En otros términos,
no es cuestión de registrar
el contexto,
sino de reflejar sus
contornos,
de darse a imprimir un
contexto.
J. Derrida
Intentando escribir desde el
despliegue del pensamiento la condición que entrelaza y distancia a la
filosofía de la literatura, Jacques Derrida apela al proceso de traducción como
queriendo encontrar en su cauce una brecha evidenciable sobre los destinos de
una y otra. Supone, tanto como duda, que aquello que puede denunciarse como filosofía
logra sobrevivir a los procesos de traducción, quedando entre una y otra
lengua, esa idea esencial que se sostiene más allá de la palabra —aún si
supeditado a ella. La literatura, por el contrario, podría por completo
desaparecer en el proceso de traducción, perdiendo no sólo su sentido sino su
firma. Nada quedaría en obra de la
literatura de sufrirse consumida por la traducción; de la filosofía sobreviviría
ese filamento de verdad, a pesar de los embates de un idioma sobre el germen
del pensamiento.
Al iniciar así las conversaciones en
El gusto del secreto que Jacques Derrida
sostuvo con Maurizio Ferraris, sus palabras no hacen sino advertirnos que el
gran cisma, la inesquiva alteración, acecha siempre incansable a/en la
escritura. Derrida afirma que, anticipando la deconstrucción, el pensamiento
filosófico hizo por emanciparse del escrúpulo de la verdad y se atrevió a
recorrer las venas de la escritura poética en busca de un hacer acontecimiento que asumía como condición el quiebre ante la
comprobación y en ello guardaba la singularidad como certeza radical.
Cuando la fotografía aparece como mirada
asestada en evidencia sobre el mundo a mediados del siglo XIX, una condición
similar fisuraba el orden de la visualidad. En la literatura, el realismo se
empeñaba en destinar la atención de la palabra sobre la minucia de los detalles
para reducir distancias, se pensaba, para conocer(se) más de cerca; la óptica luchaba
también por favorecer la captación verdadera
de lo cercano, aún si intrascendente o aún incomprensible; el presente hacía
por condensarse en sus detalles en una obsesiva alteración de la conciencia
sobre su propia caducidad; para algunos, la fotografía parecía haber nacido
para ello. Para otros, su decir habría de andar los linderos opuestos al empeño
positivista, aún si compartiendo el derroche de su acontecer como eternización
del presente.
Esa desprovista contemporaneidad
cuyas urgencias en estela siguen imprimiendo el presente desbandado sobre el
que fotografía Alex Dorfsman, dialogan entre bastiones cercados por las
posibilidades, todavía, del saber decir
alguna verdad literaria, o capturar —incluso poéticamente— los contornos de
algún despiece filosófico. Lejos estamos de una mirada en registro positivista
y sin embargo, la afición por hacer acontecer sus cualidades atestiguantes,
reverbera en tensión paralela.
Tal es que antes o después de
andar el tiempo de la observación incisiva, Dorfsman narra el accidente sin
denunciar el orden de sus partes. Esa montaña
que se colapsa para convertirse en un puente “es una suerte de gran sismo,
de temblor general, y nada hay que pueda sosegarlo; […] [si] aún el mero enunciado
está sometido a fisión”.[1]
Dorfsman ha elegido dejarnos en vilo sobre la grieta que confiesa la verdad que
sus imágenes persiguen o esconden de intuición convencidas.
Enunciando en esa primera oración que
hace el título del proyecto —This
mountain collapsed and became a bridge— Dorfsman juega con la verdad como si desafiando los linderos de la
literatura, la filosofía y la fotografía; el violentado y silencioso acontecer
que imprimen sus letras configura el sustento de una superficie que se
desvanece. Re-signado (es decir, marcado de nuevo, inscripto por partida doble, herido por segunda vez; pero también
inscribiendo de nuevo su mirada, en su nombre y su firma después de haber visto
lo que acaso se hubo ya perdido, de nuevo, otra vez, esta vez ¿…para siempre?)
Dorfsman nos participa de un estado desprovisto. Su fotografiar deconstructivo
pone a prueba el ejercicio de la traducción entre la realidad y sus demarcamientos.
Asumido el riesgo en cada disparo, decide sin saber los alcances que
desenvolverán sus efectos, entregado al acecho (in)traducible de lo (in)visto. Pero
Dorfsman sabe esperar los tiempos en los que el resplandor se consume de
opacidad; sabe esperar los quiebres de la apariencia; sabe reescribir las
frases sencillas hasta el enmudecer de su condena. Dorfsman sabe dudar de lo
que se da a ver; para imprimir en
cambio, sobre ello, lo visto. Aquel
que se entrega sabe-sin-saber que ya ha visto.
Aseguraba Derrida sobre el sentido
de la escritura como ejercicio de pensamiento filosófico en el querer hacer obra
que “en definitiva es cuestión de producir performativamente no un contexto
general, desde luego, sino cierto contexto, que no haya precedido ni
circunscripto los enunciados pero que haya sido marcado por ellos.”[2]
Su llamado a la entrega de sí en la escritura como cuerpo ejerciendo su ser
singular cuando y siempre reconociendo su condición hospitalaria a la huella
del otro, rastrea con tacto
esclarecido el deambular del deseo vuelto visible del fotógrafo que nos ocupa.
Las imágenes de Dorfsman no se sostienen en prenda de una determinada
geografía, ni plantean completarse como tendidos territoriales de
reconocimiento orgánico. Sus encuadres acuden al llamado de una similar
insistencia más allá de los desplantes geográficos y culturales.
Después de un tiempo de
convivencia desventurada si aferrada entre inquisiciones informativas, en sus
tomas resulta asombrosamente claro el tono que susurran sus filiaciones. Performativamente, en el escrutinio
sensible del entorno y las preocupaciones más íntimas en reverberación del
cuerpo interno, Dorfsman descubre cómo inscribir su mirada de cuerpo vulnerado
en el contexto; no ya a la inversa. Deja atrás los intentos fotográficos de captura
y superioridad del que encuadra como puesta en marcha de una tecnología
reproductiva. No ciñen sus colindancias formales la imposición seriada de un
tema o un tenor, ni siquiera un estado anímico. No puede afirmarse que su
universo visual se comporte entre réplicas hechas de pequeñas variantes
advertidas de paciencia, costumbre y oportunidad. No hay aprendizaje por
repetición, no hay encuentro sin desgarro. No sería así como las montañas se
convirtieran en puentes.
La escritura de su
pensamiento-imagen sucede en la decidida insistencia con que el joven fotógrafo
ha venido configurándose un singular y único contexto. De sobra sabe que no es
suficiente registrar por forma o concurrencia la vista dada de un paisaje —sea microscópico
o inabarcable. A cambio, se da a imprimir dentro de sí la consistencia anímica,
epistémica y climatológica de un mismo y continuado contorno de evidencias
invisibles. Dorfsman ha aprendido a absorber esa duración que comporta lo
visible incomprobable y que, a veces, parece haberse rezagado en el hueco devaluado
de alguna humedad, o dentro del canto añejo de un borde oscurecido de hartazgo.
Es cuando la mirada prefiere recorrer las concentraciones pasadas del presente,
que se advierten sus dislocaciones y nuestra posibilidad de engarzarlas en el
construir de un contexto reconocido, impreso dentro.
De otra forma, cualquiera lo sabe,
resultaría imposible hacerse con una montaña, un puente. No habría en ello
sustancia alguna que soportara el ejercer de la traducción; de imponerse una
figura sobre otra, fracasaría su existencia narrativa como apuesta literaria
tanto como su viabilidad en potencia reflexiva para enfrentarle en condición
filosófica. De otra forma sino dentro, sería imposible soportar el colapso. De
otra forma sino dándose a habitar por los latidos cimbrados de sus encuentros,
sería imposible reconocer entre impresiones la poética verdad del universo.
Marcela
Quiroz Luna