hay una forma de dejar ir, sólo una. lo que cambia es el tiempo en el que haces que suceda esa ‘ida’. cuando mueves el arco de cierta manera, extiendes la última nota hasta su último reverbero, como si quisieras que nunca terminara. y quizá, algunas veces, no terminará. será un eco que quede dentro como un recuerdo silenciado, precioso, pero silenciado. depende de la presión que apliques sobre la cuerda con el arco. es esto lo primero que entiendo durante mi primer ensayo a puerta cerrada entre un cellista y un violinista en el salón de una antigua casona guanajuatense.
si vas soltando la presión poco a poco, la nota se
extiende. sí, es cierto —sucede casi visualmente— la ves irse del cuerpo, del instrumento, de la cuerda, del arco, de
las manos, del espacio y del alma; sucede cuando sigues el movimiento de la
mano con el arco hacia fuera.
fue viendo esa nota irse que lo entendí; en esa
primera nota aprendí los distintos tiempos de la desaparición y los
decrecientes grados del desaparecer; aprendí también que sólo hay una manera de
hacerlo. desaparecer es dejar ir.
entonces, sentada a unos pasos del hombre que ha cambiado,
ya para siempre, mi vida, me
preguntaba: ¿qué es lo que se va?; ¿qué desaparece cuando se deja ir esa nota
alargada? pues, a pesar del ruido y a pesar del silencio, a veces el cuerpo la
sigue escuchando, sigue sintiendo la lejanía de su vibración y a pesar de —todo
está ahí— el cuerpo, las manos, el cello, la escucha, la irrenunciable
vibración.
¿qué fue entonces lo que desapareció esa primera tarde?
hace muchos meses escribí un texto para mí, sólo para
mí (de ese tipo de textos, los que sólo escribo para leerlos yo, hago pocos)
pero ese era esencial porque quería entender qué es lo que me provocaba esa
fascinación por la música que produce un solo instrumento: el cello. recuerdo bien que en esos párrafos intentaba
explicar por qué generaba en mí tantas otras sensaciones dentro que aún no sé
describir; acontecimientos que nunca he sentido en el cuerpo de mi cuerpo
escuchando ningún otro instrumento, alejado, ya para siempre,[1]
de otro sonido.
supongo que en ese escrito no mencioné —pues no lo
sabía con esta certeza— la abiertamente erótica relación que mantiene el
instrumento y su intérprete cada vez que se tocan. es un entendimiento corporal
que habita otro tipo de espacio y cadencia del que pudiera querer asirse
cualquier otro instrumento y, adivino, todo cuerpo despierto.
de la cintura hacia abajo parece que el
cuerpo-que-toca está ya desde siempre
vencido, entregado al instrumento, a su merced, gustoso y sin preguntas.
pero el rendimiento tiene una contraparte, igualmente
fuerte. creo que lo que estoy por relatar quizá no sea un gran descubrimiento,
lo sé. de hecho, lo dijo la física hace cientos de años: “a toda acción
corresponde una reacción de la misma intensidad pero en sentido contrario.”
pero verlo suceder, todo, ambas acciones/reacciones a un mismo tiempo en un
mismo cuerpo es algo que quita el aliento y roba las palabras antes siquiera de
poder ser enunciadas, antes de ser incluso pensadas.
es el cuerpo: los brazos, los hombros y la espalda dan
cuenta de una fuerza que parece invencible. dejan ver el absoluto dominio de sí
mismos. la tensión es perfecta, clara y sin tribulaciones idiotas.[2]
esta ahí y no para otra cosa sino para hacer suyo ese instrumento; para sacar
de él todos los sonidos y tempos que entonces
—ese mismo cuerpo— puede apenas imaginar.
“y la música comienza. poco a poco. ahora a toda
velocidad. el techo desaparece y naturalmente flotas; flotas arrancado,
arrastrado, llevado, elevado, en alas y por esa infinita y constante cadencia…”
algo así es lo que decía reinaldo arenas —uno de mis dos escritores favoritos.
pero arenas hablaba sobre el sonido del tecleo de las manos sobre una vieja
máquina de escribir, no de música; y a su vez, sí, por supuesto que hablaba de
música —ahora me doy cuenta, hasta ahora me doy cuenta. otra coincidencia
destinada.
la batalla comienza, el enamoramiento, la dulzura, el
cuidado, la entrega. todo está ahí, frente a mí, entre ellos. el mundo nace y
muere ahí dentro, entre ellos que son cuerpo y cello. yo observo, escucho y
trato de escribir, pues es esto lo que hago cuando el mundo me destroza y me
maravilla, escribo. escribo para
decir que entre ellos el aire se ha vuelto el mismo, la respiración, el dolor,
la delicia, la razón. y es así. ¿qué más pudiera importar?, me pregunto. existe
incluso lugar, sentido, tiempo ¿para algo más, para alguien más?
la respuesta me resulta tan obscena como la pregunta.
dejo de escribir y me doy cuenta de que escribo porque estoy aterrada,
atemorizada de dejar de ser-oración y ver si esto que estoy respirando entre
notas que me transforman, es la vida. me atrevo a levantar la mirada, me separo
de un golpe —como si[3]
mortal— de la hoja, de las palabras, de mi mundo impenetrable, de mi cadencia.
dejo de escribir para verte y es esto lo que veo. he aprendido a escuchar.
marcela quiroz
guanajuato,
mx, 19 de noviembre, 2015
[1]
esta figura autoral —‘ya para siempre’— será explicada en su integridad en los
siguientes movimientos de este libro que aquí y así comienza.
[2]
Pensando la idiotez en el ‘tono’ que configura el idiota de dostoievski.
[3]
Ese ‘como si’ al que recurriera jacques
derrida, retomándolo a su vez del inmenso pensador árabe-egipcio, edmond jabès.
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