"…sucede,
tras un cierto tiempo, un espacio bidimensional, como un cuadro sin límites
ciertos que formara un ángulo muy pequeño con el plan de tus ojos, como si
reposase, no del todo perpendicularmente, sobre el puente de tu nariz, cuadro
que, en principio, puede parecerte uniformemente gris, o más bien neutro, sin
colores ni formas, pero que, rápidamente, sin duda, resulta poseer al menos dos
propiedades: la primera es que se oscurece más o menos según cierres con mayor
o menor fuerza los párpados como si, más precisamente aún, la contracción que
ejerces sobre el trazo de tus cejas cuando cierras los ojos tuviera el efecto
de modificar la inclinación del plano en relación con tu cuerpo, como si el
trazo de tus cejas formase el eje, y, por consiguiente, a pesar de que esta
consecuencia no parezca demostrable sino por la evidencia, el de modificar la
densidad o la calidad de la oscuridad que percibes; la segunda es que la
superficie de este espacio no es regular en absoluto, o más precisamente, que
la distribución, el reparto de la oscuridad no se realiza de manera homogénea:
la zona superior es manifiestamente más oscura, la zona inferior, que te parece
la más cercana aunque ya evidentemente las nociones de cerca y lejos, alto y
bajo, delante y detrás, han dejado de ser del todo precisas, es mucho más gris,
es decir, no mucho más neutra como crees al principio, sino mucho más blanca, y
por otro lado contiene…"[1]
no sé qué se pensará cuando uno decide iniciar un texto propio citando de tan larga y precisa manera las palabras de otro. y sin embargo, resulta imperioso hacerlo ahora, si quiero pretender que todos aquellos quienes no estuvieron ese sábado en el patio interior del munal, puedan medianamente compartir el despliegue pictórico-corporal que el artista/bailarín/coreógrafo tony orrico mantuvo aconteciendo entre su cuerpo, el papel y nuestra respiración durante casi cinco horas.
partiré
de un punto de visibilidad confusa y movimiento restringido como se sentía
estar a un lado de orrico sobre el piso, escuchándolo trazar con los carbones
en ambas manos, respirar entre cambios y esforzar desde el cuello la mirada. y
sucede, me doy cuenta ahora, que este punto de visibilidad confusa y movimiento
restringido no es distante del que se suele partir cuando se escribe. de varias
maneras, lo han dicho grandes ‘escribientes’ (que no escribanos) como roland
barthes; jacques derrida y edmond jàbes; es todo el cuerpo en estado de tensión
y ansiado rendimiento el que anticipa la palabra. así, intentaré situar al
lector en equidad de circunstancias con el artista que dibuja con carbón lo que
sus brazos alcanzan, encuentran, repiten, reconocen y resisten desde el espacio
que el cuerpo deja para sí cuando interactúa con una superficie plana y blanca
colocada sobre el piso bajo el intenso rayo del sol de abril en la ciudad de méxico.
intentaré también hacerle compartir lo que el cuerpo expectante sentía crecer
dentro de sí con cada pequeño movimiento del ritual dibujante al que muy pronto
se sentía compelido, llamado, comprometido y seguro de no querer dejar-ir.
regresemos entonces a este punto de visualidad incierta capturado astutamente por georges perec para describir un espacio, por igual, cambiante a ojos vista. ese sábado, sobre ese gran papel de pulcro e intenso fulgurar, orrico intentaba abrir y cerrar los ojos con esa misma insistencia lúcida con la que perec iniciara ese, entre sus libros, escrito hace casi 50 años. paradójicamente, este libro que cito para explicar el acontecer de orrico, llamado un hombre que duerme, se dice que es el inicio de los ‘bartlebys’ –aquellos sujetos que de un día para otro deciden a todo responder ‘preferiría no hacerlo’ sin motivo aparente para su asumida ineficiencia. quiero creer que en alguno de esos instantes insolados de pupila lacerada, orrico quiso decir para sus adentros la anhelada y temida frase de todo aquel que cuesta arriba se detiene a pensar dos cosas: 1) cómo fue que llegó hasta ahí; y 2) cuanto será y cómo hará para soportar lo que le falta para llegar a la cima. y sin embargo, orrico, respirando en calma, balanceando rítmicamente los brazos a sus costados; siguiendo el ligero rebote de los golpes de carbón sobre el patio que iban dejando las trazas de los círculos más pequeños; contrayendo para extender la espalda y las piernas al ansia de continuar con los círculos más amplios; resistiendo la tensión desde el cuello hacia las rodillas y los talones desnudos; orrico siguió dibujando, como si aún después de todo ese tiempo siguiera en busca de los diámetros casi-perfectos que su cuerpo traduce en ciclos.
seguramente habrá quienes todavía desconocen la obra de tony orrico; quizá menos los que tuvieron la fortuna de verlo creando uno de sus dibujos ambidiestros (penwald drawings, como nombra a esta serie) en la saturada y sobrevaluada 'semana-maco'. el asunto es que, realmente, si no se conoce del proceso que les ha engendrado, los dibujos terminados –por seductores que resulten a la mirada táctil– no resuelven el enigma que el cuerpo ajeno alcanza a entrever más allá de la (a)simetría tan hospitalariamente humana que portan por fachada. y para verles-sin-verlo, tampoco serviría saber que como bailarín orrico ha formado parte de compañías tan reconocidas como la trisha brown dance company y shen wei dance arts; pues lo que sucede cuando orrico se mueve sobre el papel para dejar por huella los trazos de su cuerpo móvil tampoco corresponde a un ejercicio dancístico. ese sábado parecía que lo que pasaba con el hombre de las manos de carbón tenía más que ver con una forma de negociación y compromiso entre el cuerpo y una no-mirada que parecía empeñado en recordarse a sí mismo la condición de (no)ejercerla, una y otra vez.
debe
ser claro para cualquiera entender que no es fácil dejar de ver cuando se está
seguro de que se tiene la facultad de hacerlo; cuando se está seguro de que el
par de ojos que portamos son la mejor herramienta que tenemos para asimilar lo
que tenemos enfrente. este ha ser uno de los primeros riesgos/retos con los que
orrico se enfrenta en sus dibujos. no sólo porque suceden a tan corta distancia
de tan amplia extensión que para cualquier ojo o lente sería imposible capturar
del centro hacia sus bordes; sino porque en estos actos dibujísticos, lo último
que pudieran ver (y verán) los ojos, es lo que las manos dibujan. ceder ante
ese necio impulso por estar-viendo-mientras-dibuja implicaría para orrico no sólo
una pérdida de concentración posiblemente irrecuperable, sino y sobretodo el
peligro de restar de sí el ritmo del trazo que sabe y disfruta su no-videncia. ésta
es, debe ser, una de las negociaciones más apremiantes que el artista(y su
mirada) debe hacer con su cuerpo(bailarín).
salvado
el impulso, vencida la claridad y asumido el velado contacto de los ojos (casi
siempre abiertos) con el papel, orrico se alimenta de una desbordante ligereza.
y es esa ligereza traducida en libertad la que demuestra su cuerpo, a veces pareciera
incluso envidiabemente segura de sí, cuando entre-trazos y sobre ellos gira y se extiende y
se contorsiona y rebota y se vuelve a tender sobre los puntos de tensión geométrica
(im)precisa que su posición va determinando en equilibrio reiterado y dialogada
locación al ir haciendo los círculos en los que va dejando, uno a uno, el
contacto residual de sus movimientos. resulta perfectamente evidente, cuando se
está en co-presencia de ese cuerpo-dibujando, que sobre la textura izada de la
duda, llega temprano un instante de reconocimiento donde el cuerpo se sabe
habitar; es ese momento, revelado por el ritmo de la tímida y consistente
sonoridad de los brazos batiendo y rozando una superficie antes neutra, cuando
el cuerpo respira la (a)temporalidad misma de su potencia. es entonces cuando
se invisibiliza en escucha el compromiso que el primer trazo había ya sellado.
ese compromiso que reconoce como única arma, defensa y resistencia, el fruncir
de las cejas en un intento, acaso vano, por mediar el exceso de luz que entra y
la memoria de los gestos que escapan.
sucede
todo en ese instante siempre repetido, recuperado, redimido, cuando el cuerpo
se arrodilla, que se reconoce la futilidad de las mediciones, los cálculos, las
previsiones, los referendos. en ese entrecerrar de una mirada decidida a
dibujar-lo-que-no-ve, se transforma el mundo. el cuerpo, transfigurado,
recupera su ser trazado… historia, destino. el pensamiento desnudo por
sobreexposición y palpable inadecuabilidad, se deja prensado entre las primeras
vértebras cervicales; deshabilitado el peso de su condición-guía, durante las
horas que dura el cuerpo en carboncillo, se atreve a no insistir.
cuando
llegué al museo ese sábado, le comenté al joven en taquilla que venía a ver el
performance de tony orrico. “se ve mejor desde el pasillo del primer piso” –me
dijo con entera seguridad. yo le hice caso y subí directamente, sin pasar por
el patio donde ya estaba orrico colocándose en el primer centro de círculo que
demarcaría su ser arrodillado. calculo que las primeras dos horas las ‘vi’
desde arriba; obteniendo sí, una vista general perfecta del sentido y progresión
de la pieza en su ordenamiento sucesivo en respuesta a los movimientos de un
cuerpo ágil y esbelto. me dejé embrujar por los sonidos rebotados sobre el mármol
del ritmo que cada tanto generaban ambos brazos ‘dejados ir’ a los costados,
haciendo líneas nunca-uniformes y en cierta forma idénticas. a orrico sólo lo
veía de espaldas y seguía el calor del sol sobre su nuca. sentía aún a
distancia, la tensión en los pies y en la cadera cada vez que se preparaba para
girar in extenso, brazos abiertos en
circunferencia total. el hombre perfecto de leonardo acudía atmosférico,
inevitable. desde arriba, el sentido ‘completo’ en formación y contexto de la
obra era totalmente visible, ‘maniobrable’ incluso; el espectador dispuesto a
la distancia de una vista en picada veía lo que quería ver: todo ese plano
extendido y creciente que el artista no
veía. cuando entendí los abismados ‘dones’ de esta condición-a-distancia y
su precio fue que bajé.
una vez en el patio me senté a la orilla del gran cuadro de papel. orrico iba y venía, lentamente, entre ángulos, situando su cuerpo hincado en sentido reflejado a sí, una y otra vez. a veces tan cerca que hubiera podido escuchar la concentración de su latir. fue entonces, apenas, que empecé a escuchar su acompasada respiración; y noté el esfuerzo por no-ver que buscaba tímidamente de un lado a otro su cabeza postrada. sólo desde ese mismo plano desde el que soportaba la tensión de su cuerpo el trazo pude escuchar el susurro del abdomen rozando el papel cuando el artista se extendía y contraía entre el estar arrodillado y el estar por completo tendido.
hasta
ese momento comprendí que el tiempo de la obra no era aquello que se iba
gestando sobre el papel completando la secuencia de sus movimientos circulares
y que con tanta claridad podía irse leyendo desde el pasillo perimetral del
primer piso; a pesar de verla perfectamente no estaba, no estuvo nunca ‘ahí’ la
obra mientras fue tiempo, sino en la creciente marca de grafito que fue poco a
poco inundando los antebrazos, el canto de las manos y los dedos de los pies de
un bailarín que dibuja cuando se mueve. sólo entonces aprehendí por primera vez
lo que tantas veces he reflexionado e incluso citado de memoria de los estudios
del sinólogo suizo jean-françois billeter al comprender de lleno, en cuerpo
vivo, el proceso de la caligrafía china como experiencia de integridad vital,
ese ‘cuerpo-propio’ al que sólo accedían verdaderamente algunos calígrafos en
su hacer; ese estar completamente compenetrado del cuerpo y la acción sucediendo.
y eso era justamente lo que tenía a
un lado mío, durando entre mi respiración y su presencia sobre un piso de
recinto entre los cuatro flancos de uno de los edificios históricos más
apabullantes del centro de la ciudad de méxico. a esto se refería billeter; de
esto ha hablado en silencio, durante siglos, el taoismo; eso fue lo que condensó
barthes en su autobiografía al terminarla con el esquema del ser fibroso –nada
sino impulsos vitales recorriendo el cuerpo hasta la punta de los dedos para
hacerse inscripción –ser el trazo en la mano, hacerse en cuerpo-grafía.
aquello
que tony orrico nos ofrendó durante el desandar de una tarde, no fue sino el
acontecer expuesto de su cuerpo-propio. confesando
una a una sus batallas entregadas en registro de una secuencia de círculos
imbricados dejando en ellos el esfuerzo, impulso, insistencia, decisión, debilidad
y cansancio; dejando en ellos suceder su cuerpo.
tony orrico (re)creó su dibujo penwald 8 en el ‘patio de los leones’ del museo nacional de arte
invitado por la iniciativa curatorial marso
(co-fundada por sofía olascoaga y marina magro) el sábado 21 de abril entre 1 y 6 pm | una exposición de sus dibujos y registros de proceso puede visitarse actualmente en el polyforum siqueiros.
texto e imágenes: marcela quiroz luna
[1] Perec, Georges. Un
hombre que duerme. Madrid: Impedimenta. 2009 (1967) pp. 11-12.