En 1985, Jorge
Luis Borges relataba en una conferencia algunas experiencias sobre su único
viaje a Japón. Sin más, afirmaba haberse sentido en todo momento como un
bárbaro injerto en una cultura milenaria y honorable. Guiado por una compañera de
viaje de memoria joven y ojos certeros, Borges comparaba su personal estado
físico ante tal emprendimiento transatlántico de esta forma: “en cambio yo,
viejos ojos ciegos; mi memoria es pobre” –evidencias irreversibles que con
un resto de resolución confesaba haber enfrentado así: (a pesar de ello)
"traté de no ser indigno de aquel viaje."
De sobra se sabe
que Borges vivió sus últimos años escribiendo desde una mirada ciega; sin
embargo, no es frecuente entre sus escritos el enfrentamiento con esa condición
de ‘indignidad’ que esta frase devela como íntima duda de pertinencia ante la
invitación a conocer un país cuya visibilidad le permanecería ajena.
Sobre lo indigno
y la ceguera atravesados por la palabra que entre ellos se excusa[1]
andaremos a tientas siguiendo, por un momento más, a Borges en aquellas
memorias: “Yo pude conversar con un monje de un monasterio budista.
Este muchacho, de unos treinta años, había estado dos veces en el Nirvana;
me dijo que él no podía explicármelo, y yo le entendí. Toda palabra
presupone una experiencia compartida. Si yo digo "amarillo", se
entiende que el interlocutor ha visto el color amarillo. Si no lo ha
visto, la palabra es inútil. Bien, él no podía explicarme nada porque yo
no había alcanzado el Nirvana.”[2]
Sobre la imposibilidad
de la palabra para asignar lo invisto y exponer su potencia compartible también
hablaremos, intentando, en este caso, comprender cómo sucedería, si tal, la
indignidad de la palabra que desconoce; carece de; ha olvidado; o acaso, ha
decidido perder su referente, y con ello, su lazo con el mundo.
Retengamos
mientras tanto esa afirmación entonces comprendida en silencio por un hombre
ciego frente a un monje: ‘toda palabra presupone una experiencia compartida.’[3]
Desde hace 17
años, el artista chino Song Dong escribe un diario de agua sobre una laja de
piedra que casi de inmediato hace desparecer por absorción sus trazos. La
escritura del diario trazada de invisibilidad destina en el no-dejar-de-sí,
sólo el recuerdo del gesto en el cuerpo y su registro fugado en una serie de
cuatro fotografías. La impermanencia escritural de su ser en desaparición
dispone de una función poco usual a la mirada, pidiéndole no que exija de la superficie escrita la emergencia y soporte de un
significado legible, sino la disposición para distenderse en estado de
coexistencia táctil sobre la imagen como duración, más allá de la huella de los
caracteres trazados de caducidad. La escritura que desaparece pide, conforme se
absorbe, que la dejemos ir; como si nos diera permiso, lugar y dignidad en el
actuar para no-verla. Como si
–siguiendo en reverso la presuposición de Borges– fuera esa la experiencia compartida que la palabra
quiere entregarnos en esta obra: su desaparición.
Se podría hablar
aquí también de un carácter indigno e incierto, como si las memorias confesadas
del artista carecieran de la dignidad suficiente para permanecer, y que por
ello se entregara a la velocidad y contundencia de su absorción. Sabiendo que a
pesar de capturar el acto en cuatro fotografías, sucederá primero la
desaparición del signo antes de la completud del significado, de tal
temporalidad fugaz que del artista restará intocada la (in)dignidad en
(in)transcendencia de sus secretos.[4]
[Esta hipótesis podría sin mucho esfuerzo sostenerse cuando se comprende el
valor que social y culturalmente se ha destinado históricamente en la cultura
china a la grafía y aquello verdaderamente digno de permanecer como palabra
escrita para recordarse y durar como testimonio y legado. Cuando por otro lado,
debemos recordar que la enseñanza taoista finca la verdad del actuar, de la
existencia, en el gesto (aparentemente) inútil, ‘ineficaz’, aquel que no deja
huella ni resulta conducente a una acción de ‘mayor importancia’.[5]]
En cualquier
caso, si volvemos a Borges escribiendo en memoria de un antes de la mirada, podríamos casi estar seguros de que el escritor
encontraría sentido en el reiterado gesto del artista chino por confirmar ese
residuo de palabra incompartible que anida en el cuerpo. Ni la escritura de
Dong es para leerse, ni el Nirvana es para ser narrado. Sería igualmente inútil
intentarlo en ambos casos, perdería sentido el gesto mismo por semejar
analogías con las huellas de un lenguaje de estancia insuficiente.
**Esto lo
entiende Borges viajero cuando es dejado sin palabras o descubierto de ellas
como si de (re)aparecer el lenguaje y sus significados compartibles le pudieran
cubrir como un manto; un manto digno para portar la ceguera. Sin manto (el del
lenguaje), el cuerpo es incapaz de portar narrativamente la experiencia. El
monje sabe que de nada serviría intentar decirse para osar ‘acercar’ en
palabras el Nirvana, pues serían palabras ciegas. Todo conocedor de la
sabiduría del dao, sabe que de ello,
de la vía, no se habla.
Borges escribe
sobre lo que no ha visto con palabras que asumen su eficacia en la duración de
su inexistencia. Enuncia así su forma de comprender lo intransmisible a la palabra de lo que tantos filósofos occidentales
han hablado también (Roland Barthes y Jacques Derrida entre ellos[6]).
Intransmisibilidad que ahora nos ofrece un estado de convivencia entre lo que
las imágenes fotográficas de Song Dong captan en comprobación de lo invisible.**
El gesto del
cuerpo que escribe un diario con agua precisa de una relación distinta entre el
ser y la palabra de la que creemos o solemos disponer y dar por entendido.
Sobre esta obra y su empeñada impermanencia he reflexionado ya muchos años; sin
embargo, nunca había pensado en esta pieza desde el lazo de una relación de
(in)dignidad entre la palabra(escritura) y la vista(mirada).
Pienso entonces
que en la escritura del diario de agua sucede algo parecido a este intento de
dignidad que Borges pretendía asumir; releyendo su afirmación parecería
esconderse en ella algún resto de asumida futilidad inexplicable a sus
anfitriones.
Las fotografías
con que Song Dong registra uno de los muchos días de su proceso escritural
acuoso intentan comportar un registro digno y duradero de un empeño íntimo
y seguramente también inútil (*como
la mirada táctil del escritor sobre algún paisaje cuyo silencio anuncia el
tenor indescriptible de sus bordes) buscando la forma de dejar un registro de
experiencia compartible sobre aquello de otra forma incomunicable –*ya sea el
decir íntimo de uno, o la impresión invisible del otro.
Me pregunto si
¿dejar por escrito aquella duda sobre la dignidad deseada por Borges, comparte
en sustancia la humanidad de la confesión (in)visible del artista que hace por
dignificar en obra su íntimo hacer de años habituado? Ambos hombres declaran a
su modo la conciencia precisa y clara sobre el cuerpo (in)visible de su acción.
Apelando a la súplica, al suplicio, al suplir de lo que, a pesar del tiempo,
logra restar y queda como memoria de una palabra de aquello que –a pesar de
ellos– pudo haber sido visto.
Preveo que aún
estas palabras no se han detenido lo suficiente sobre eso que pretendo ver como (in)dignidad trazada entre
estos hombres y sus obras, invocando entender sus refugios sin imagen en la
palabra y sin palabra en la imagen.
Intentemos
asirnos de la duración (in)digna de una palabra que se desvanece como la de una
mirada que a pesar suyo no ve. Ambas confinadas a ser-sin-registro.
Si partimos del
entender semántico de la palabra derivable entre su condición adjetiva y el
obligado ser-sujeto hacia el que busco lanzarle: indigno/(in)dignidad
tendríamos que traer a nosotros, a la escucha y al cuerpo, un afluente de
sentimientos relacionados con la insuficiencia que sobre uno o sobre el otro se
vienen encima para dejar sobre sí su estigma como marca indeleble. Tendríamos
que habérnosla con la falta de mérito o derecho; con la insuficiencia de
razones laudatorias; incluso con la ira que hace fruir la indignidad en
indignación.
Pero posiblemente,
entre las definiciones de sentido que comportan una fertilidad más en
consonancia con nuestro comprender, hayamos de recurrir a aquellas que hablan
de la indisposición y la incapacidad. Hemos de dejar en claro (entre su
necesario enturbamiento) que los motivos para tal indisposición e incapacidad
con que se relaciona el ‘ser indigno’ pueden ser tan variados como dudosos,
pero en general apuntan a aquello que desde su estado de preparación para el
viaje, condensaba ya Borges en tanto condición en-desventaja-asumida pero
soportable (y en ello su durabilidad como capacidad de supervivencia); esta
(in)dignidad tendería a verse
entonces como un estado extensivo al resto de la experiencia vital y sus
derivas reflexivas.
Como si a sabiendas del no-ver y su indisoluble capa de (in)dignidad el
cuerpo asumiera desde la palabra un estado irresuelto frente a lo visible;
irresuelto e insoluble. La dignidad que buscaba así la no-mirada de Borges
frente al viaje aparentaría carecer de la solubilidad con que las palabras de
(in)digna permanencia del artista chino solventarían su injustificada duración.
Pero, establezcamos aquí la vertebralidad de la diferencia entre la ‘indisposición’
y la ‘incapacidad’. Hagámoslo pensando en un tercer momento de existencia entre
un hombre y su invidencia –sea de imagen o de palabra.
En otro tiempo y
contexto, pero negociando desde su lugar esas formas de estar entre la imagen y la palabra, el fotógrafo mexicano Gerardo
Nigenda, retrataba desde su ceguera un espacio arquitectónico completamente
borroso. Como sabiendo de antemano que esa mirada –la de los ojos y la cámara–
no es la única, ni es necesariamente fiable, quizá tampoco digna[7]
–entre la indisposición y la incapacidad que hemos ya llamado a ver para escuchar su distancia.
Resulta así,
como varios de ustedes deben ya conocer la que fuera su costumbre de relación punzada con la imagen, que sobre la
fotografía impresa –siendo esta precisa imagen a cuya memoria nos asiremos: la
del patio del Centro Fotográfico Álvarez Bravo– Nigenda perforó en Braille una
descripción perfectamente narrada del espacio que su cámara, como sus ojos
juntos no-vieron(sino recorrieron); espacio que fotográficamente ambos, cuerpo
e imagen, no-nos comparten(sino en evocación). Quizá, de verlo, el resultado
por entero borroso de la toma fotográfica le pudiera parecer por entero inexcusable
a algún otro fotógrafo o espectador que esperara en literalidad lo que Nigenda
promete: enseñar en comprobación visible cómo es ese pequeño y cálido patio interior del CFAB en Oaxaca. Al
contrario sucede, inmersos en la incapacidad descriptible de la imagen, nos
encontramos como Nigenda a un lado de quien debe haber servido entonces como
guía o acompañante para confirmarle en voz los contornos, dimensiones y colores
de ese espacio, escuchando (en nuestro caso leyendo) la vívida narración de un
encuadre arquitectónico habitado, que como imprecisión visual, ha sido
literalmente inscrito sobre la
imagen; seguramente conciente del (in)digno contenido descriptivo que la
fotografía ‘sola’ nos ofrecería frente a su experiencia. Resultando que lo que
la foto no nos dejará ver; la palabra en su narración penetrada nos hace tocar,
para afirmar desde el interior de nuestro cuerpo una disposición para conocer
lo que hubiéramos exigido ver. Quizá es que desde el principio no entendimos la
promesa de Nigenda: no habría de mostrarnos como es, sino cómo se ve.
Se leen así
sobre la superficie de la imagen las punciones de su descripción:
Pilares de color blanco. La pared tiene una enredadera
color verde y las flores son moradas. La unión entre pilares está compuesta de
plantas y macetas de color también verde. Las plantas son cactáceas en su
mayoría. En el fondo se ve el vigilante, don Tino, y al fondo la entrada
principal. El piso del primer patio es de cantera verde. La toma se realizó
desde la parte posterior hacia el frente, por lo que se muestra la entrada.
Gerardo Nigenda. Primer patio CFAB
Pero Nigenda
supo, seguramente desde el instante previo al disparo de la cámara, que aún de
haber apresado una imagen de apariencia ‘perfecta’ (es decir en un sentido
formal tradicional en cuanto a información tonal, juego de profundidades y
contornos nítidos) restaría indecible lo que a él le interesaba compartir (en
tanto convivencia durable) de un espacio. Sería insuficiente cualquier
fotografía, o incluso un grupo de ellas, para condensar la familiaridad en la
experiencia corporal que la narración punzada remite. Nigenda hace evidente en
esta compenetración escritural sobre la superficie de luz impresa que reconoce
con todo el cuerpo, la incapacidad de la fotografía para develar en la más
plena (in)dignidad lo que a él le interesa entregarnos no como obra, sino como
experiencia.
En perfecta
resonancia y fe sobre la afirmación de Borges –‘toda palabra presupone una
experiencia compartida’– Nigenda destina al lenguaje como marca legible la
reinstauración de la dignidad en la imagen –en tanto don, capacidad y
disposición. Una vez leída su descripción (que incluso enturbia aún más la
superficie de lo visible retratado) el espectador lo entiende todo, sabe,
reconoce, asume y agradece con vista borrosa, que ahí, en ese cuadro, sobre
esas palabras que habría de saber leer con la punta de los dedos; de ese
espacio que quizá nunca ha habitado, ya todo le ha sido dado; quien observa la
imagen de Nigenda comprende que aún sin probarse digno de ello (dispuesto o
capaz de recibirlo) le ha sido dado
el don indecible del mirar que sobrepasa su designio –aquel del que un monje
japonés la hablara en silencio a Borges.
En un gesto
aparentemente contrario al de Song Dong, Gerardo Nigenda inscribe en la
permanencia de la punción sígnica lo que no confía en destinar a los contornos
(im)precisos de una fotografía no-filiada. Uno y otro, Dong y Nigenda,
despliegan entre la imagen y la escritura un sentido particular de lo que
‘pueden decirse’ la una a la otra; ponen a prueba los sentidos y alcances de la
mirada que guarda silencio y aquella que también ha aprendido a leer lo que no
ve; distancian las posibilidades legibles de la escritura tanto como los
destinos visibles de la imagen fotográfica. Entre ellos, cuestionamos nuestra
propia dignidad sobre lo que (sabemos o no) recibir del mundo y sus contornos
visibles o enunciables. Entre ellos, como si tuviéramos también que prepararnos
mentalmente para un viaje en el que nos pre-visualizamos como salvajes
enceguecidos, las obras de Song Dong y Gerardo Nigenda nos obligan a cuestionar
lo que usualmente le pedimos a la mirada que cree saber distinguir sin
prejuicio entre imagen y palabra. Recordando que entre los huecos de nuestras
expectativas y las heridas de nuestras inseguridades, existe la posibilidad de
convertir nuestra fragilidad en una experiencia compartida de cegueras
desmontables.
Antes de
concluir, recordemos a Roland Barthes hablando sobre la relación entre el arte
y la escritura para sugerir un discurso que pudiera hacerse de ello sobre los
linderos del goce; hablar del discurso estético, sugería Barthes, dándole a esa categoría una ligera torsión
para alejarla de su fondo idealista y en cambio acercarla al cuerpo, a la
deriva.[8]
Hacerlo, atreverse a disparar una cámara estando ciego; asumirse en fortaleza y
dignidad para viajar a un país ‘invisible’; enunciar por años el tiempo del
alma sólo para constatar la propia transitoriedad; son formas asumidas en
respuesta activa a esa propuesta lanzada por Barthes sobre la posibilidad de
‘recuperar’ el discurso estético.[9]
Alejarse del idealismo del viajero convocado en plena lucidez; ausentarse del
impulso por legarse en la escritura; fotografiar un espacio sobre el entendido
de su sensación dimensionada exclusivamente por el cuerpo propio, es suponer
que entre estas vías no sólo se habita la disposición
y capacidad de asumir el goce de la
experiencia derivada, imperfecta, incompleta e (in)digna; sino que las señas
visibles de nuestra propia indisposición saben traspasar, atravesar, perforar y
proyectarse dándonos (al tiempo inasignable del don) la silenciosa calma
retribuida del decirse hacia otras duraciones
–invisibles, inenarrables o desaparecidas– desde el reconocer de la propia
insuficiencia –mediática, narrativa, corporal– compartida y complementariamente
(in)digna.
Recuperar la
conciencia de la debilidad que somos, sugería Derrida, es la única manera de
dar lugar al acontecer. Si somos incapaces de reconocernos al amparo y en
resguardo de las imágenes y las palabras que (re)creamos en tanto residuos de
aquello que nos sucede y en su durar destina nuestro acontecimiento, no
habitará en ellas la fuerza que nos permita dar
a leer, dar a ver, nuestro
existir siempre incompleto y siempre en busca de reconocerse olvidado en
el decir del otro que mira sobre nosotros lo que somos incapaces de ver.
Imágenes:
Song
Dong. Writing Time with Water. 1995 -
a la fecha. 4 fotografías a color.
Gerardo
Nigenda. Primer patio del Centro
Fotográfico Manuel Álvarez Bravo. 1999. Plata/gelatina.
[1]
Hablar aquí de una palabra que ‘se excusa’, es traer sobre el discurso esa
palabra que intenta disculparse de su indignidad anunciada o padecida como
condición de antemano explicada al otro, puesta frente a el, ofrendada en
extracción.
[2]
Jorge Luis Borges. “Mi experiencia con el Japón” - conferencia
pronunciada el 8 de julio de 1985 en la sala Promúsica en Buenos Aires, Argentina. http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2010/09/jorge-luis-borges-mi-experiencia-con-el.html
[3]
No dejemos de notar que en ese momento entre-dos sobre la certeza de
imposibilidad compartible del lenguaje para decir lo que uno demanda del otro,
sucede ese otro tiempo de la palabra,
cuando silente, reconoce su estar-en-reconocimiento; más allá de su ser
reconocido o reconocible.
[4]
El despliegue semántico y sintáctico entrecomillando el prefijo negativo (in)
al que recurro al recorrer de este ensayo, se insiste para reiterar la
condición no sólo dual o reversible de la palabra, sino injerta de su propio
significado contrario; ya que al discurrir de la escritura estos conceptos van
evaluando su propio acontecer y pertinencia dentro de sus propios confines.
Entrecomillar el prefijo (in) lo encasilla y como unidad variable, le reitera
aislado y aislable; no destinado por derecho dado a una cierta cualidad
sustantiva o adjetivada sino en una determinada condición de colindancia que no
le permite sino horadar dentro de sí, si ha de penetrar el sentido de la
palabra a la que decide anteceder. Suspendido en este estado de colindancia
diferencial sostiene en promesa su potencial endógeno sobre la palabra en la
que ha de consumirse.
[5]
Al respecto se sugiere la lectura del Tratado
de la eficacia y el Elogio de lo
insípido de François Jullien, ambos editados por Siruela.
[6]
Entre otras figuras, Barthes avista esa intransmisibilidad de la palabra una
especie de mirada al fondo del lenguaje, ligada a la tradición, pero aún,
inasignable en nombre y consistencia. Derrida hablaría, entre otras cosas, de
un resto, esa restance que no es
cuerpo ni es escritura, pero que permanece en la letra sin destinatario
preciso, pero cierto. Recordemos entre
ellos la posibilidad de hablar de aquello que aún intransmisible, es
‘recibible’ en la escritura (distinción atendida no a profundidad por el propio
Barthes en su ‘autobiografía’ como estado de existencia entre el texto y el
lector, entre sus más conocidas categorías de lo ‘legible’ y lo ‘escribible’).
Al respecto ver: Barthes, Roland. Roland
Barthes por Roland Barthes. Caracas: Monte Ávila Editores. 1992. (1975) p
129.
[7]
Pensando aquí la ‘dignidad’ en tanto estado de correspondencia entre términos
que equivaldrían su valor o merecimiento de asignación; digamos por ejemplo,
entre el espacio retratado y su imagen; entre la mirada humana y la de la
cámara, etc.
[8]
Ibid. p 94.
[9]
Propuesta lanzada con un cierto descuido entre los muchos y variados apartados
que componen Roland Barthes par Roland
Barthes, ¿como si inseguro de la propia dignidad de la apuesta?