tengo un problema. poseo una sorprendente habilidad para fundir bombillas. entiendo que resulta difícil de creer y más aún de comprobar, pero es así. simbólicamente mi ‘habilidad’ empezó una noche hace 14 o 15 años cuando fundí la mitad del edificio donde vivía. sucedió cuando conecté una aspiradora al enchufe de mi recámara. en un instante —sin prender la aspiradora— la mitad derecha del edificio de seis pisos, se apagó. aquella noche estaba furiosa y frustrada. tenía una urgencia por ‘aspirar’, por remover el insoportable asentamiento de lo estatizado. necesitaba limpiar lo que fuera, quitar polvo, mejorar algo, tranquilizarme.
de ese memorable apagón he dado lugar a un sin fin de ‘fundimientos’. suceden cuando estoy alterada y enciendo algún tipo de lámpara, de techo, de pie, de muro, de mesa o de mano. al paso de los años he constatado mi capacidad de fundir bombillas, aparatos, habitaciones y apartamentos. dejé de creer que esas sobrecargas eléctricas eran coincidencias recurrentes.
a este problema se suma la inestabilidad que me recorre cuando desenrosco una bombilla recién fundida. cuando la tengo en la mano, apenas iniciada la tibieza de sus bordes, me resulta imposible tirarla a la basura. y, en lugar de hacer lo que resultaría normal, es decir, depositarla sin mayor consideración sobre la pila de desechos inorgánicos, me detengo. los filamentos ya quebrados, quemados, rotos, son los que invariablemente me atrapan. cada vez, como la primera, esos delgadísimos hilos metálicos que cuando continuos, unen los polos, me vencen, sucede que son ellos finalmente los que me funden. tan sutiles y silenciosos, pudorosos e inteligentes, envuelven enroscados aquello que imagino como la huella del espacio que ocupaba otro filamento, éste recto, directo, horizontal, inamovible e invisible, de aire solidificado. el filamento imaginario guía y mantiene en su sitio y a distancia cada uno de los giros, estrechísimos, que conducen la corriente eléctrica al encenderse una bombilla. es en ese condensado territorio casi deshabitado a la mirada cuando resuelvo no sólo impensable sino reprobable tirar ese cuerpo de delgadísimo vidrio que —excepto por esa mínima des-unión, que suele quemarse y trozarse casi siempre a la mitad del filamento enroscado— mantiene intacta su vulnerable integridad.
una vez fundida, no encuentro una segunda razón para deshacerme de una bombilla.
fue la suma de ambas acciones —la primera impredecible, la segunda provocada— por lo que empecé a acumular una considerable cantidad de bombillas de distintos tamaños, ‘wattajes’, tonalidades, marcas, formas y orígenes. rechazado su tránsito al submundo de los desechos, he ido acomodando las bombillas en peceras redondas, también de vidrio, de tal manera que queden siempre a la vista. así reposan como burbujas vidriadas una y todas las bombillas que, por injerencia mía o no, en su momento dejaron de iluminar. lo hago pues encuentro en un objeto de tan sencilla y apacible estética, escueta y exacta manufactura, como es el cuerpo de una bombilla, un recordatorio sobre la extrema fragilidad que protege la infinita potencia de la electricidad. discreto y delicado objeto que, cuando fundido, abre el tiempo de su existencia al infinito, deslindado del apremio de su destinada caducidad, para permitirme observar en su interior la creación de algo perfecto. de tal suerte que, cada vez que fundo otra bombilla me detengo a admirar con asombrada atención ese sencillo mecanismo que porta en sí la posibilidad de contemplar sus entrañas también de noche.
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