la instalación se conforma por un video cuya temporalidad es extensa y
estática, proyectado sobre un papel blanco suspendido del techo separado del muro
de fondo lo suficiente para perderlo de vista. Así, a diferencia de una
proyección sobre muro o material/pantalla, la superficie se siente sutil, imperfecta,
poco pretenciosa, frágil, (im)permanente[1]
—absorbiendo la luz que no logra rebotar como imagen, como si asumiendo (también) su ser transitorio, endeble, tendido. la
tela acentúa la verticalidad y altura a la que se encuentra un único sujeto
(sostenido en una precaria base superior de una antena eléctrica
aproximadamente a unos 30 metros del suelo) —condiciones que serán
determinantes al transcurrir de la obra. sobre los tres muros restantes de la
sala, una secuencia de marcos de pequeño formato colocados uno a uno sin
espacio entre sus cantos parecen a su vez rodear esa imagen, casi idéntica a la
que apareció en los periódicos locales en tijuana algunos meses atrás.
al acercarnos a los cuadros casi idénticos podemos ver y leer lo que
los marcos protegen: una secuencia de anotaciones a mano escritas con lápiz en
las páginas de una libreta común con espiral transparente en su parte superior
como las que pueden comprarse en cualquier papelería. las anotaciones en lápiz
—de variable intensidad, dimensiones y tono de los trazos escritos— ofrecen
también impresa su transcripción dentro de cada marco. la brevedad de las
frases que saturan las páginas asienta un ritmo constante y cortante al ritmo
narrativo, como si anticipando y
fortaleciendo la finitud inminente que va sembrando y confirmando la lectura.
el lector/espectador de tanto en tanto gira el cuerpo y vuelve la mirada a la
proyección, advirtiendo que el sujeto de pie está efectivamente escribiendo en
una libreta las páginas que ahora tenemos enfrente.
entre el riesgo de la altitud, la incomodidad que conlleva sostener
por más de cinco horas la misma postura erguida y el calor que aumenta con el
avance del día, guerra ha descrito con la mayor objetividad y precisión posible
sus recuerdos sobre los distintos espacios en los que ha vivido desde su arribo
a tijuana a la edad de 8 años —desde la vida de una familia condensada en un
cuarto, hasta la amplitud y silencio de una casa vivida en familia; aquella que
sería finalmente ‘la casa’. la casa donde murió el padre. su casa.
el artista describe con claridad y precisión las texturas de los
techos, los rastros de las humedades; los barnices y tonos de las puertas; la
consistencia de los muros y sus gradaciones de sonoridad; los cambios de
iluminación interior entre un espacio y otro —aspecto sin duda determinante en
su manera de ver, comprender, asir y distanciar el espacio íntimo del espacio
público. en una ciudad donde las condiciones y el respeto entre los límites de
‘lo habitable’ deviene especialmente inmisericorde.
a veces, el ruido de la calle traspasaba muros y ventanas, coches y
camiones —generalmente de ilegítima procedencia y muy dudoso estado de
transitabilidad— ese mismo ruido que parece infinito en una ciudad fronteriza
que imaginamos de alguna forma similar al audio que habita la sala que hoy
alberga la instalación: algunas cosas
quedan. entre páginas, espacios, barrios y familia, el artista nos entrega
una historiografía habitacional biográfica cuyos detalles ‘arquitectónicos’
(digamos) van sumando velos que se sobreponen y cuentan a su vez otra forma
narrativa que nos va quedando dentro cargada de una densidad otra en un tiempo que no precisa
palabras. el recuento termina, no por decisión narrativa sino porque concluidas
las cinco horas diez minutos, el hombre que el cuerpo de guerra reinterpreta,
finalmente se lanzó a su muerte. nunca se supo con certeza la identidad de ese
joven entre los 20 y los 30 años, que una mañana escaló una torre de una planta
eléctrica en uno de los extremos de la ciudad de tijuana se mantuvo de pie
—sobre una pequeña superficie (50x50 cm) en la que termina la estructura
superior de la torre— durante 310 minutos antes de decidir su suicidio.
la imagen que proyecta el video es un encuadre inmóvil sobre una
planta eléctrica urbana. tres meses después del acontecimiento durante esos 310
minutos el artista recreaba la temporalidad física y contextual previa al
suicidio de aquél que se dejó caer el 14 de febrero de 2014. durante las cinco
horas y diez minutos que guerra estuvo parado casi inmóvil sobre ese breve
espacio a más de 30 metros del suelo, el artista escribió en la libreta todo lo
que pudo recordar desde su llegada a tijuana a los 8 años. describe con
precisión los espacios en los que vivió y por los que transitaba. memorias que
conforme se van leyendo generan una extraña pero entrañable intimidad entre dos
desconocidos —el artista y el espectador.
en la parte superior de cada hoja de la libreta guerra iba anotando la
hora, —así es como podemos darnos cuenta del paso del tiempo 'real' (re)vivido
por él sobre esa torre. durante las primeras tres horas, la escritura y la
narrativa es tan regular que incluso parecería ignorar la inquietante —y
potencialmente fatal— ubicación en la que está el cuerpo que escribe. poco a
poco, entre frases, situaciones y objetos recuperados como recuerdos van
apareciendo rastros de cansancio y dolores físicos ocasionados por mantenerse
en esa postura tanto tiempo, quejas del cuerpo que guerra no puede ignorar más
y quedan inscritas dentro de la narrativa mnemónica. entonces la dinámica
interior de la obra empieza a modificarse, como si el cuerpo fuera poco a poco
convenciendo a la memoria de su estar en riesgo creciente conforme se siguen
sumando los minutos. así, el presente que intenta ignorar ese cuerpo vivo comienza
a ganar terreno sobre la memoria, la temporalidad y las espacialidades
recordables. las palabras van dejando registro de la conciencia —que no puede
ya esquivar más— del peligro inminente de caer tan solo en un pequeño pero
fatal desvanecimiento o el inicio de un desmayo. el enfrentamiento esencial
queda plenamente evidenciado en palabra como en la imagen (durante las últimas
dos horas del video somos testigos del incremento incidental de un cuerpo que
flaquea, intenta cambios mínimos de posición buscando aligerar un poco la
sentencia del tiempo y el incremento en la temperatura; se lleva las manos a la
cabeza como queriendo cubrirse del sol; atestiguamos un cuerpo viviendo plena a
íntegramente el proceso de su propia debilidad y vencimiento; un cuerpo que,
sin embargo, sigue escribiendo.
las hojas de la libreta se van terminando, igualmente el lápiz y la
fortaleza necesaria para mantener la fluidez narrativa.
al transcurrir las cinco horas el artista deja de escribir; las
últimas dos o tres páginas de la libreta quedan en blanco. el lápiz se ha
consumido. y el video vuelve a empezar.
guerra baja de su propia torre no-muerto, pero sí con el cuerpo
gastado, agotado, insolado. lleva encima más o menos el peso con el que subió.
de inicio afectado por una muerte anónima —una muerte más que a la ciudad más
móvil, cambiante y creciente del país, debe haber resultado por completo
intrascendente– guerra inicia la recreación de las últimas horas que
contuvieron el final de una vida. durando el tiempo impuesto otro cuerpo,
guerra recorre en horas los momentos del inicio de su propia vida en esa
ciudad. sería inútil tratar de imaginar lo que pensó el otro antes de decidir
por la muerte. sin embargo, es muy posible suponer que la memoria detentó un
poder casi absoluto sobre el cuerpo y la agotadora resistencia que lo sostuvo.
enfrentado a la (im)posibilidad de la des-dramatización narrativa con la que el
artista intenta simplemente describir los espacios y la secuencia de su paso de
uno a otro conforme iba creciendo y constituyéndose en la persona que es hoy, algunas cosas quedan, resulta ser una
especie de auto-atentado homenaje en busca de respuestas a preguntas no dichas;
interrogantes que, suponemos, aquel, él y nosotros, deberían estar, permanecer,
acumularse o guardar sus ruinas, si acaso, al menos, en la memoria.
post mortem
una vez que guerra transcribió cada una de las palabras legibles anotadas
aquella mañana en la libreta, filma un segundo video de toma fija en el que
observamos cómo con la goma del lápiz con el que escribió lo enunciable de lo
recordado, borra una a una esas mismas palabras. lo primero que cede es el
fútil trozo de goma que suele terminar por el extremo opuesto los lápices
comunes. cuando sucede, guerra reúne las virutas de goma usada para seguir
tallando con ellas y los dedos los trazos que restan de la escritura. palabras
y recuerdos que se han vuelto casi sin explicación lógica, por completo ajenos.
detalles, afirmaciones, secuencias de una vida recuperada a partir de los
espacios a los que el cuerpo llamó morada. su escritura, la escritura de estos
‘lugares’ aprehendida desde el estático funambulismo de un estar sin-lugar, en
tierra, en vida, devienen borramientos de una narrativa inevitablemente inútil
ante la condición única, última, del cuerpo que se reconoce ante el abismo de
su infranqueable soledad.
[1]
Llamo (im)permanente a todo aquello que —incluso a su pesar— consume dentro de
sí su propia duración-visible, es decir su propia permanencia. Sería oportuno
recordar La invención de Morell (A. Bioy Casares) narrativa
literaria en la que el personaje principal se enfrenta una y otra vez a los
efectos de una falsa permanencia; de inicio fascinado en su isla, observa y persigue hasta
la adoración la (r)estancia de una mujer entre aquellos otros; hasta que cae en cuenta de que la única permanencia
sucediendo y en ello consumiéndose, es la suya —el clímax de la satírica
tragedia tiene lugar en el instante en el que toma conciencia de su propia
(im)permanencia.