla-ver en su allí.
Hacerlo, recupera y ofrece al cuerpo dis-capacitado, una forma de resituar y
distinguir todavía, su ser morada antes,
durante y después de las muchas e incuestionables imposiciones de ese arribante
que ha llegado violentando por principio el germen de nuestra propia relación,
no sólo hacia nuestro interior, sino sobre el ejercer de nuestra relación con
la figura del horizonte, devolviéndole algo de su potencia metafórica y
esperanzada en el solo ejercicio del recuerdo de esa anticipación viva que,
frente a la incertidumbre de un futuro, despierta y mantiene dispuesto al
cuerpo de potencia inagotable como presente hospitalario. De ello depende que la
condición de lo que al cuerpo ha llegado sin aviso ni tregua, pueda ser
desplazada más allá de la desconfianza que suele acompañar la silueta en-cercanía
del extranjero.
El riesgo de no intentar este hacer de la discapacidad
distanciamiento tendido en horizonte –riesgo enunciado de varias maneras y
estados de decantación por Nancy el L’intrus,
comporta en secuela una batalla desigual y, como suelen ser las guerras,
incoherente, infructífera y dolorosa; incluso, fatal. Si bien Nancy hablaba de
su propia vivencia en lucha de coexistencia con el intruso que en todos niveles
de lectura (fisiológico, filosófico, teórico, metafísico) traía consigo un
corazón trasplantado al cuerpo-anfitrión; no tardaría mucho tiempo en darse
cuenta de que con ese injerto, la condición de relación de hospitalidad brindable
por el resto del cuerpo que era se había revertido, dejando así sin fuerzas y
sin plena conciencia de ello, el lugar del anfitrión al que debiera haber sido
tratado como huésped; convirtiendo en intruso, no ya a ese órgano latiendo de
origen desconocido, sino al resto del cuerpo propio, como si desalmado, deshabitado y sin rostro o credenciales
orgánicas de contundencia. Es por ello que ese insuperable ensayo de teorización
íntimista escrito por Jean-Luc Nancy devela con devastadora lucidez el
desgranar del proceso que de golpe y lentamente puede (e inclemente lo hace) ir
convirtiendo al propio cuerpo en el extranjero de sí mismo.
¿Es posible,
entonces, la hospitalidad como ejercer de la discapacidad?
Hace varios años me encontré inesperadamente con la obra de
Jens Kull (artista suizo radicado en México) quien exhibía por primera vez en
la Galería de Arte Mexicano. La obra entonces mostrada, en su mayoría discretos
e inquietantes videos en pequeño formato, se arraigó en mi memoria sin hacer
mucho ruido ni alarde de conciencia. Años después, seleccionando la obra para
una exposición que habría de curar bajo el título des(c)ierto sentido (Centro Nacional de las Artes, 2011), volvieron
a mi memoria sus videos y fue así como retomé los caminos que desde entonces
había seguido el trabajo de Kull. Entre su obra elegí una video-instalación que
incluí en aquella muestra y que, de nuevo, ahora y aquí, vuelve a la superficie
de mis recuerdos con la certeza de que su registro en mi interior se mantenía
aun esperando este otro momento de
ser expuesto.
La obra Presente imperfecto
(Vergangene
gegenwart) 2006, es una instalación de video para
6 canales cuya estructura dispone en círculo un grupo de pedestales delgados de
altura cercana a los 130 cm sosteniendo pantallas de video en pequeño formato sugiriendo
con su emplazar estar ofreciendo ‘algo’ a la vista del espectador; su atinada disposición
cercana al cuerpo expectante e inclinada en ligera pendiente para salvar los
brillos de las luces entorno y llegar directo a los ojos, llaman al cuerpo en
una petición de cercana intimidad.
Sin embargo, lo que sucede cuando el espectador se acerca a ver
alguna de esas pantallas, aparece en ella su espalda siendo filmada. Confundido,
el espectador suele dirigirse a la siguiente pantalla con la extraña ilusión de
ver, otra imagen, o al menos (si habría
de mantenerse la autorreferencialidad dirigida por el artista) ver su rostro proyectado
en alguna de las pantallas; pero en el siguiente monitor vuelve a suceder lo
mismo: la espalda del espectador se muestra como sujeto y motivo central de la
toma.
Más o menos tiempo pasaba hasta que el espectador daba cuenta
de que ahí dentro de ese inofensivo círculo de pequeñas pantallas se estaba
inmerso en un circuito cerrado de imágenes digitales alimentado por pequeñas
cámaras colocadas debajo de cada pantalla. De tal manera que ahí dentro una
cámara siempre filma ‘de espaldas’ al espectador y, en contrapunto, la pantalla
contraria a la cámara que le filma se activa recibiendo esa imagen dada, cuyo don imprevisto, hace
acontecer en potencia y exponencia el sentido del dar. [Por ello el título de
la obra en concreción del modo verbal del tiempo que dicta el presente imperfecto.] Así, con el
redireccionamiento preciso del cableado, cada vez que el espectador se acercaba
a una de las pantallas, aquella que por colocación estaba situada enfrente o ‘detrás’
del cuerpo de quien buscara su imagen dentro del radio que configuraba la obra,
proyectaba por vista su espalda filmada en tiempo sucediendo por una minúscula
cámara que pasa casi desapercibida.
La experiencia que este sencillo ‘trucaje’ electrónico/digital
permitía –la posibilidad de verse dar la espalda–
pudiera parecer banal. Sin embargo, con un poco de paciencia y reiteración del
gesto, resultaba evidente que no sólo se estaba uno viendo de espaldas, sino que de manera literal y efectivamente corporal,
lo que sucede con cada movimiento del cuerpo insistente en busca de una nueva
imagen es que en esa obra, reiteradamente, uno se da la espalda a sí mismo.
Una y otra y otra vez sucede entre el espectador y la obra
esta extraña entrega del cuerpo suyo, desconocido; impidiendo el rostro como
imagen esperable, dando en cambio al cuerpo la espalda, su espalda. Por
sencillo que fuera el mecanismo y poco el tiempo requerido para anticipar su
devenir, lo que hace acontecer la obra de Jens Kull es una confesión de
existencia profundamente silenciada: nuestra imposibilidad de vernos dándonos la espalda (sabiendo
dentro que, con mucho mayor frecuencia de la que nos gustaría admitir, lo
hacemos). Condición en enunciación evidenciada que refiere no sólo a la
imposibilidad anatómica de hacerlo, sino a la condición en reconocimiento de
una discapacidad esencial y extendida (aun si pocas veces asumida y cuestionada).
Pues pensarse a sí dándose la espalda
implica reconocer que se carece de o se ha decidido cancelar el impulso mismo
que daría lugar a la hospitalidad primera; esa hospitalidad que resulta con frecuencia,
última en consideración y en acción, o incluso, perennemente negada; esa
hospitalidad del ser hacia sí mismo sobre la que han venido rondando estas
letras.
Al evidenciar la innegable condición de causa y efecto en que
deviene el direccionamiento de nuestra mirada y atención cuando se destina
fuera de sí, el cuerpo filmado y proyectado en Presente imperfecto, aparentemente obligaba por decisión a la
desatención de su propia estancia. Afirmación en descuido de su propia espalda,
como si para ver más allá de sí, ponerse en riesgo supusiera ser una condición
incuestionable. Sin embargo, lo que termina haciendo el cuerpo que interactúa con
el Presente imperfecto de Kull es
‘cuidarse las espaldas’ (como suele decirse en una extraña pluralización
corpórea que en otro momento habrá de atenderse con mayor cuidado); haciendo de
la llegada imprevista de su propio ser retenido del impulso por restar a
distancia, condición entregada en prenda; como si le hubiera sido entregado el
más valioso presente: aquello de sí que aun cuando le soporta y sostiene
erguido, por entero desconoce.
Pensar el Presente
imperfecto como un estado de atención ciclado en salvaguarda de lo que
suele darse por entregado o por perdido –la propia espalda– permite constatar
que, a pesar de nuestros más insistentes empeños por escapar de nuestro cuerpo
en o sin imagen, resulta imposible ignorar la doble función que se juega sobre ese
horizonte propio que solemos ignorar, si tan solo por no poder vernos la espalda
como flanco a resguardo de indiferencia, en cuya disposición portamos la causa
y condición de nuestra (im)posibilidad de darnos en hospitalidad. Lo que esa
obra obliga y otorga: vernos venir
dándonos la espalda –llamando en cuerpo y en voz al sentido del dar derridiano–
acude en resonancia con los temas que originariamente nos convocaron. De tal
caso que, si la ‘normalidad’ supone no vernos jamás desde o por la espalda,
sino recibirnos y recibir al otro en la afabilidad de la mirada, la voz y al
alcance de la mano; darnos la espalda
se anuncia como un gesto aun desatendido en el que, a pesar de todo (tiempo,
condición, diagnosis) puede radicar el germen que nos ayude a re-conocer (en el
sentido del dar lugar a) la
discapacidad y su reverso.
Creyendo que es posible dar
la espalda –no para ignorar, silenciar o enceguecer el reconocimiento de
nuestra propia condición en discapacidad– sino para sostener en hombros (como
entre comillas) las distancias que su inscripción –como si en presente imperfecto–
nos obligaría a tender. Reconocer el portar y el portal que supone una espalda dada es renunciar a la extranjería que
injertan en el cuerpo los efectos y temporalidades expuestas que trae consigo
(trae a sí, cargado a la espalda) la discapacidad.
“Tener una espalda significa dominar las circunstancias,
estar de pie ante los acontecimientos que constituyen una vida. El extranjero
es aquel, o aquella, que ya no tiene espalda, que encaja la humillación, la
destitución, es quien se ha vencido, casi a ras de tierra, sin recursos y sin
defensa. La tristeza en suma.”
(Sos)tener una espalda que a pesar de la discapacidad resiste y en su ser
residual se entrega sin recursos y sin defensa, como gesto absuelto de tiempo
acumulado en ese irrefrenable ver venir
del daño, será lo que logre recorrer, llevar consigo, el impulso de protección
en sobrevivencia como ser en
distanciamiento hacia el dar incondicionado de la hospitalidad iniciando y
destinado al cuerpo consigo.
Quizá, solo así será que la extranjera que soy cuando por
dolor me destino de espaldas incapaz y vencida al destierro que entonces
permito nombrarme por oposición como un estar a distancia, pueda en cambio asestar la invisible violencia de su
llegada como recibimiento radical de la discapacidad. Será ésta la manera en la
que pueda uno hacerse con la espalda un rostro que llame al tiempo en distanciamiento de su condición, un
horizonte de expectativa, suficientemente lejos –y ya para siempre sin resistencia
cerca– para verse-venir en daño y aun
así y por ello, recibirse sin fallo (es decir, sin juicio) y sin falla.
Porque aun no encuentro un escrito que logre
paralelar o acaso aproximarse a la potencia reflexiva que logra convocar y
comportar el cuerpo en palabras de Jean-Luc Nancy durante la narración en
interrogación crítica de su propia condición corporal y metafísica desde el
aviso del transplante de corazón que sobrellevó su cuerpo en secuelas hasta el
cáncer que terminó su vida. (Nancy, Jean-Luc. L’intrus. París: Éditions Galilée. 2000.)
Recordemos el lúcido ensayo sobre la miopía y sus
discapacidades escrito por Hélèn Cixous cuando y antes de conseguir el verlo
todo de la mirada ya no discapacitada, se pregunta ¿ver de cerca es ver?. Esta
pregunta la he tenido conmigo desde su primer lectura años atrás, queriendo
finalmente responderla: ver de cerca no es ver, es otra cosa, es respirar
consigo o sobre aquello que de tan cerca en realidad no vemos, sino tocamos.
Derrida, J. / Cixous, H. Velos, 2001.
(1998)