7 de mayo de 2010

El tiempo escrito en agua

‘Y sin embargo,
incluso sobre la muerte sin frases,
queda mucho por meditar,
tal vez indefinidamente, tal vez hasta el final.’

M. Blanchot

Hace siete años, la artista francesa Marine Hugonnier creó una obra que perseguía el tiempo: Towards Tomorrow (International Date Line Alaska). Sus seis imágenes en gran formato de atardeceres sobre un horizonte marino bien podrían leerse como intentos por corporeizar el tiempo en el agua; asir la temporalidad del mar; o bien, enfrentar el tiempo categórico, cronometrable, histórico como cualidad acuosa y evanescente. ¿Por qué? ¿Qué es lo que mueve el deseo de estas imágenes aéreas de un horizonte al vuelo?




Lo que hay en esta obra Hugonnier es una persecución perdida. La artista quiere atrapar fotográficamente el cambio de día sobre la línea internacional del tiempo viendo, desde Siberia, hacia Alaska. Las fotografías están tomadas sobre el mar desde un aeroplano buscando hacerse de una imagen visible del cambio calendárico oficial sobre lo inmarcable del inmenso horizonte marino.

La línea internacional del tiempo fue establecida en 1884. Desde entonces el globo se dividía oficialmente sobre una frontera marina entre Rusia y los Estados Unidos abriendo una brecha siempre un tanto irrealizable contenida en 24 horas entre los dos territorios. Hugonnier decidiría perseguir el tiempo y capturar en evidencia sobre la continuidad irrefrenable del horizonte y su temporalidad, lo arbitrario de tal pasaje temporal.

En coincidencia de intenciones, otro artista entre los más reconocidos actualmente dentro del panorama del arte contemporáneo chino, Song Dong (Pekín, 1966), lleva ya varios años intentando hacer del gesto artístico existencia que incida como evidencia sobre lo perecedero del instante ante el devenir tiempo. Uno de sus intereses centrales —que recorre varias de sus piezas performáticas registradas en video o fotografía— enlaza sensiblemente la experiencia del paso del tiempo en el agua, con ella, o sobre ella. Hablemos de tres de estas piezas, ya icónicas en su producción, realizadas en los últimos años del siglo XX: Water Diary (1995 – a la fecha) | Stamping the Water (1996) | Writing Time with Water (2000).

El diario de agua, Water Diary, es una secuencia fotográfica en la que Dong ha decidido capturar sobre las posibilidades de duración extendida de la huella fotográfica una práctica emplazada en su cotidiano íntimo desde la infancia. El artista ha hablado de cómo su padre le enseñó caligrafía de esta manera: escribiendo sobre una laja de piedra con agua; haciendo del delicado pincel instrumento tan perecedero como suficiente. Los signos escritos sobre la piedra se van borrando, absorbidos por la superficie pétrea conforme se sigue escribiendo. La palabra desaparece quedando como posibilidad solamente a la memoria o, en este caso, a la imagen fotográfica. Al paso de los años, Dong ha mantenido esta práctica de austeridad en la enseñanza infantil (habiendo sido entonces imposible para su familia comprar el papel y tinta necesarios para hacer del proceso registro impreso) sobre sus cualidades poético-filosóficas, escribiendo habitualmente su diario en escritura evanescente.


Un año después Dong realiza y documenta otra acción preformativa en soledad y sobre ella una secuencia de imágenes sostienen la acción como articulación de sentido sobre la futilidad del gesto, no sólo artístico, sino del lenguaje en su relación primera con el mundo: Stamping the Water (1996). Aproximarse a ella hace inevitable la articulación de preguntas como éstas: ¿Qué nombran las palabras? ¿De qué son capaces de apropiarse? ¿Qué relación mantienen con lo real? Song Dong, inmerso a medio cuerpo en agua, intenta ‘estampar’ con un gran sello de madera conteniendo en su base el hànzì —caracter chino— que simboliza la palabra ‘agua’, la superficie acuosa que le envuelve. Sosteniendo con ambas manos el sello, el artista sube y baja los brazos en enérgico movimiento estampando el signo tallado sobre la superficie de la realidad —el agua—que deja penetrarse por el sello, mojándolo casi por completo al reiterar el intento una y otra vez. Dong, en su repetición hace evidente la futilidad del intento de su acción en tanto que actúa el insalvable pequeño abismo que distancia —tanto como parece intentar enlazar— las palabras y el mundo. Cuestiones que han atendido con ansia, fuerza y necesidad de creencia similar al gesto de Dong el desarrollo del pensamiento occidental desde los diálogos platónicos hacia la semiótica, el estructuralismo y post-estructuralismo, por mencionar sólo algunos estadíos de estudio sobre el tema.


En la obra, Writing Time with Water (2000), Dong articulará de nuevo la relación entre la experiencia del tiempo, la escritura y la impermanencia del agua en su registrar. Durante un tiempo que intenta contener una hora el artista escribe sobre el asfalto con un gran pincel de bambú y una cubeta de agua, el devenir cronométrico de los minutos y segundos contenidos en esa hora. Como es evidente, la experiencia de escritura sígnica del tiempo involucrará al artista en un tiempo extendido mayor al cronometrado, así que la hora- experiencia contra la hora-medida, desplieguen en evidencia la imposibilidad de calce.


La duración como experiencia personal del tiempo es algo de lo que la fenomenología ha hablado en palabras de Henri Bergson y Gaston Bachelard, entre otros; Dong en la sencillez de elementos que le caracterizan, hace de ello un acto corporal de registro estético y las elecciones de emplazamiento de la pieza —siempre en zonas urbanas transitadas, como por ejemplo en Times Square, Nueva York— enfrenta al espectador con la posibilidad de atender lo temporal desde el registro interiorizable y aún ‘ritualizable’ de la temporalidad-en-fuga que en apariencia exige el presente como condición. Pues sí, es tal la intrascendencia ‘operativa’ de un diario escrito con agua, como es condensación de aquello siempre ‘irrevelable’ del interior.

¿Qué hay compartido sobre las aguas de Hugonnier y Dong? Acaso lo que Maurice Blanchot anunciaba como esas pequeñas muertes de las que no se puede levantar acta entre el escritor y la palabra; entre la obra y su creador; entre el tiempo y el horizonte. Nos quede como lectores-espectadores de estas obras de entre-tiempos decidir qué tanto de nuestro propio cuerpo estamos dispuestos a involucrar en el transcurrir.

Marcela Quiroz

imágenes: Marine Hugonnier. de la serie: Towards Tomorrow (Intnal. Date Line Alaska). 2001. Impresiones lambda.
Song Dong: Water Diary (1995 – a la fecha) | Stamping the Water (1996) | Writing Time with Water (2000). Plata/gelatina.

El hombre y su destrucción

Let your deafness no longer be a secret—even in art.
Beethoven

El principio de la precisa y penetrante reflexión que escribiera Theodor Adorno sobre los signos de puntuación dice: “Tomados aisladamente, cuanto menor es el significado o expresión de los signos de puntuación, cuanto más constituyen en el lenguaje el polo opuesto de los nombres, tanto más resueltamente consigue cada uno de entre ellos su status fisiognómico, su propia expresión, la cual sin duda es inseparable de su función sintáctica, pero que sin embargo de ningún modo se agota en ésta.” Esta polaridad entre la contundencia de la expresión y su presencia visible sobre la que recorre el teórico alemán los signos de puntuación atendiendo su función sintáctica como consecuencia de una especie de inherente ‘personalidad’ tinta el pequeño ensayo de imágenes poéticas y metáforas reflexivas no frecuentemente encontradas en sus escritos.

Según Adorno en los signos de puntuación “se ha sedimentado historia, y ésta es, mucho antes que el significado o la función gramatical, la que, petrificada y con ligero escalofrío, mira desde cada uno de ellos.” ¿Qué es esta historia escrita en pequeños sedimentos que nos observa desde un escrito? El autor sugiere un poco antes un inquietante análogo una pista —con los signos musicales sucede lo que en la música con determinados acordes. Pues si es tal que “…la diferencia entre coma y punto y coma únicamente la captará correctamente quien perciba el diferente peso del fraseo fuerte y débil en la forma musical”; es definitivo asumir que la cadencia y tonalidad de un escrito, como de una partitura, se pueden y deben compartir a la percepción atenta con el mismo afán —aquel que le es propio sólo a quien es capaz de soportar lo fragmentado como cesura fundante del todo. Un todo, que no es sino fragmento.


Varias de las composiciones más importantes de Beethoven inician sobre la fractura del golpe de uno, dos y hasta cinco acordes graves con los que el despertar tonal se instala en un primer y gran suspenso de súbito interrumpido. Pensar tales acordes como palabras, ya una sola o la misma repetida, sucede con una fuerza similar a la que mueve una confesión final; la revelación del secreto, la ruptura de lo incuestionado. Escuchar los acordes como signos los acerca a la sentencia del punto y coma, ‘dejan la voz en suspenso’ uno y otro —el aire en silencio aguantando los fragmentos de un sonido desplazado. ¿Qué será escribir un punto y coma para iniciar una obra? Adorno, confesado admirador, ejecutante e intenso estudioso de la música de Beethoven, explicaría que el punto y coma literario exige en el lector el esfuerzo de la continuidad del pensamiento. De poder seguir imaginando entonces el sentido fragmentado del punto y coma como inicio de ciertas obras de Beethoven (confirmando con ello su predilección y necesidad de tales inicios poco complacientes con el escucha) hay que decir que el punto y coma de Adorno, como el ‘punto y coma’ de Beethoven funcionan en similitud al proponer —más nunca facilitar— la continuidad de interrelaciones y distancias insalvables, incluso indecibles, pero revelables, de los fragmentos (escritos o musicales) entre los que se despliegan, apareciendo aquí y allá con la férrea contundencia de quien está seguro que lo que escribe, ha de ser.

Pues “todo signo cuidadosamente evitado es una reverencia que la escritura tributa al sonido al que ahoga” (Adorno); los acordes iniciales con que Beethoven entierra en el escucha de forma certera e irreversible todo sonido previo y posterior al anuncio de su presencia, participan de ese mismo sentido reverencial ahogado. Puedan ser comprendidos estos ‘acordes fundantes’ desde la propuesta de lectura dialéctica de la producción musical de Beethoven según Adorno —cuanto que provee el principio constructivo tanto como ofrece resistencia a la construcción adoptando un carácter compulsivo. Se puede pensar en el acorde inicial de la Sonata para piano No. 8 ‘Pathétique’ Op. 13, como declaratoria del potencial de uno de los elementos más fuertes en el lenguaje musical de Beethoven —‘puntos nodales dialécticos’ que son transformados por Beethoven en ‘shocks inmanentes’ de la forma y de la expresión. Violencia y apariencia, dice Adorno, son el ejercicio que alimenta los momentos de resistencia en la melodía de Beethoven. ¿Cómo no atender con ojos y oídos abiertos este llamado que hace Adorno sobre la resistencia de la obra de arte, cuando bien puede ser que su teoría estética se funde en ello? Adorno habla también de ‘fungibilidad’ en las obras del compositor. Siendo lo fungible aquello que se consume al uso, es también ese núcleo temporal su sustancia, el carácter de tensión en la obra de arte. Es “lo que cruje en las obras de arte, es el sonido de la fricción de los momentos antagónicos que la obra de arte intenta reunir”. (Adorno)

En el pensamiento de la teoría crítica de la posguerra Adorno —una de sus voces más implacables— hablaba de la posibilidad necesaria de obras de arte que mediante su núcleo temporal se ‘quemaran a sí mismas’ entregando su vida al instante de apariencia de la verdad, para después desaparecer. Incentivo que ha permanecido desde el arte conceptual, el land art, el body art, las acciones y todas las variantes de penetración estética en el ámbito político-público desde el situacionismo y sus derivas —pero no confundamos, no basta con ‘desaparecer’ no está el sentido en lo temporal o perecedero, Adorno lo dijo bien y Beethoven se consumió en concretarlo, son las obras que arden desde dentro, quemándose a sí mismas como lucha de fuerzas internas. Obras en las que hay algo siempre diferido, no dado entre el antes del silencio del mundo y el después de su existencia. Ahí su lectura paralela al punto y coma en la escritura, el signo que detiene el suspenso como resistencia.

Adorno no escribió mucho sobre artes plásticas —probablemente por ser un enamorado de la ejecución y sus ‘cadáveres’. Pero quizá, nos queda sólo imaginar, hubiera encontrado ‘momentos’ de potencia al fuego interno en obras como las del argentino Jorge Macchi. En Speaker’s Corner (2002), conjunto de citas aniquiladas apenas sostenidas como testigos que niegan, a pesar de todo, dejar la palabra quedando de ellas —sin ellas— sólo los signos, las comillas que abren y cierran puntuaciones deshabitadas. O quizá sobre las sombras que tienden estériles los clavos de un pentagrama convirtiendo en heridas cada nota.


Marcela Quiroz

imágenes: Jorge Macchi. Speakers´Corner. 2002. Recortes de periódico y alfileres. / Nocturno. 2004. Papel pentagramado y clavos sobre pared.

De aves y fotografías

La relación entre arte y tecnología puede trazarse tan antigua como se quiera mientras que en la ecuación aparezca un hombre con intenciones expresivas y un medio de realización para tales pretensiones. Pues el arte, como producción humana deviene implícito en la propia etimología de la palabra —la techne para los griegos designaba justamente el arte en la factura. Así, pensar en el origen conjunto de estos dos conceptos funde en una misma historia los antecedentes de la relación temática que nos ocupa.

Resultaría absurdo querer articular las relaciones entre arte y tecnología en unos cuantos párrafos, pues aún intentando centrar los nodos que calculo cruciales a la historia de tal relación tan sólo al siglo XX, el escenario abarcaría territorios y temporalidades tan expandidas que irían desde los encandilamientos del futurismo italiano con la tecnología urbana y militar como nuevos temas artísticos en la primera década del XX; hasta la multiplicidad de despliegues inmateriales del arte en red hoy día. Mejor será seguir solamente la relación quizá más paradigmática entre arte y tecnología —en la fotografía— revisando algunas de sus funciones artísticas e históricas.

Es de conocimiento común la apuesta sobre la permanencia simultánea en el aire de las cuatro patas de un caballo al galope que dio origen a los estudios fotomecánicos del inglés Eadweard Muybridge en 1873 en el hipódromo de Sacramento, Ca. Inventor de la crono-fotografía, Muybridge dedicaría su vida profesional al estudio del movimiento facetado consiguiendo capturar disparos sobre 1/6000 de segundo. Con la invención del zoopraxicopio —aparato de proyección para tales tomas secuenciales— Muybridge hizo visible la teoría científica de la ‘persistencia retiniana’ logrando la impresión de movimiento por intercesión de la memoria óptico-cerebral. Con sus estudios e inventos fotomecánicos Muybridge conseguiría por una parte, fragmentar en tomas aisladas (imposibles para la mirada humana) el movimiento en velocidad; como también lograría restituir la ilusión de continuidad en esos mismos movimientos desgranados como proyecciones luminosas de cuerpos desvaneciéndose en el aire al recuperar —mecánicamente— su movilidad orgánica. Tras comprobar que efectivamente un caballo de carreras logra, en un determinado punto de su galopar, mantenerse por completo en el aire, el científico inglés realizaría numerosos estudios fotográficos con los animales del zoológico de Filadelfia, entre ellos, fabulosos estudios de pájaros al vuelo. Sus revelaciones aplicadas a la biología como al desarrollo tecnológico cinemático se reunieron en 1887 en el libro Animal Locomotion, lo que permitiría que a su pertinencia en los avances de los estudios anatómicos y motores, se sumaran valoraciones estéticas y artísticas.


Más de un siglo después, pero sobre la misma línea del Océano Pacífico de la baja costa californiana, la fotógrafa tijuanense Ingrid Hernández, reflexionaría también, de cierta forma, en torno a las aves.

Hace un par de años, Hernández fotografió en díptico una de las muchas ‘fábricas golondrina’ de la región maquiladora fronteriza de Tijuana. El galerón de lámina abandonado de un día para otro —como estrategia evasora de impuestos en la fabricación masiva de ropa y electrónica de marcas angloamericanas en países tercermundistas— da cuenta de la presurosa huida industrial y sus consecuencias: el abandono del medio de subsistencia de cientos de mujeres en turnos de 12 o 15 horas corridas. Las incontables perforaciones improvisadas que la lámina enseña tan poéticamente iluminadas en las fotos de Hernández dan cuenta —no sólo de la insuficiente ventilación que había de resistir la sobrepoblación de cuerpos explotados durante los turnos de trabajo— sino que dejan leer el aberrante rizoma con que la tecnología capitalista literalmente casi-asfixia en explotación laboral a quienes producen sus costos y ganancias. Los cuerpos industriales que paradójicamente generan y merman a los cuerpos orgánicos de las ciudades-maquila, en las fotografías de las fábricas abandonadas hacen del aire su único (último) sujeto. Un sujeto elusivo y excluyente que habita, invicto, un escenario en el que las aves carecen de cuerpo y los cuerpos desconocen, incluso, la sola posibilidad del vuelo.


Entretejer las imágenes de Ingrid Hernández con los romances zoológicos de Eadweard Muybridge, nos permite desplazar la relación arte-tecnología hacia terrenos más densos en los que la metáfora aviar y la ‘artisticidad’ de las fotografías de ambos creadores obligan al cuerpo de quien observa a dejarse perforar ‘estéticamente’ la conciencia.

Marcela Quiroz

imágenes: Eadweard Mybridge. Animal Locomotion. 1887. Calotipo.
Ingrid Hernández. de la serie: Fábrica abandonada. 2004-08. Fotografía en caja de luz.