7 de diciembre de 2012

TERESA MARGOLLES | ¿Dónde sucede el vivir?


Parecería que, de cierto modo inevitable, toda promesa está de origen entintada de la misma sustancia que resta de indelebilidad el duelo. Siendo que, en ambos escenarios, lo que resta asume su ser ‘destinerrado’ (siguiendo a Derrida); desterrado, remiso aún si destinado; a la deriva aún si prendido de remitencia. Lo que queda después de recibida la promesa o el duelo es un ser ‘en restancia’ de aquello que, no necesariamente habiendo tenido lugar, ha ya sucedido, perdiendo por entero la posibilidad de recuperación de ese estar/estado ‘antes’.

Teresa Margolles suele atizar en el proceso de su obra estas condiciones de incompletud, provocada ausencia, deserción y dolencia por defecto que desgastan los gestos de aquello que podemos llamar(nos) dentro y parte del cuerpo social.

En los últimos años del insistir de su práctica artística se hace evidente cómo esos mismos procesos de comprobación de lo irreductible de la violencia como condición funcional y fundacional de una extendida dinámica que anuda el tejido sociopolítico mexicano, han ido transformando su propia condición reflexiva sobre la consistencia y materia de su trabajo. Atravesando constantemente la delicada hendidura que señala la diferencia sustancial y simbólica entre el peso del cuerpo y el rastro de la huella, Margolles ha cargado los restos de tanta cruda muerte que hoy recurre a objetos desertados (afirmando doblemente la obligada ausencia del cuerpo) para constituir el reemplazamiento catastrófico siempre diferido de sus instalaciones con un mirar saturado de asedio. Como si el tiempo-entre-tiempos que se ha obligado a recorrer para reinventarse entre las formas asibles del dolor y el hedor de la muerte, pudiera guardar dentro suyo algún dejo de presencia rescatable para justificar su insistencia en espera de rehacerse visible.

Hace algunas semanas, Margolles inició la espera que engendra sobre su propia destrucción su pieza más reciente instalada en el MUAC (Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM, Cd. De México). Utilizando una de las más frecuentes herramientas físicas y conceptuales que al presente sostienen su obra –el desplazamiento y su generación de aislamiento por descontextualización– Margolles ha hecho trasladar las ‘ruinas’ de una de las 115 mil casas abandonadas (sin siquiera haber sido habitadas) entre los últimos desarrollos de vivienda de interés social con que la agonizante Ciudad Juárez buscó convencer a sus futuros(restantes) habitantes con una promesa –no ya arquitectónica– sino de habitabilidad. Margolles extirpa así de su simétrico tendido una de esas múltiples moradas de 32 m3 y la traslada a una de las salas del museo.

Pero los restos arquitectónicos de aquello que nunca condensó dentro de sí el impulso habitable, fueron demolidos y triturados hasta convertirles en gravilla, desapareciendo con ello todo rastro de su forma o funcionalidad anterior. Así, pulverizados, los (des)aparecidos escombros, ahora compactados, forman una larga y pequeña barda, borde o frontera residual que sobre el piso, en diagonal, parte en dos la oscurecida y vacía sala. Periódicamente, voluntarios se reúnen entorno a ella por espacio de una hora para ir devastando el inexplicable alzado de ese borde que fue casa, extendiendo sobre el piso los restos de lo que, aún habiendo querido sostenerse en pie frente al irrefrenable extender de la violencia y la inseguridad vivible, culminó evidenciando su errancia por vaciamiento.


En el silencio que invoca la reconfigurada ruina que vemos, asumimos que ese apilamiento lineal de material anódino, debe contener dentro de sí los cimientos, muros, esquinas, habitaciones, escalones y remate de vanos de la promesa a la que la artista refiere en título; así la respuesta del espectador es muda sabiendo que preside una suerte de duelo ante todas esas (im)posibilidades que se ciernen sobre la existencia urbana contemporánea. Revertida la condición matérica de lo que supondría sostener la construcción en constitución y resguardo de la sociedad, los escombros de la que pudiera ser cualquiera de entre las 5 millones de viviendas abandonadas que se extienden en los linderos de las principales ciudades de México, especialmente en su franja Norte, se exhiben en el espacio museístico incólume como paráfrasis de aquello contra lo que prometieron erigir.

Aún cuando la voz con que decido terminar esta breve reseña no existe sino en paralelo al tenor que suele acompasar el trabajo de Margolles, quiero pensar ese otro lugar que parece sembrar de infertilidad la obra, para creer que su acción en traslado y evidenciación de esa promesa arruinada o ruina prometida, puede distenderse reflexivamente hacia lo que Hélène Cixous entiende por destino asumido a la escritura —y acordemos también, al arte: “¿Quién puede definir lo que quiere decir ‘tener’?; ¿Dónde sucede el vivir? […] Este es el punto: cuando la separación no separa; cuando se vivifica la ausencia rescatándola del silencio, de la inmovilidad. En el asalto del amor sobre la nada. Mi voz rechaza la muerte; mi muerte; tu muerte; mi voz es mi otro. Yo escribo y tú no estás muerto. Si escribo, el otro está a salvo.”[1] Pues es plausible pensar que si podemos seguir devastando el duelo que convoca la ruina, tenemos también la fuerza para reconstruir(nos) entre escombros.



[1] Cixous. La llegada a la escritura. Buenos Aires: Amorrortu, 2006. p 14. (París, 1986)

imagen 1: Teresa Margolles. La promesa. 2012 | cortesía MUAC / Oliver Santana 
imagen 2: Teresa Margolles. La promesa. 2012 (detalle) | cortesía de la artista

3 de diciembre de 2012

El cuerpo (in)vestido


Proponer una lectura significativa ante la infinidad de estudios existentes sobre la pintora mexicana Frida Kahlo (1907-1954), supone hoy un reto casi imposible. Pero centrar una exposición en la llamativa indumentaria que constituyó el exotismo de su imagen, parecería un suicidio curatorial. Sin embargo, Las apariencias engañan: los vestidos de Frida Kahlo inaugurada a fines de noviembre 2012 en el Museo Frida Kahlo, muestra curada por Circe Henestrosa, se ofrece como una aproximación reveladora sobre los motivos anudados detrás —o debiéramos decir dentro— del exuberante estilo de vestir, de pintar(se) y, literalmente, de convertirse en obra, de Frida Kahlo.

Dos ejes temáticos estructuran la exposición: ‘discapacidad’ y ‘etnicidad’. Núcleos biográfico-narrativos que revelan con lucidez la construcción de esa sólida y seductora imagen pública que, encubriendo la intimidad de un cuerpo crónicamente enfermo y mutilado, Kahlo fue consolidando a la par de su obra plástica en afirmación de su propia personalidad y presencia en el medio artístico mexicano de la primera mitad del siglo XX. Pensar el despliegue del vestir como una forma de enfrentamiento a y una puesta en resguardo de un cuerpo eternamente enfermo, como lo sugiere Henestrosa en el caso de la atormentada y célebre pintora, abre una vertiente sensible y sugerente para releer su condición y carácter.

El título de la muestra —Las apariencias engañan— bien pudiera aparecer a primera vista como una infructuosa apropiación de un dicho popular; sin embargo, la frase deriva de un dibujo hecho por Frida en el formato común a sus diarios. En él se retrata a ella misma ‘de pie’, si bien flotando entre el blanco de la página, parcialmente desnudada por una especie de mirada en rayos x. Así que, debajo de las capas de ricas y coloridas vestimentas, texturas, pliegues, olanes y ornamentos, el dibujo muestra su cuerpo mal sostenido por una columna resquebrajada y una pierna vestida de mariposas (símbolo reiterado en su imaginario que señala no sólo el anhelo por escapar de ese cuerpo y pierna tan dañado, sino que probablemente refieran a esta sensación dolorosamente inquieta y aleteante en que resiste y resta de sí una pierna con los nervios heridos.) Esa imagen de la mujer que ha decidido ser ella vestida ‘hacia fuera’, para el mundo; disfrazada de exhuberancia, belleza, seguridad, porte y pose en imponente fachada, muestra en este pequeño dibujo una realidad escondida al entorno común y ajeno. Es la realidad del ser que no puede ignorar su debilidad y las constantes pruebas de su caducidad: es la realidad del cuerpo discapacitado, ese cuerpo ‘menos que perfecto’ —como ella misma lo llamara; cuerpo saturado de quiebres, intensos dolores, eternidades en tratamientos y torturas pos-opertaorias sumando 22 cirugías a lo largo de su vida desde el primer ataque de la poliomielitis en la pierna derecha durante la infancia, hasta el trágico choque con el tranvía a los 18 años y la cruda cronicidad de sus inmisericordes secuelas. La memoria de cada uno de esos días tendida, enyesada, envarada, inmovilizada, desesperada, agotada y lanzada de vuelta en resistencia, es lo que resta en los trazos de ese pequeño dibujo que debajo de su esquemática figuración anota la irónica frase: “las apariencias engañan”, anticipando la inscripción del nombre en firma que responde y soporta ese cuerpo eternamente doliente e incansablemente embellecido: Frida Kahlo.

Como si firmando su sentencia y la confesión de su estrategia en composición del propio imaginario, este dibujo que estuvo resguardado por un periodo de 50 años por instrucciones de Diego Rivera junto con más de 300 prendas, accesorios, medicamentos, cartas, prótesis y otros objetos personales y de cuidado ortopédico, muestra ahora por vez primera sus modestas dimensiones como inspiración de ésta, también ‘pequeña’ muestra (solo en dimensiones), en cuya última sala yace ese dibujo de ‘medio-cuerpo’. Siendo que, aún cuando la figura autorretratada de Kahlo está dibujada de cuerpo entero, es en realidad un medio-cuerpo el que la pintora devela, medio-cuerpo engalanado, cobijado, escondido y enfrentado al mundo con la asumida belleza y autoridad que retomara de su linaje istmeño-oaxaqueño; y medio-cuerpo desnudo, frágil, vencido y preso de la inescapable realidad íntima de sus quiebres. 


Solía asumirse que la vestimenta adoptada por Kahlo —mezcla derivada del vestir tradicional de las mujeres zapotecas, especialmente aquellas provenientes de la zona del Istmo de Tehuantepec— era una apuesta de apropiación ideológico-estética que bien favorecía el reconocimiento de su propia visibilidad como parte singular de la famosa pareja de artistas: Diego Rivera/Frida Kahlo. Sin embargo, la selección de objetos y prendas por primera vez mostrados en esta exposición dan cuenta de una necesidad mucho más ‘realista’ y ‘práctica’. Permitiéndonos entender, por ejemplo, que por una parte Kahlo adoptó el atavío indígena oaxaqueño como una afirmación de su herencia de sangre tehuana por la familia materna —se incluye en la exposición una foto fechada en 1890 de la familia de Matilde Calderón, su madre, a los 7 años vestida con el tradicional traje de tehuana en el seno de una familia elegantemente ataviada dentro de la tradición istmeña; señalada con pluma sobre la imagen, la madre es nombrada en letra por la mano de la hija como si anotando el recordatorio de una deuda, de una pertenencia a la que había que mantenerse ser fiel— pero también, y esto resulta un aporte esencial de la lectura curatorial propuesta por Henestrosa, porque la estructura del atavío oaxaqueño facilitaba, con eficiencia y belleza, el encubrimiento de su cuerpo herido y el encumbramiento de un poder de género que representa el matriarcado istmeño.

Recordemos que entre las secuelas del accidente que destinó el futuro de Kahlo, cargaba su cuerpo con dolor de pelvis, matriz, clavícula y columna rotas e intervenidas en incontables cirugías; pierna derecha afectada por la polio y numerosas fracturas subsecuentes, terminando con la amputación del pie y parte de la pierna ocasionada por gangrena. Ese cuerpo mutilado y quirúrgicamente zurcido una y otra vez, portaba interna y externamente una serie de heridas y registros de discapacidad para los que Kahlo encontraría no sólo la forma de cubrir y disimular, sino convertir en su propio emblema, logrando con ello, sin duda, paliar los efectos de su inclemente y acelerado desgaste.

Como lo señala Henestrosa en las cédulas de sala de la muestra, los tres elementos que caracterizan el atavío indígena zapoteca: tocado, huipil y falda, (sumando el rebozo y un desborde de joyería de diversos orígenes y materiales) se convertirían en las piezas esenciales del vestuario de Kahlo. El huipil, esa blusa casi cuadrada con horadaciones para la cabeza y los brazos, cuyo frente geométrico proveía una especie de lienzo más o menos rígido y ricamente bordado sobre el torso, centraba la atención de las miradas sobre la ‘mitad superior’ del cuerpo; dejando el resto del resto, es decir, el residuo de lo que debiera ser un ‘cuerpo entero’ cubierto entre los vuelos de largas faldas en tonos sobrios y sólidos que no sólo escondían los dolorosos desperfectos de la estructura propia (la pierna derecha adelgazada y más corta por la polio; después amputada) sino que también habrán disminuido la visibilidad del paso cojeante que debió aquejar a la pintora, (si tan sólo en los momentos de mayor dolor), a pesar de los zapatos con un tacón compensatorio para nivelar el largo equivalente entre ambas piernas, convirtiendo el tortuoso andar en una vistosa presencia de ritmo y estilo elegante, impecable estructura compositiva y llamativo equilibrio visual.


Exponiendo así por primera vez varios corsés ortopédicos no sólo de yeso como los que forman parte de la museografía habitual del museo, sino esta vez de metal y cuero que permiten leer los diversos estados de soporte en tortura por los que pasó la espalda de Kahlo, la muestra comparte e hilvana valiosas ‘pistas’ que evidencian las formas que Kahlo encontró para soportarse a sí misma constituyéndose en su propio imaginario enfrentado a la tremenda batalla cotidiana que había de librar contra su ya violentada existencia.


Una prótesis para la pierna derecha vestida en cuero rojo y decorada con bordados de origen chino sobre el costado, provee una clave excepcional para entender el tenor del carácter y envergadura estoica con que Kahlo afrontara el continuo decaimiento de su condición física. Anudado sobre el empeine entre las largas agujetas rojas, un par de cascabeles coronan la bota del pie que ya no está. Para decir en cada paso de la escucha de lo invisible el triunfo sobre la desaparición; para recordar la sonoridad de un ritmo al paso que no da por hecho ya ninguna certeza como resguardo corporal; para nunca olvidar el tiempo, impulso, cadencia y rumor que, a pesar de todo, trae consigo una pierna ‘a medias’.


Así sucede que, entre los conjuntos de huipil y falda que corresponden a algunas de las imágenes fotográficas del archivo del museo en las que aparece Frida portándoles, entre elegantes zapatos y botas diseñadas e intervenidas para ‘corregir’ las discapacidades del cuerpo, comparten vitrina algunas de las ricas joyas, tocados y otros accesorios con que decoraba su cuerpo, imagen y ánimo. Dejando claro que ese elaborado proceso de confección de sí misma al escenario público, no era simplemente una estrategia de visibilidad, afirmación y presencia socio-política y de género en un contexto cultural que había de ser conquistado por mano propia, sino que cada uno de esos elementos engarzados, bordados, aplicados y portados sobre el cuerpo, las manos, el rostro y la cabeza, constituían en sí mismos —cada uno en su tiempo, textura, lugar, peso, justa combinación y precisa elección— un ejercicio de resistencia que urgía equilibrar todo aquello que por dentro continuamente hacía por ‘invalidar’ su cuerpo, ánimo y esperanzas ante la vida.

En una especie de homenaje a la batalla física, mental y emocional que dio por resultado la gestación y afirmación de ese particular e inmortal estilo de vestir que ninguna otra personalidad antes o después de ella, dentro o fuera de México, ha logrado instaurar e inspirar a generaciones de creadores en distintos ámbitos, la exposición culmina con una impecable selección de prendas inspiradas en la ‘estética-Kahlo’ creadas  ex profeso por reconocidos diseñadores como Rei Kawakubo para Comme des Garçons, Jean Paul Gaultier (siguiente imagen) y Riccardo Tisci para Givenchy (creaciones que irán dejando su lugar a otros diseñadores al ir transcurriendo el tiempo expuesto de la muestra hasta noviembre 2013).


La mayoría de los diseños elegidos para esta primera fase de la exposición comparten la elocuente confección del sentido de ese ‘juego’ seductor y mortal que habitó la vida de la pintora mexicana; así, los vestidos, sacos, corsés y delicadísimas mallas que se reúnen en la llamada ‘sala Vogue’ al final del recorrido de las salas temporales de la icónica casa azul, ofrendan la fragilidad y perfecta destreza de la elección en contraposición de telas y texturas, zurcidos, pliegues y encajes, ofreciendo su preciosa y débil existencia a la herencia en duración del cuerpo roto de una mujer que jamás cedió ante la contundencia de su propio y evidente existir-en-quiebre (pero nunca, y a pesar de todo, quebrado).


Marcela Quiroz Luna


imágenes: cortesía del Museo Frida Kahlo | Manuel Tovar

24 de septiembre de 2012

Por recorrer la frontera, si tal, entre el cuerpo y el silencio


Continuar, hasta que el lugar se haga improbable.[1]
Georges Perec


TERRITORIO

Quien conoce el agreste y majestuoso camino que hace la entrada a Mexicali (BC, MX), sabe que la vista que intenta apresar el valle donde se extiende la llamada Laguna Salada y el Cerro ‘El Centinela’, irremediablemente fracasa. La mirada, como el cuerpo, se presentan tan incapaces como ineficientes para reconfigurar ese equívoco horizonte como continuidad.

Será por el abrumador contraste entre volúmenes que viene de La Rumorosa —ese desolado e inclemente universo de piedras gigantes que conforma, sopesa e interroga la distancia física y simbólica entre las dos fronteras: Tijuana/San Ysidro y Mexicali/Caléxico. Pues hay que saber que lo que hace una región fronteriza, además de amedrentar y seducir, es interrogar. Recorrerla en calidad migrante (legal o ilegal) incita a que uno se enfrente con una serie de preguntas para las que muchas veces no conseguirá dibujarse (tampoco) el contorno de una posible respuesta.

Es entonces cuando se hace obligado repensar las preguntas y su pertinencia si se quiere sobrevivir. Preguntarse por lo que se sabe para enfrentarlo a lo que se ve; preguntarse por lo que se ve para desmentir lo que parece; preguntarse, especialmente, qué es lo que uno hace ahí, de pie, casi paralizado –aún si plenamente conciente de que en descampado, en una frontera, nunca debe quedarse el cuerpo de pie, casi paralizado y completamente expuesto, como si velando… apenas El Centinela.

A pesar de las inhóspitas historias y sus evidencias, Alejandro J. Carbonel, joven artista peruano de reciente estancia en residencia en la región fronteriza bajacaliforniana, debe haberse mantenido un buen rato escuchando el silencio de pie frente al cerro. Queriendo extraer del enmudecido paisaje éstas y otras preguntas que siguen el rastro invisibilizado de tantos que han intentado atravesar por esta ruta la traicionera frontera que distancia intangible ‘el otro lado’. Ese horizonte imaginado y supuesto, más o menos cercano, que como suele suceder con los verdaderos peligros, no se ve, ni se escucha; acaso, si se tiene la suerte, se presiente. Se habrá quedado ahí esperando escuchar algo más allá de lo visible, sopesando el peso de los silencios, propios y externos.

La obra que el artista derivó de este enfrentamiento entre las dimensiones y posibilidades del cuerpo en un contexto determinado por el carácter extrusivo de su mortal y silenciosa expansividad, alimenta en el deconstruir de sus cualidades representativas, algunas de las preguntas fundamentales que permean y penetran a aquellos cuerpos enfrentados, por decisión o por destino, a explorar la porosidad sonora y/o audible de sus propias fronteras. Porosidad sonora, porque sabemos que cuando expuesto, el cuerpo que emite las vibraciones de su estancia, paso o resguardo; lo hace con o sin conciencia de ello, exponiendo su intento enmudecido para ser ‘capturado’ —sea en auxilio si se manifiesta por voluntad; sea por equivocación si en su lugar apresa el riesgo, el daño e incluso la muerte. Audible, cuando es la propia porosidad al llamado interior la que intenta escucharse para saber cómo, cuando y por dónde moverse. Es un sentido éste, el del cuerpo que aprende a escucharse a sí mismo, el que se va descubriendo dentro cuando se anda atravesando territorios, sean o no fronteras; aún cuando sin duda, es el inhospitalario entorno fronterizo, una de las condiciones/entorno que exacerba esta potencia audible cuya capacidad suele ignorar el cuerpo.

Explorando otro orden de fronteras, aún si íntimamente relacionadas con esta urgencia por expandir el cuerpo en su condición y potencia escucha, John Cage aprendió a escucharse-dentro al acceder a una cámara anecoica en Harvard University en 1951. En diversos escritos y entrevistas a lo largo de su carrera, el músico señalaría que fue ahí dentro cuando entendió y experimentó los timbres del silencio y, añado, su inevitable porosidad. Pues tal como entonces escuchó el silencio en tanto aislamiento exterior, no fue éste sino un silencio poroso, poblado de los sonidos interiores que nuestro organismo genera constantemente, independiente de nuestra disposición y sin que, la mayor parte del tiempo les prestemos atención. Cage recordaría ese momento como un parteaguas en su historia personal y estética al haber podido aprehender el cuerpo propio en tanto sonoridad-ignorada, escucha cotidianamente pospuesta. Dentro de la cámara y su impuesta nada sonora, escuchar-en-vacío el palpitar de la circulación, el agudo funcionamiento del sistema nervioso y los acompasados ritmos de la respiración[2] constituyeron en él un don inesperado (como ha de ser el don para existir a decir de Derrida)[3] siempre dependiente y partícipe del azar, imposible de ser planeado y/o esperado. Imprevisible en su entrega, dentro de esa cámara anecoica, Cage recibió el don de la escucha que le develó el cuerpo como caja de resonancia. Habiendo logrado escuchar el dar del sonido dentro de sí, le fue entonces posible re-situar el sentido de la escucha como disposición cuando tendida desde la profunda conciencia receptiva interior hacia el exterior.

Sabemos bien que a partir de esta experiencia de poroso silenciar, el músico derivaría la creación de su obra 4’33’’, comprobando con ella otra suerte de porosidad —esta vez audible— al invocar el silencio de una partitura en tres movimientos dispuestos al piano ante un público expectante convocado en una sala de conciertos. En el acontecer de esta primera interpretación musical silente[4], Cage había decidido entregar su aparente nada en el dar imprevisto del tiempo (de nuevo con Derrida) como obra al otro. Entregando al público escucha no sólo el silencio en torno sino el espacio temporal para hacer audible el acontecer del silencio interior —confirma en la experiencia particular y conjunta que esos ‘estados del silencio’ existen y nos aparecen reconocibles sólo cuando la atención está dispuesta hacia todos aquellos sonidos ‘menores’ que les habitan, libres de intención y aconteciendo por azar.

Entendidos pues de la condición porosa del silencio sobre la que andaremos en este ensayo, sigamos entre la escucha y la mirada de dos artistas —el músico estadounidense John Cage y el artista peruano Alejandro J. Carbonel— cuya obra posiblemente no habría de compartir un espacio fuera de éste, pero que como veremos, sí comparten una condición atendida del silencio, porosidad y urgente necesidad de un cuerpo cuando, para sobrevivir, ha de lograr reconocerse en ella.

Al hablar de la porosidad sonora|audible ha de pensársele en una amplitud espacial, contextual y experiencial, tan amplia como nuestros intereses alcancen; desde el latir angustioso de un corazón migrante que recorre enmudecido los linderos de su ser en riesgo, hasta el delicado rumor del paso de las hojas de una partitura blanca entre los dedos de un músico que permite en su espera el acontecer de un tiempo mudo que marca sin huellas su interpretación.

Siguiendo pues los tenores de amplitud de nuestra propia habilidad porosa para hacernos cuerpos-escucha, andemos entre espacialidades para entender las relaciones entre dos artistas de obra distante cuya sonora porosidad enriquecerá los juegos de penetrabilidad entre materias y vacíos al condensar nuestra lectura en el cuerpo de sus obras.

Para hacerlo, hemos de vencer nuestros propios miedos y preconcepciones al recorrer del espacio; permitámonos recordar, extrudir, decantar y reinventar nuestra propia habilidad y disposición perceptiva desde lugares y memorias tan variados, distantes o aparentemente ajenos como nos sea preciso, haciendo de nuestra necesidad, territorio poblado de referentes múltiples cuya sonoridad pervive de una temporalidad acorde al resto; concientes, a decir del propio Cage, que nuestro derecho a recorrer este y cualquier otro espacio supone de origen, una fecunda condición injerta de terminaciones y reinicios que suele menospreciarse: la posibilidad misma de la simultaneidad.[5] 

En un pequeño libro de título especialmente sonoro: Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, el pensador franco-egipcio Edmond Jabès, acertaba en entender con claridad y sencillez los perfiles de un estado dispuesto: “porque escuchar exige, a cambio, el abandono de uno mismo”[6]. Condición rigurosamente ignorada en la historia de la humanidad, cuando y si acaso se habla de la escucha como un acto en disposición conciente, se le aduce como consecuencia obligada del silencio, cual si uno fuera necesariamente complemento o consecuencia del otro. Siendo que lejos está la realidad y nuestra disposición ordinaria por encontrar el enlazamiento de continuidad (des)interesada en disposición de la mirada entre uno y otro, si no parte de un estado radical de urgencia vital. Así, equívoca y reiteradamente es abandonado, no sólo aquel o aquello que pide ser escuchado, sino el estado mismo en disposición interna que potenciaría tal abandono interior en entrega al encuentro exterior.

Resulta entonces consecuente pensar que desde ese lugar tan efímero como defendido que funda en la crudeza de su esencia el aparente urgir en defensa de una frontera —sea entre países por territorio, como sobre la superficie que en su estancia más residual contiene al cuerpo como reserva de protección y resguardo— podremos acercarnos a escuchar las condiciones de pensamiento esenciales que nos permitirán habitar no sólo los estados de encuentro en la obra que Alejandro J. Carbonel tendió ante el cerro El Centinela, sino mantenernos cerca del pensamiento del músico cuya escucha en inminencia habi(li)ta este encuentro académico: John Cage.

Hacerlo, asumirnos en condición de porosidad nos permitirá recordar, repensar y por lo tanto re-conocer que su figuración sonora|audible está dispuesta ante todo desde la escucha del silencio y el reconocimiento del espacio como ejercicio de visibilidad sobre el vacío. Porosidad tendida-en-escucha que nos dispondrá y desterrará más allá del (in)estable (por imposible) asir de nuestros límites entre territorios (físicos o íntimos) y pedimentos estético-filosóficos disciplinares, estáticos y usualmente infértiles.

Para ver —como me interesa que escuchemos la obra de ese joven artista que en esta ocasión comparto con ustedes— hemos de dibujar en palabras su obra, rodeándola, para confirmar que es posible re-aprender desde el pensamiento ejecutado en la emancipación de sus fronteras físicas y epistémicos —siguiendo a Cage; una forma otra de entender aquellos escenarios que de tanta visibilidad no se sabe escuchar (entonces y ahora). Situando en este momento y lugar la comprensión del estatuto físico, ideológico y anímico de la frontera como un intento por cancelar y renunciar a un estado en disposición vital esencial: llamémosle así ‘porosidad’ a aquella condición de activa rendición contra la que se funda toda imposición de frontera. Y recuperemos entonces —de nuevo gracias a Cage— la habilidad sonora|audible que es (aún) posible no sólo reconocer sino activamente encarnar frente a aquellos escenarios ajenos y consignadamente adversos ante los que un joven peruano se interrogó sobre el (des)hacer de la trama de esa vulnerable, atacada y ciertamente accidentada porosidad que al cuerpo le permite no sólo escucharse sino respirar en entrega de existencia, duración e intercambio con su entorno. Accidentada porosidad que silenciosamente fecunda las fronteras y alimenta el ‘necesario riesgo’ de su figura (política) y extensión (geográfica) por aquella tan temida y siempre latente posibilidad de infiltración.

Seguro de sus formas de concebir la creación musical en destitución de la estructura, la tonalidad, el método y la notación convencionales, Cage postulaba el azar como ejercicio de integración vital en la composición y la interpretación, llegando a describir sus obras como un “gigantesco repertorio de accidentes posibles”.[7] Recordemos que desde sus primeros encuentros con el pensamiento oriental en los años 50’s, Cage adoptaría la consulta del I Ching (Libro de las mutaciones) como parte esencial e incuestionada de su estructura creativa. A su vez, influenciado por el pensamiento budista zen o chan[8], Cage asumía el fluir del mundo y la existencia de las cosas al devenir de una suerte de vacío primordial, fundacional. Ese vacío zen para Cage era empatable con su reiterado interés por experimentar el silencio, sugiero, como una infinita caja de resonancia en la que habitan todos los sonidos (audibles o no) pero sí y siempre dados a la porosidad dispuesta de un ser-escucha.

Siguiendo el pensamiento del ingeniero e inventor Buckminster Fuller cuyas teorías también influenciaron profundamente a Cage, rescatemos su concepción del mundo como una serie de esferas entre las cuales habita ese vacío y de cuya (in)existencia dependen.[9] Derivando de esta figura, el vacío para Cage era comprensible como un ‘espacio necesario’ que tendemos a olvidar —a pesar de que, no solamente gracias a su existencia logramos configurarnos un entorno habitable, sino que gracias a él existe en nuestro cuerpo esa función indispensable para la comprensividad fenomenológica de este ensayo: la disposición audible.

Contrario a la atención y tiempo que debiera merecernos, este ‘espacio necesario’ de acuerdo a Cage es un espacio que “saltamos por encima, con el fin de establecer nuestras relaciones y conexiones”; […ignorándole] “creemos poder deslizarnos, sin solución de continuidad, de un sonido a otro, de un pensamiento a otro.”[10] Cuando en realidad, afirmaba el músico, en nuestra decidida ignorancia del vacío no sólo no logramos deslizarnos sobre él, sino que a él caemos inadvertidos. Confirmándonos también incapaces de reconocer como estancias en potencia y disposición de habitabilidad, aquellos instantes que atravesamos cuando hacemos por salvar los entre-espacios que tanto nos afanamos por anular para configurar, en cambio, conexiones o vínculos ‘comprobables’, más visibles, tangibles, sonoros. Conexiones que, suponemos, lograrán revertir (o al menos disimular) el peligro de caer en esa ‘nada’ que por temerosas convenciones solemos relacionar de manera negativa con el vacío, la infertilidad, el silencio, la soledad, e incluso la muerte.


Será precisamente el tiempo perceptivo dispuesto a dar lugar[11] al vacío denostable o ignorado en la estancia presente —condición necesaria para reaccionar en reconocimiento del espacio entre ‘esferas’ que habitara el imaginario de Cage, siguiendo a Fuller— lo que la obra El Centinela I de Alejandro J. Carbonel logre hacer confluir con desvelada conciencia. Para intentar comprender esta afirmación desde los entre-espacios de su acontecer, sea preciso recorrer los tiempos de silenciosa visualidad-en-vaciamiento que contiene cada una de las escenas que componen el tríptico. Hacerlo —permitirnos habitar estas temporalidades (in)determinadas que configura la pieza dispuesta en tres variaciones sobre un mismo tema o paisaje— hará posible escuchar aquello que Cage tanto incitara en obra y en palabra: atender con ‘nobleza’ la existencia de cada registro sonoro o visual, tanto como hemos de saber reconocer y afirmar el acontecer en(de) su ausencia.[12]

En la primera imagen del tríptico que condensa y distiende la condición-en-frontera de la obra El Centinela I,[13] Carbonel destina su ‘entrada’ sobre el territorio capturado en una fotografía blanco y negro; imagen de un paisaje que parecería inocuo, a no ser por estar inclementemente perforado, exponiendo en extracción una gran masa que antes debiera haber habitado el paisaje; ahora en su sitio se nos muestra solamente un vacío. El irreversible ahuecamiento que (des)hace la imagen, parece sin embargo advertirnos sobre el riesgo de un destino revertido en un terreno sobre el que la mirada, como el cuerpo, no logrará asirse sino de lo que no está. El espacio negativo que funda su ausencia sobre el valle que anticipa la fundación de Mexicali se impone por horadación en la imagen. Figura sin masa que, derivamos, responde al espacio que originariamente, en territorio y en imagen, ocuparía El Centinela.

Sucede entonces que al primer recuadro del tríptico ese macizo montañoso que da título a la obra y perfil al descampado, aparece de primera intención vaciado de sí. El cuerpo que señala su ser-testigo de la historia del desértico terreno que anticipa la frontera no ha sido borrado ni intervenido, tampoco suplantado; sino simplemente extraído, desamparando su entorno como un paisaje residual.

La fuerza que anima el gesto-en-extracción comporta el rigor de la inclemencia que sólo podría contener el más profundo silencio; en su vacío, se evidencia la porosidad de aquello que, sobre lo violentado, aún se mantiene. Con esta primera imagen el artista funda como condición extrañamente comprobable ese entre-espacio del que hablaba Cage, un vacío —en tanto silenciamiento físico pero también simbólico— cuya línea seguirán por contorno las razones de su permanente reaparición en las imágenes que a un lado le acompañan. Vacío que en ellas sucederá en restancia (en restance), siguiendo a Derrida, para nombrar aquello que resiste aún después de la devastación del resto; restancia como condición que afirma la sobrevivencia y en ello la posibilidad de permanecer.

En apariencia desauratizando el contexto del que recorta el cerro y que resta en restancia como imagen, Carbonel asigna al territorio de tránsito migrante una especie de ciega certeza-por-desconocimiento como germen del empeño y convicción al paso asumido en condición y/o rendición de vida, de futuro; ajeno incluso y especialmente a los obstáculos visibles o invisibles. Recordemos, siguiendo a Walter Benjamin, que una de sus (in)definiciones del ser del ‘aura’ en la fotografía delineaba sus difusos contornos como una “irrepetible aparición de una lejanía por cercana que ésta pueda estar[14]. Contra lo que pudiera ser no sólo aparente, sino necesario para poder hablar de aura en esta imagen destronada, ahuecada, centrifugada, la partida del sujeto retratado no cancela la posibilidad de convocarle, sino que, en su ser deshabitado, reduce el registro fotográfico a la confirmación —certera en su evidente desheredo— de aquella condenada lejanía configurada de una ‘trama muy particular de espacio y tiempo’ que Benjamin avistaba como ejercicio de percepción (a)temporal en la imagen. En esta obra, esa ‘cercana lejanía’, sensiblemente perceptible y de nostálgico origen irrenunciable[15] (incluso ante el aparente éxito de la imagen fotográfica por fijar uno de sus instantes como registro comprobable y duradero) se ve enfrentada de forma radical con la extracción de aquello que, en calidad de sujeto o motivo central del paisaje, debió originariamente fundar la toma. El vacío que en su lugar ha quedado comprueba por ausencia la transfiguración de su sustancia en la siguiente imagen, que, como veremos, hará por condensar en recuperación su aurática cercanía, aún si sobre los tenores de otra forma de registro: el dibujo.

Pero restemos aún sobre esta primera imagen para recorrer los vestigios de una presencia cancelada. Nos daremos cuenta entonces que ese volumen-en-extrusión con el que Carbonel funda el tríptico que nos ocupa, cancela con su desaparición la claridad de su dimensión referencial, dejando en su lugar una especie de espectro reflejado ‘antes’[16] o ‘debajo[17]’ del vacío. Lo que pareciera ser un cuerpo montañoso menor oscurecido, se muestra todavía, aún cuando ya sin referente para relacionarle, como una sombra tendida del voluminoso cuerpo superior cuya marca-en-vacío (des)configura de inverosimilitud la escena y nos orilla a intentar esos saltos entre ‘esferas’ de los que hablábamos entre Fuller y Cage.

Es entonces cuando se devela que esa ‘cercana lejanía’ aurática benjaminiana asume una extraña forma de plenitud en su espectral potencia. Imprevisiblemente incapacitados para resolver visualmente la distancia entre la estancia y la restancia de los cuerpos fotografiados, el espectador se encuentra de pronto perdido entre los resabios tonales de la imagen. Se ha revertido la asumida relación visual figura/fondo, pasmando la percepción diferencial entre lo que acerca y aleja la mirada que configura y resguarda los tenores del cuerpo de un paisaje. Centrifugada la (des)estancia de un cuerpo hacia la indefinible densidad residual del otro, la escena del violentado valle convierte su irreductibilidad compositiva en un juego dialógico de accidentes topográficos monocordes cuya sonoridad resuena en paralelo desde el más remoto extremo de su disparidad. Porque resulta que lo que visualmente, físicamente, en la imagen ‘no está’, acontece en la mirada con el mismo grado y temporalidad de potencia que lo que de porosa densidad resta. Imposible afirmar entonces, como se predijo, la desauratización por ausencia; permaneciendo suspendida en torno al disponer del vacío y sus efectos —donde el vacío ha fundado un sistema de resistencia por co-fragilidad que mantiene en tensión el espacio visible y el cuerpo sustraído.

Desde el enmudecimiento que impone a la imagen ese hueco por desprendimiento que des-perfilada la singulariza, la mirada se obliga a comprobar el vacío de blanca planimetría que comporta el registro del gran cuerpo ausente. Perdida la posibilidad de calcular con certeza la distancia y formas del recorrido que en otro caso activaría en su entorno, la imagen se abisma entonces hacia un aura de origen impreciso, ilocalizable, y sin embargo retenida, como si contenida en una suerte de cámara anecoica vuelta sobre sí misma. Recordemos que las cámaras anecoicas —usualmente entendidas como supresoras del sonido fuera del resguardo de sus dimensiones— funcionan por absorción de reverberaciones, es decir, aquellas vibraciones que hacen que el sonido se traslade, viaje en el espacio y al hacerlo devenga audible. En esta imagen, el cuerpo extraído parecería cancelar su propia acción reverberante y en ello, su posibilidad aurática. Sin embargo, el entorno, preso de la memoria por estancia inscrita en el antes de ese cuerpo removido, permanece cargado de una reverberación que hubo ya sido absorbida y cuya huella por contorno permanece, sobrevive al borde, en el entre-espacio que tanto le aparta como le une a su restar en co-presencia.[18]

Parecería que esta imagen existe en confirmación de aquella aguerrida afirmación de Cage a mediados del siglo XX en la que contundentemente declaraba: el silencio no habrá de ser ya solamente concebido como una mera pantalla para el sonido.[19] Al vaciar el contenido usual de su despliegue y el orden de nuestra atención —es decir, vaciando el aparecer completo de la forma o cuerpo ‘principal’ y la centralidad de atención de nuestra mirada sobre ello— el recuadro fotográfico remite nuestra atención y su tensión interna a un estado perceptivo desmarcado, desenlazado o ‘previo’ (siguiendo la noción zen sobre el ser del vacío) que nos posibilita reconocer la duración aurática o reverberada que permanece aún cuando se ha silenciado el cuerpo, figura o sonido antes reinante. Recorriendo así las ‘reverberaciones de indeterminación’ que contiene esta imagen (empatables con el tenor buscado por John Cage en toda su obra) el espectador se encuentra a sí mismo en libertad de observar aquellas sonoridades decantadas como prescindibles, disponiéndolo a convivir con una visualidad, sólo en apariencia discontinua, en la que habita el germen de la indeterminación —siguiendo el sentido de lo indeterminado en tanto ‘salto hacia la no-linealidad’ insistente e intensamente ejecutado en las obras de Cage.[20] Condición imprecisa, volátil pero extendida de continuidad que sin excepción se hace sensible al recorrer una frontera y que el artista peruano logra condensar como evidencia visual en su obra.

Vemos en esta primera imagen del tríptico “El Centinela I” que el artista recorre y recurre a diversos estados de indeterminación para plantarse en un lugar tan incierto como el que perfora la condición migrante. Pero más allá de los estados de indeterminación visual que conjuga esta primera imagen, sea posible leer la enajenada extracción que inscribe la irrupción volumétrica en pulcro ahuecamiento, como un enunciado visual seco y directo sobre la cruenta porosidad entre fronteras que literalmente desaparece al hombre que intenta perforar su impuesto y resguardado silencio.

Sea momento de acercar nuestra mirada a la diferencia etimológica originaria que despliega el decir de la existencia integral o extensiva del silencio, que Roland Barthes recuperaba en uno de sus último seminarios impartidos en el Collège de France dentro de la cátedra de Semiología literaria. En aquel seminario destinado a la reflexión sobre las cualidades y condiciones de lo neutro, Barthes señaló la distinción terminológica del silencio siguiendo la etimología de su voz latina con la intención de recuperar las dos acepciones originarias de la palabra. Reinscribiendo en la memoria del lenguaje el silencio de la naturaleza o silere –o como él bellamente le llama “especie de virginidad intemporal de las cosas, antes de que nazcan o después de que hayan desaparecido”[21]; frente al silencio como decisión o imposición humana —tacere.[22] No esté de más señalar como lo hiciera entonces Barthes, que al andar de la historia, la enunciación en reconocimiento del silere/silencio de la naturaleza, no sólo fue decreciendo en importancia y recurrencia de uso, sino que el lenguaje del mundo moderno habría de olvidarla por completo. Supeditada al habla, la palabra que habría de enunciar aquello inexplicable del silencio originario, desaparecería del habitar cotidiano; cediendo la potencia contemplativa y dispuesta del ser-escucha al ajustamiento por imposición del ser que ejecuta o recibe como imposición sobre sí, el silencio.

Recuperando ahora aquella perdida estancia en disposición de escucha del hombre ante el silencio de la naturaleza, la imagen de Carbonel parecería convocar en el decisivo carácter de su gesto injerto sobre la fotografía y el territorio que retrata, el recuerdo de esta perdida precisión etimológica sustancial. Como si el hombre no sólo se postulara incapaz de detenerse a la escucha del silencio entorno sino que, para recordarle (no ya en su sentir por reconocimiento dentro), fuera preciso denunciar su olvido con la altanera irrupción de un blanco vacío de consecuencias incalculables; refrendando en una imagen lo que la historia ha convenido en ignorar. Como si comprobando su desmemoria, el silencio del hombre confesara la futilidad de su veracidad visible en duración capturada, asignando en su imagen[23] el accidente topográfico y narrativo que silencia; advirtiendo en plena conciencia las consecuencias de su ser ignorado.

Sobre las condiciones históricas y culturales de (im)posición e (im)posibilidad de convivencia entre el silencio, digamos, ‘perenne’ (silere), y el silencio ‘circunstancial’ (tacere), volveremos más adelante; no sin apuntalar que, en inadvertida sintonía las intenciones de recuperación etimológica-lingüística que ocuparon a Barthes, la ya citada partitura de la obra 4’33’’de Cage dio lugar a la experiencia de ambas acepciones del silencio al hacer ejecutar una como precondición  de temporalidad dispuesta para la otra. Una más de las posibles lecturas que suman las razones por las que es ésta una de sus obras más determinantes para el desarrollo del pensamiento y realización estética de la creación musical y artística de la segunda mitad del siglo XX.[24] Antes de seguir recorriendo el tríptico del Centinela, es importante mencionar la alegórica lectura que el artista peruano anticipa para hablar de la desaparición del cuerpo del cerro en este primer cuadro, en un intento por comprender y visibilizar con qué asidua facilidad el cuerpo migrante debe consumirse como presa —esperanzada y trágica— de estos juegos de visión, ignorancia y olvido; no de manera literal aduciendo a los efectos alucinatorios de la insolación y deshidratación desértica que bien se conocen, sino con la intención de desplegar (de manera no carente de ironía y acaso con una cierta por certera crueldad), la potencia del engaño por minimización de los peligros entre los que se envuelve y condena un cuerpo desesperado, extremando su urgencia hasta hacer desaparecer montañas si con ello ha de alimentar su impulso para seguir adelante un paso más. Carbonel declara así sobre esta pieza que las ausencias impuestas y decantadas que comportan sus imágenes responden a las formas de desaparición o visualidad comprometida que acechan al cuerpo migrante.



CUERPO


El trasfondo rompe su silencio
sólo cuando hay procesos en el primer plano
que superan su capacidad de resistencia.[25]
P.  Sloterdijk


Simplificando a la mirada del complejo desdoble de visualidades y porosidades sonoras|audibles con que Carbonel inicia el tendido de su obra al intento por asir la imagen del icónico sujeto topográfico bien llamado ‘centinela’, el segundo momento del tríptico centra su atención en las delicadas líneas de un detallado dibujo del cerro cuya imagen en presencia comprobada, hasta ahora, nos había sido visualmente negada. 


En este segundo cuadro, el artista dibuja en carboncillo el macizo montañoso sobre un límpido papel algodonado de equivalentes dimensiones a la fotografía que le antecede; entregándonos como registro de presencia no ya una irreverente incisión, sino la precisa descripción que hacen los trazos de una mano tan diestra como certera en el recorrer recuperado de los volúmenes y texturas del cuerpo del cerro. Estudio en grises oscuros y negros que se ancla en el vacío con la sola fuerza de su presencia, ajeno a los detalles que, como hemos visto en la escena anterior, conforman el entorno. Ante nuestra mirada se enuncia el silencio centenario y pétreo del Centinela, desplantando no sólo simbólica sino físicamente esa honrosa soledad con que se yergue un cuerpo-vigía.

A un lado de la fotografía ahuecada, de silencio impuesta y evidenciada sobre el aura de su propia ausencia, Carbonel recupera dibujando el antes enmudecido cerro, para postrarlo ahora exento, desprotegido y desencajado —desvirtuando el requisito compositivo-contextual de ubicación y distancia por relación.

Ensanchado de inmensidad y desafiando el acecho de su natural entorno, el dibujo da lugar a la plenitud de la vibración sonora que ha condensado sus trazos. Ese cuerpo primero fotografiado que de origen nos fue negado, dejando por lugar el vacío para recordarnos la violencia que encinta la imposición del tacere sobre el silere, es ahora recuperado como único elemento de la vista que antes fue paisaje. No se escucha ya la extensión visible de su contexto; se ha dispersado el aura de aquella compleja y lejana cercanía cuya ausencia paralizaba ante el blanco abismo la imagen anterior. Al tiempo que el ojo recorre la densidad de su grafía, desaparece de la memoria el estado impuesto sobre ese mismo cuerpo cuando censurado; se encarna ahora frente al espectador la tranquila continuidad que incorpora por entrega el silencio comprometido de una escucha dispuesta. El tiempo de la mirada que cuando enfrentada al fronterizo paisaje se hizo de preguntas a las que buscó respuesta, se resguarda en esta imagen contenida en cada uno de los trazos con que la mano joven recuerda la agrietada y envejecida piel del cerro.

Devuelta la presencia desencajada, el espectador afina la mirada y templa el gesto, agradeciendo el tiempo que piden los detalles y el espacio para poder posarse sobre los pliegues en claroscuro que suponen los registros y accidentes topográficos de aquel cuerpo pétreo y terroso en tal disposición contemplativa que casi logra hacernos olvidar que su figura anticipa una frontera en su violenta imposición en quiebre al equilibrio de una misma geografía. Pero aún, suspendido en contemplación como el cerro dibujado sobre el papel, aquel que se resguarda entre los trazos de grafito a la estancia de observación/escucha que esta imagen condensa, comienza a recordar el tono y cadencia del silere y al hacerlo, recupera desde la enseñanza de Roland Barthes la urgente trascendencia de hacernos recordar ese silencio que hace posible la condición misma de comunión entre el cuerpo y la naturaleza; como entre la memoria de la mano guiada por la vista posada sobre la extensión del horizonte y el recuerdo asimilado del un dibujo que en su contención, resuena. “Golpe de afuera, clamor del adentro, ese cuerpo sonoro, sonorizado se pone a la escucha simultánea de un ‘sí mismo’ y un ‘mundo’ que están en resonancia de uno a otro […] con esa escucha misma en que lo lejano resuena de muy cerca.”[26] Es esto mismo lo que sucede, descrito a profundidad por Jean-Luc Nancy; y en ese encuentro silencioso de mundos sonoros evoca desde el cuerpo, ya no sólo en la imagen, el resonar de lo ‘lejano muy cerca’ o esa ‘cercana lejanía que Benjamin supo enseñarnos a intuir al mirar.

Relevado del contexto, carente de distensión por pertenencia territorial, la forma extiende los instantes de nuestra atención sobre su registro, recuperando en el cuidado y continuidad de su trazo la blanca sonoridad del terreno cuya cima vigila. En esta segunda imagen, el desértico entorno al que descenderían las laderas que con maestría capturan los rasgos del Centinela, ha sido reducido a nada. Al hacerlo, Carbonel nos confronta así con otra forma y densidad del vacío, enfrentándonos nuevamente, por oposición, a sus efectos visibles por densidad y audibles de ausencia. Sin embargo, al hacerlo va confesándonos también sus intenciones decantadas. Pues bien podríamos creer que a pesar de haberse hecho de un cuerpo denso de singularidad en sus volúmenes, ese mismo cuerpo montañoso vuelve a encontrarse enfrentado al blanco vacío; señalando en la descontextualización de su presencia tan sólo un territorio doblemente desahuciado. Cuando es justamente lo contrario lo que ha sido puesto en marcha. Ceñida su representación al enmudecimiento de sus contornos sobre el blanco del papel como superficie ecuánime de austeridad; el cuerpo dibujado del Centinela reversa el enfrentamiento que antes soportó el entorno violentado en el perforar de oquedad su centro.

Recordemos que en nuestros intentos-escucha sobre la primera imagen empatamos su estrategia con el funcionamiento de una cámara anecoica; hacerlo nos permitió entender el pasmo aurático de la imagen al removerse el cuerpo central, sujeto de la fotografía. Retomar la figura y funciones de la cámara anecoica al entender de esta segunda imagen nos permitirá ahora comprender la precisión de la mirada destinada como tiempo y detalle sobre los trazos como consecuencia de esa captura de reverberaciones. Contenidos los trazos dentro de su propia marca y huella, el dibujo del cerro que antes no vimos nos ofrece ahora una mirada completamente centrada sobre sí. Como si la luz que le hace visible fuera absorbida por completo, no dejando que nada rebote para iluminar más allá de sus propios contornos. La colocación de este dibujo como segunda estancia en la secuencia del tríptico perfila los intereses descriptivos, operativos, narrativos y simbólicos del artista después de haber enfrentado el cuerpo/escucha a la violencia del silencio impuesto en la primera imagen. Es ahora, en la temporalidad en duración confiable que precisa la calidad del trazo y completud del cerro dibujado, que Carbonel parece responder en paralelo y de forma integral a la experiencia de Cage dentro de la cámara anecoica; cuando obligado a desentenderse del entorno y sus perfiles sonoros y visuales, dispone por entero su atención a un solo cuerpo y sus detalles, ritmos y condiciones. Así, el dibujo del Centinela dispuesto en el vacío de un blanco impoluto, parecería existir dentro de una de estas cámaras, dándonos a ver lo que de otra forma nos sería imposible escuchar.

De tener tiempo la mirada que migra sobre una frontera, podría quizá sostenerse así, con calma y en detalle sobre los cuerpos que despliegan los registros en remanso o entrega de su propia visibilidad. Como retando este natural apareamiento contextual del tiempo en apremio como condición de sobreviviencia, Carbonel se atreve a condensar en los tiempos de la mano los perfiles del silere y entrega su temporalidad por entero a la escucha de la piel del cerro —necesidad que de otra forma alimentaría la mirada, si no supeditada a la urgencia de su constante movilidad (si acaso lúcida para destinar con tal precisión la porosa cualidad de sus posibilidades de tránsito). Entre los registros pausados y respetuosos del dibujo, el artista destina a la visibilidad la fugacidad de una oportunidad negada: si tan sólo el cuerpo obligado a re-correr estos parajes supiera absorber en un instante de silencio y vista precisa, certera y fiel su potencia como disposición de escucha para saber atender el origen e intensidades de todos esos otros sonidos que construirán o demolerán su recorrido… La temporalidad que condensa este dibujo se compone así de un tiempo que no se tiene y que al cuerpo urge enfrentarle sin ver.

Es así que empleando recursos de silenciación por vaciamiento en apariencia similares, las primeras dos imágenes de El Centinela I hacen cuerpo de distintos ordenes de porosidad, evidenciando la vitalidad que anima el poder condensar nuestra habilidad y disponibilidad de escucha ante las distintas acepciones del silencio cuando ejecutadas desde la indeterminación de su apariencia. Haciéndonos dudar de nuestra propia capacidad de observación para recordar y registrar los tonos y formas de nuestras relaciones de coexistencia con el entorno.

Resulta trascendental en este momento detenernos para reflexionar sobre la elección del dibujo (y no la fotografía) como segundo momento de la obra; siendo desde su estancia de condicionada ‘veracidad’ que el artista decide destinar el tiempo de observación intensa sobre el paisaje. Tal elección parece querer revertir el devenir de la técnica fotográfica en tanto consignación de fiabilidad histórica. Al hacerlo, la obra de Carbonel deshabita por partida doble la estancia cuya percepción atiende y en ello reconfigura la lectura asumible de la imagen entre el cuerpo del vacío y el vacío del cuerpo. En una suerte de ‘reverso histórico’, la elección que hace Carbonel sobre el orden de las técnicas que emplea —el regreso al dibujo después de la fotografía— configura su apuesta por la certeza figurativa y visual de esta técnica artística primigenia (el dibujo), no como prueba de su maestría, sino como un ejercicio de escucha que anhelara recuperar(se) en el silencio de la naturaleza.

Será entonces la mano que extiende y retrae su fuerza sobre la punta del grafito queriendo condensar en el papel la vista sonora empeñada en recordar los bordes del territorio, quien decida enfrentarse al profundo silencio por imposición que dejó el gran hueco de su primera imagen para (re)aprender a escuchar más allá de la herida, del rapto, de la huella de lo indecible; para (re)aprender a escuchar desde una mirada hospitalaria —es decir aquella que se confiesa imposibilitada para ver venir la llegada del daño, de lo extraño, del extranjero (siguiendo a Derrida) y por ende, imposibilitada para aprehender la extensión del territorio de un solo vistazo; conciente de su condición de imposibilidad para controlar el horizonte. Esa mirada hospitalaria se entrega así desde los reductos de sus pequeñas partes, uniendo en el tejido de sus fragmentos lo que ve y lo que desconoce, lo que ha andado y lo que teme; reconociendo en el dibujo la relación del trazo consigo que el cuerpo logra extender como ofrenda de sí al territorio. El artista reconoce y representa el tiempo cuyo respetuoso asimilar asegura en el cuidado —negada ya la captura en voracidad del instante fotográfico— con que describe las líneas del cuerpo montañoso entre el vacío que le da lugar  como temporalidad sonora[27] y le permite expresar la textura de su singularidad.


FRONTERAS

La posición aparece, por lo que vemos,
por plegamiento sobre sí,
o por obstinarse en permanecer en un lugar inesperado.[28]
P.  Sloterdijk


Dispuesto de nuevo sobre un fondo blanco, el tercer y último cuadro del tríptico repite el perfil del cerro extraído en la primera imagen y dibujado en la segunda. La reiteración de la figura extendida sobre la horizontal, irregularmente puntiaguda entre sus bordes, nos es por su contorno ya abiertamente reconocible —aún cuando en esta tercera invocación, en su interior se extiende la faz de un cuerpo ajeno. Entre los bordes reconocidos vemos una imagen fotográfica en color que retrata un territorio descampado; vasto tendido sin-cerro que habita los contornos del cuerpo que consigo desaparece. La indeterminada extensión de horizonte se muestra así apresada en el replicado contorno de un cuerpo al que, apenas unos minutos antes, habíamos (re)aprendido a escuchar.

Al ser nuevamente producto de un proceso de extracción, la forma que el artista ha decidido entregarnos en la tercera escena nos enlaza de manera más directa con la primera imagen que con el dibujo que le antecede —acaso por continuar en semejanza con la textura visual de la técnica fotográfica; quizá por la equivalencia en densidad tendida de un entorno despojado. Lo cierto es que la reverberación visual que escuchamos sobre los extremos del tríptico comparten en complicidad su ser impuesto como vaciamiento. Al recorrer visualmente el tríptico, se hace evidente que ambas estancias de temporalidad sonora hacen las fronteras exteriores de la pieza aferrándose a sus extremos como ejecuciones de imposición silente sobre el paisaje. (Invoquemos a Cage en su consumación de estas formas de ejecución silente.) El cuerpo en duración dibujado que el artista decide como centro de la composición, no hace sino corroborar la distancia (visual, técnica y narrativa) que anima su ser silere.

Sucede entonces que a pesar de coincidir en tamaño, disposición y condiciones sobre el fondo blanco de la hoja, poco tiempo toma a la mirada asegurar que este tercer registro en recorte perfilado del cerro vigilante, no resuena en el mismo tenor que el cuadro anterior. A pesar de compartir la exactitud de los finos recortes que registran su perfil topográfico sobre el blanco fondo, lo que vemos ahora en el espacio que ocupaba el peso, tiempo y textura del Centinela, es sólo la forma en residuo de sus bordes como si hubiera sido inundada por el entorno austero y un tanto anónimo que aquí la llena.

Deshilvanando las distancias y consistencias de un paisaje de tránsito migratorio en un estado igualmente polarizado —es decir, tensado entre el mayor grado de atención que la mirada en fuga es capaz de sostener y la quebradiza certeza ante la fugacidad de lo percibido en proporción con el miedo creciente al avanzar del cuerpo cada vez más al norte— el artista hace culminar el tríptico sobre el registro de su despliegue escénico en el género de representación más fácilmente empatable con la realidad: una fotografía a color en buena resolución de un paisaje que no acusa mayores sobresaltos. Apenas para imponer sobre esta imagen de la imagen una doble impostura, condensando sobre la conjunción apresada de los silencios bartheanos, un tercer tenor esquivado de invocación. Es el tenor en el que los silencios —aquel que hemos recuperado como el silencio de la naturaleza y ese otro, el del hombre— se enfrentan sin reconocerse luchando por ocupar el tiempo de un mismo espacio. Cuando esto sucede, ‘algo’ o ‘alguien’ irremediablemente se pierde.

En esta tercera imagen, el seco territorio que anticipa la capital bajacaliforniana y su estancia-en-frontera con la población de Caléxico, CA, espera cautivo dentro de su propios límites ausentes, la esperanza vibrada de una huella. En un exiguo intento por escapar a su temporalidad siempre y sólo recorrida, el valle que abre camino a Mexicali se ahoga entre los bordes del cuerpo que al migrante señala. Pues sobre la condición de esta sobreposición visual, se confirma que una vez expuesto como contorno ante la inclemente vastedad del territorio, ya no hay tiempo para el tiempo.

Ahuecando el paisaje en sentido inverso, Carbonel ha desprendido la forma del cerro de la topografía que re-presenta para vestirla de apariencia con la imagen rebotada de un falso espejo. Capturado, el continuo territorial sin-cerro habita su huella blandiendo su nada doblemente deshabitada. Extrudida la musculosa masa montañosa devasta el volumen mismo de su representación entre los insignificantes colores de un paisaje sin referentes; la presencia antes vigilante y guía del trayecto, mirada, tiempo y distancia, deviene irremediablemente alienada, incapaz de defender su peso frente al desencajado registro que convoca el espejismo que carga como interior expuesto.

Llegados al límite, Carbonel nos obliga a ver de nuevo (o por primera vez) ese territorio que hasta ahora habíamos casi por entero ignorado para preguntarnos si tan sólo, siguiendo en el gesto los mismos bordes, logramos seguir escuchando los tenores de la montaña. El recorrido de estas tres imágenes nos confirma que, de un instante a otro, dentro del resabio cierto de la figura que asumíamos saber distinguir, podemos estar igualmente perdidos en la más profunda sordera de la mirada —esa que no sabe ya ubicar, no sólo su cuerpo en el espacio, sino el espacio dentro del cuerpo.

Una vez que el sentido simbólico de la representación (en tanto recuperación de la imagen exterior en la memoria interior) resta por deserción, olvidada o ignorada la perenne presencia cuyo sólo avistamiento bastaba para recuperar la ruta, se ha perdido la condición vital del andar, pues no se tiene ya conciencia de la duración del tiempo. Por ello es que en esta tercera imagen de El Centinela I encontramos como figura del cerro apenas el juego de un recorte pueril, deshonrado, impuesto como fachada de un contexto que aunque propio, resuena esquivo de tanta ceguera; falsamente colocado, saturado de un horizonte que promete figuras imposibles de cumplir.

El juego visual que el artista enfrasca en esta tercera imagen pone de manifiesto otra de las más comunes disposiciones de entrega desde las que se arriesga el cuerpo migrante. Sugiriendo que, si en la urgencia de creer que puede alcanzar su destino el cuerpo migrante lo requiere, habría de encontrar en la topografía una límpida visión como falsa continuidad; haciendo confundir el silencio impuesto de esta planimetría que se ha emplastado en lugar de como prueba visible de accesibilidad.

Pero, ¿es que el paisaje, como la mirada, han de terminar tan reducidos como parece? ¿Es esto lo que el artista en su obra ha escuchado restando de pie frente al gran cerro que gobierna la Laguna Salada? ¿Es que la hospitalidad de insistencia conquistada que nos fue entregada en el segundo cuadro del tríptico no hizo más que detenernos en vano y en vilo sobre la duración de un pa(i)saje de antemano perdido?

Residual y taciturno[29], el cerro que ya no está, no sólo desaparece sobre el paisaje que intenta permanecer como aparente remedo de su propia resonancia. Aún si de primera vista pareciera confirmar la sentencia que desploma la mirada nublada de expectativas que carga por la espalda quien se ha visto obligado a reducir su existencia al enmudecer extranjero, el cerro, acompañante y vigía, no desaparece sin dejar por huella su contorno. Destinando aún la posibilidad de duración, de aceptarse la constitución de la propia historia como un entramado de huellas[30] cuyo rastro impide el borramiento último e irreversible, el del contorno que asegura no sólo la mirada presente sino el recuerdo de su retorno. Resto discreto, quizá malentendido de insuficiencia, pero que al ejercerse en memoria del trazo por duración aprehendido sobre un territorio —cuya vastedad se confirma de otra forma inaprensible— ofrece todavía al cuerpo la (in)visibilidad de su último registro en silenciosa (más no silenciada) sonoridad.

Comprendiendo que el migrante depende esencialmente de la confiabilidad y condiciones de visibilidad del territorio; podemos entender que este último cuadro en el que el artista concierta el final de su recorrido sobre el territorio fronterizo, es entregado por complicidad en conciencia de la potencia de su condición porosa a aquel cuyo cuerpo ha de aprender a ver-escuchando para leer los registros sonoros del paisaje que pueden determinar el trazo de su destino. Sabiendo que, cuando enfrentado con la intransigencia de ciertas densidades que por imposición injerta enmudecen, recordará cómo convertir el silencio en escucha y la mirada enceguecida en paisaje destinado.


SILENCIO

Dado que es urgente recordarnos que —aún y especialmente en territorios cuyo recorrido se funda sobre la desaparición de los cuerpos[31]— se puede convertir el gesto en trazo; el trayecto en historia; el riesgo en herida y el presente en sobrevivencia, ha sido preciso tender la lectura de la obra El Centinela I del artista peruano Alejandro J. Carbonel siguiendo el registro más fino de sus bordes. Sólo entonces deviene audible su porosa visualidad como un discreto enunciado esperanzado de hospitalidad —temporalidad y espaciamiento todavía posible— por darse y reconocerse.

Recordándonos que, conforme más inhóspita es la condición del entorno, aumenta en proporción la capacidad-escucha del cuerpo que le enfrenta. Hemos visto cómo en el pasar de una a otra imagen, el artista cimbra los perfiles del vacío entre cuyas derivas interviene la legibilidad, comprensión y posibilidad aprehensible del paisaje y su despliegue bidimensional dando tiempo y espacio al silencio, como lo hiciera John Cage en su ya invocada obra 4’33’’, para evidenciar la irrupción del silencio como estancia dialógica entre la disposición/imposición que de manera ‘experiencialmente activa’ puede fundar el encuentro entre la obra y el escucha.

Recuperando una de las concepciones taoistas cuya comprensibilidad entiendo entre las más alejadas a las formas del pensamiento occidental sobre el sentido y manera de ejecución del obrar,[32] la contundente claridad que hace acontecer el gesto ‘inactivo’ de interpretación de la obra silente de Cage, nos acerca a la posibilidad de entender la acción como espera en confluencia con la existencia integral del entorno.

Está escrito en el Dao de jing: “Vacío, no queda exhausto. En movimiento, exhala sin cesar. Las muchas palabras pronto se agotan: más vale guardar el centro.”[33] Esa estancia que guarda su centro en condición de observación y escucha, silenciando los apremios de sus acciones cuando desesperadas intentan sin descanso seguir enlazando esferas, llenando huecos, ocupando vacíos, nos remite en la pieza de Cage a una condición similar de asimilación del entorno por la vía del silencio y la atención pausada que confiesa como lucha y alcance la obra de Carbonel. Hay en ellas un tenor compartido que, develando el trasfondo de la imposición, hace evidente el ejercer de su capacidad de resistencia ante las exigencias que apremian la existencia cotidiana. Sea en el caso del músico como liberación de las ataduras estructurales del pasado en la historia de la música que asume sólo para transgredir sus fronteras reconsiderando el entendimiento mismo de sus elementos esenciales: sonido y silencio —sea en la confesión de imposibilidad de asimilación de la extensión del territorio en el perseguir de sus bordes, para jugar en cambio con las posibilidades de negociación visual, física y conceptual que destinen asible el terreno en la observación y escucha detenida de sus fragmentos— estas obras asumen el vencimiento como entrega en prenda de su propia experiencia. [Entendiendo el vencimiento desde la doble coyuntura significante que la palabra encinta: es decir, para pensar en un objetivo en lucha por vencer aquello a lo que se enfrenta; como también entendiendo la disposición vencida como estado de comprensión dispuesto más allá de lo impuesto, restando así la fuerza de su carga en la asimilación de nuestro lugar y sentido, no-dependiente de condicionamientos externos de agresiva presencia o intencionalidad.]

Al comprobar la imposibilidad de experimentar el silencio absoluto, Cage accionaba ya como estrategia vivencial en su obra ciertos mecanismos de silenciamiento temporal y espacial específicos en potencialización de la escucha (tanto del autor como del espectador); mismas estrategias que más de medio siglo después el joven peruano descubriría a su modo como única (com)posición disponible y dispuesta para entender el mudo testimonio de (in)visibilidad migrante que su propia estancia como cuerpo ajeno al entorno fronterizo le permitiría develar sobre los accidentes audibles y silenciados del terreno. Acechando los presupuestos ordinarios de asimilación visual y auditiva, ambos artistas desembalan la plenitud expansible de la percepción en tanto apremiante irrupción al re-conocimiento del asir cotidiano. Al obstruir y redireccionar las condiciones usuales de lectura y comprensión estética de la obra de arte, ambas obras reconfiguran el registro de su penetrabilidad como potencia de experiencia receptora activando estrategias directas y esenciales que hacen resonar el tenor de sus encuentros entre sus particulares procesos creativos a partir de la reducción, discretización, silenciamiento, extracción y vaciamiento.

Estrategias de disposición a la escucha de lo ignorado que emergen de un mismo gesto primario o fundacional en ambos artistas: el trazo como condensación de la estancia de encuentro que anhelan —para Cage, destina el tiempo en título que comporta y conlleva la obra como único cuerpo ‘visible’ en el definir de la duración y ejecución de su existencia silenciosa, durando el tiempo preciso de su ausencia dentro de la partitura; en Carbonel, como silente confesión de la experiencia y temporalidad del dibujo en tanto proceso de interiorización de los perfiles de exigencia, riesgo y cuidado que más allá de su imagen se distienden al recorrer de un territorio. Ambos trazos son enunciaciones de duración definidas por la temporalidad que gestan. Estancias de encuentro que, como hemos visto, mantienen una relación esencial e integral con las dimensiones fenomenológicas del silencio recuperadas por Roland Barthes.

Venga bien recordar que Cage intentó también hacer del trazo dibujado por recuperación de bordes, la manera de registrar la presencia-ausente de cuerpos físicos. Recordemos su serie Ryoanji en la que trazaría los perfiles de un sin fin de piedras recolectadas sobre la delicada incisión de la punta-seca sobre el papel de algodón.[34] Los registros empalmados de aquellas piedras, más o menos densos por acumulación y destino,[35] acontecen sugiriendo el trazo de sus cuerpos y contornos como huellas habitadas de vacío dispuestas en el espacio contenido de infinitud de la obra de arte.


Durante buena parte de su vida adulta, John Berger mantuvo un significativo intercambio epistolar con su padre, Yves Berger. En estos diálogos escritos, cada emisario recurriría a sus particulares experiencias como dibujante, teórico y académico para entresacar configuraciones sobre una serie de aparentemente sencillas preguntas lanzadas entre sí. En una de sus cartas, John se refiere a una vieja serie de dibujos hechos por el padre y sobre ella sugiere una interesante conclusión determinante a nuestros intereses presentes: “Dices que [tus dibujos] parecen fonemas, pero visuales. Y Joseph Beuys dice que hablar puede ser una forma de escultura. Si retuerzo juntos estos dos hilos, podría decir que los dibujos son sonidos esculpidos.”[36]

Acercar esta sugerente afirmación como premisa para la lectura entrelazada de las obras cuyas sonoridades hemos venido siguiendo, nos ofrece asegurar su encuentro justamente en ese espacio entre-espacios cuya importancia Cage urgía en señalar. Pensar en el dibujo como ‘sonido esculpido’ es colocarle y colocarse ante él en la brecha misma que señala una frontera —esa franja, perfil o contorno cuya pertenencia neutra se admite como una suerte de tregua geográfica pues contiene, precisamente, el germen de continuidad entre ambos territorios.

Si ante estas obras nos hemos ocupado en localizar los bordes que por definición de existencia nos permiten destinar al sonido sus condiciones y capacidades más allá de su posible estructuración musical; y al paisaje su fragmentación extensible más allá de su limitación horizontal fronteriza, lo hemos hecho no para distinguirles, sino para situarnos en posibilidad de continuar su corporalidad fuera de esos límites que con mayor o menor visibilidad operan en su expresión y nuestra experiencia. Intentar definir(nos) en la escucha del dibujo y en el trazo del sonido son intenciones complementarias que si algo demuestran es nuestra urgencia por encontrar y disponernos hacia otros espacios y temporalidades de inscripción y legibilidad —no sólo entre las artes (disciplinas, técnicas, formas de expresión artística) sino y especialmente entre los cuerpos y sus formas de configurar, ofrecer, recibir, recoger, rescatar y habitar esos gestos de hospitalidad que han conseguido hacerse durar entre la escucha y el rumor.




IMÁGENES:

Alejandro J. Carbonel. Centinela I. 2011. Tríptico - fotografía y lápiz sobre papel de algodón. (Cortesía del artista)

John Cage. (7R)/15 (Where R=Ryoanji). 1983. Lápiz sobre papel japonés hecho a mano.



[1] Berger, Georges. Especies de espacios. p 88.
[2] En su libro Silence, Cage rememora la primera vez que entró a una cabina o cámara anecoica en Harvard Unievrsity en 1951. Escuchó en su interior dos sonidos, uno más alto o agudo que otro. Al salir preguntó al técnico encargado qué eran estas sonoridades que había escuchado; le fue explicado que el sonido más agudo correspondía a su sistema nervioso, mientras que el sonido de tono más bajo era su sistema circulatorio. Sonidos inintencionales decía Cage, que producimos todo el tiempo, así no sólo es imposible sino que carece de sentido tratar de distinguir entre el sonido y el silencio cuando el silencio estará siempre habitado por sonidos. Al respecto ver: Cage, John.  “Silence” en: Lectures and Writings by John Cage.
[3] En Dar (el) tiempo Derrida habla del don como un fenómeno cuya existencia supone una ‘cierta incondicionalidad’; en ello radica su posibilidad de acontecer. El don como acontecimiento, el acontecimiento del don afirma Derrida debe suceder como una entrega desinteresada, irruptiva; “debe desgarrar la trama, interrumpir la continuidad del relato”; pero, en ello está su paradoja, señala el filósofo pues no podría haber don sin intención del dar, sin conciencia de entrega —“todo lo que procede del sentido intencional amenaza también al don con resguardarse, con quedar (res)guardado en su propio gasto”. Sin embargo, como nos ha enseñado su pensamiento, el don sucede, es posible en su imposibilidad —y para que se de ese acontecer es preciso que haya azar, encuentro de algo involuntario, incluso inconciente o desordenado. Derrida, Jacques, Dar (el) tiempo I. La moneda falsa. pp. 122-123.
[4] Siendo, como pocas veces se recuerda, que Cage habría de escribir otras 2 variaciones de esta misma pieza 4’33’’. “La primera , 4’33’’ es para uno o varios músicos. La segunda 0’00’’, indica que una obligación respecto de otro debe ser cumplida, parcial o totalmente por una sola persona. La tercera consiste en la reunión de varias personas que practican un juego —puede haber dos o más jugadores— en una situación que se amplifica. Cualquier juego —por ejemplo una partida de bridge, o de ajedrez— se convierte en una obra musical que es esencialmente silenciosa.” Cage. Para los pájaros. p 260.
[5] “El derecho al espacio […] supone simplemente la posibilidad de simultaneidad.” Ibid. p 203.
[6] Jabès, Edmond. Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato. p 58.
[7] John Cage. Para los pájaros. p 43.
[8] Budismo ‘clásico’ como gustan precisar algunos estudiosos, cuyo primer acercamiento y prolongado interés devino de los cursos impartidos por el monje y estudioso budista japonés D.T. Suzuki en la Universidad de Columbia entre 1949-1951 en los que Cage participó. En 1962 Cage iría a visitar al maestro Suzuki en Japón en un viaje organizado por Yoko Ono y Toshi Ichiyanagi.
[9] Explorando a profundidad la figura de la ‘esfera’ como figura epistemológica paradigmática del siglo XXI, se recomienda el estudio homónimo de Peter Sloterdijk. En su análisis del sentido ‘esferológico’ de las sociedades, Sloterdijk las define como “asociaciones agitadas y asimétricas de multiplicidades-espacios y multiplicidades-procesos, cuyas células no pueden estar ni realmente unidas ni realmente separadas.” Sloterdijk, Peter. Esferas III. p 49
[10] Ibid. p 107.
[11] Pensando en el sentido del ‘dar’ derridiano, ese dar (lo)imposible; ‘dar lo que no se tiene’, del que habla entre otros escritos en Dar (el) tiempo (la moneda falsa).
[12] Cage describía la ‘nobleza’ como la habilidad de dar un tratamiento igual a todas las cosas; es decir, ser capaces de mantener un sentimiento de igualdad frente a cada cosa —forma de estar en el mundo, íntimamente ligada con los fundamentos del pensamiento zen.
[13] Asumo la libertad de poder hablar de una condición-en-frontera desde la cual se presenta la obra ya desde su primer cuadro, pues, aún si se desconociera la locación y contexto geográfico/político de la imagen, su estar ‘recortado’, incontinuo, en extracción, la enfrenta germinalmente con sus propios límites. Siendo en el momento de la primera aprehensión de su apariencia, cuando aquella fractura material determina de forma decisiva e irreversible la concepción estética y la lectura conceptual de la obra desde el registro de sus bordes como incisiones de violenta imposición sobre la continuidad natural de un paisaje. La innaturalidad que figura el recorte del cerro Centinela en esta primera imagen del tríptico predispone al cuerpo y a la mirada haciendo uso de los mismos elementos y demarcaciones de (im)posibilidad con los que opera y acciona una frontera política al paisaje faccionado entre dos países.
[14] El primer escrito en el Benjamin menciona la figura del ‘aura’ presente en las antiguas imágenes fotográficas es en la “Pequeña historia de la fotografía” (1934, p 75); más adelante desarrollará sus reflexiones sobre ella con un poco más de amplitud en “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (1935).
[15] Recordemos que Benjamin cita sus reflexiones iniciales sobre el aura analizando aquellas imágenes fotográficas que construyeron los inicios de la historia de la técnica.
[16] Hablaremos de un ‘antes’ en la imagen si seguimos la lectura topográfica narrativa que tanto la pintura como la fotografía de paisaje nos han enseñado a ‘leer’ el cuadro, la escena o el paisaje —esto es del ‘frente’ hacia ‘atrás’ para asimilar sus intenciones y formas de representación de la profundidad espacial.
[17] Denominaríamos la forma por disposición en el cuadro como un ‘debajo’ del cuerpo ahuecado si sobre la extracción seguimos la escena como compuesto gráfico, ya no referencial de un cierto terreno recorrible al cuerpo o a la mirada, como lo supusimos en el nombramiento de ubicación anterior.
[18] Valdría recordar aquí esa ‘geometría de vecindad’ a la que se refiere Sloterdijk en el análisis de las ‘paredes’ que comparten las esferas en el caso de las burbujas, existiendo por co-fragilidad en la compartición de sus bordes, que si bien las mantienen al extremo de su cercanía, es esa colindancia extrema su imposibilidad de cercanía real, siendo su estancia de unión, la misma que dispone su aislamiento. Op.cit. Sloterdijk. pp. 48-49.
[19] Op.cit. Cage. Para los pájaros. p 37.
[20] La condición de indeterminación, fundamental en el pensamiento y obra de John Cage, suponía no entenderla como ‘un estado de variedad más o menos perfeccionada de la determinación’.  Hablando sobre el tema con el académico Daniel Charles en el ya citado libro/conversación Para los pájaros, Cage: “usted olvida que de una a otra hay un salto. ¿Y cómo dar ese salto? Mi respuesta es: dejando actuar al tiempo. […] en vez de reservar las posibilidades, en vez de dejarles solamente la facultad de presentarse en sucesión, se trata de fracturar su linealidad y acumularlas, inmediatamente y todas a la vez.” Ibid. pp. 246-47.
[21] No dejemos de atender la cercanía que esta definición o comprensión del silere entregada por Barthes resuena en compañía con la comprensión zen del vacío, o ‘la vía’ (el dao) taoista, en tanto esa existencia de la que no se habla, indefinible, invisible e incognoscible y que precede todas las cosas. Recordando que Barthes estuvo también profundamente interesado por el pensamiento oriental; en su caso específicamente vinculado al pensamiento taoista –deriva del budismo chan desarrollado en China.
[22] Barthes, Roland. lo neutro. pp. 67-76.
[23] Entendiendo con este término que destina tanto como libera su ser ‘signado’ —apelando al prefijo ‘a’ en tanto negación.
[24] La obra en partitura 4’33’’ de John Cage fue por primera vez ‘interpretada’ en  agosto de1952 por el virtuoso David Tudor en el Maverick Concert Hall, cerca de Woodstock, NY. El espacio es un granero abierto en ambos extremos rodeado de bosque, de tal forma que los sonidos de la naturaleza que le circunda son parte integral del lugar. Para su ‘interpretación’ el pianista debía levantar la tapa del piano, esperar 30 segundos y cerrarla –concluyendo así el primer movimiento. Al volver a abrir la tapa el segundo movimiento transcurriría en un lapso de 2 minutos 23 segundos, terminando de nuevo con el cierre de la cubierta de las teclas. Una última apertura señalaría el inicio del tercer movimiento llegando al final de la pieza al transcurrir 1 minuto 40 segundos. (Estos son los tiempos impresos en el programa del Maverick Concert Hall; sin embargo, posteriormente la obra impresa anotaría los tres tiempos en la siguiente disposición: 33”/ 2’40” / 1’20”.) Cage señalaría la definitiva influencia que sobre la creación de esta pieza tuvieron las pinturas blancas de Robert Rauschenberg; acaso intuyendo la multidireccionalidad del diálogo y relaciones de influencias desde y hacia otras artes entre las que su pieza extendería sus efectos durante las décadas subsecuentes y hasta el presente. Los monócromos blancos de Rauschenberg, realizados con pintura blanca para muros, buscaban condensar las sombras que sobre la fachada de una casa dejara en huella el andar de un paseante. En 1951 el artista escribía a su galera (Betty Parsons) sobre nuevas pinturas por él consideradas “casi como si fueran una emergencia”. Describiéndolas como “grandes lienzos blancos (1 blanco como hay 1 Dios) organizados y seleccionados con la experiencia del tiempo…”. Rauschenberg citado por Barbara Rose en “Seeing Rauschenberg Seeing” [originalmente publicado en Artforum, 2008]. / Tensando la línea de influencia un paso anterior hay que tener en mente la obra Blanco sobre blanco (1918) del pintor ruso suprematista Kasimir Malevich; obra por él concebida como paradigma de su personal búsqueda de espiritualidad en el arte.
[25] Op.cit. Sloterdijk. p 55.
[26] Nancy, Jean-Luc. A la escucha. p 87.
[27] Sugiero el uso de esta figura ‘temporalidad sonora’ hablando del detallado dibujo del cerro para referir la relación de cercanía-en-distancia-recorrida que sugiere el trazo delicado y atentamente descriptivo que la conforma. Considerando el valor de la temporalidad que Cage subrayaba una y otra vez respecto a la existencia de todo sonido y silencio perceptible por el escucha, referir en el dibujo un paralelo de esta ‘temporalidad sonora’ nos permite recorrer con la mirada el orden y condiciones perceptibles como resonancias de la distancia tendida en este caso entre el cuerpo y el trazo.
[28] Op.cit. Sloterdijk. p 47.
[29] Refiriéndonos a la taciturnidad como ese silencio de algo que puede hablar, como alguna vez lo planteara Jacques Derrida en un sutil y preciso entendimiento del término por condición de (in)disposición.
[30] Recordando que Derrida sugiere entender el destinar como un “dejar constituirse en sistema de huellas”. Op.cit. Dar (el) tiempo. p 101.
[31] Sabiendo que ese descampado que hace la Laguna Salada y que vigila El Centinela es, desde hace varias décadas, un extenso y voraz cementerio a cielo abierto, silenciado de invisibilidad; siendo que su alta densidad salina descompone en corto tiempo los cuerpos que la violencia entorno destina a desaparecer sepultándolos entre sus tierras tendidas de impunidad.
[32] Dice en Tao: “Actúa sin acción, ocúpate de despreocuparte, saborea el desabor, ten por grande lo pequeño, ten por mucho lo poco.” Tao te king, Siruela. p 155.
[33] Ibid. p 39.
[34] La primera vez que John Cage se acerca al dibujo y a aprender técnicas de grabado fue por invitación de Kathan Brown en 1978 para una estancia en un taller destinado  exclusivamente para su experimentación en Crown Point Press (California). Más adelante, produciría un amplio cuerpo de obra entre grabados y acuarelas durante ocho años de visitas periódicas al taller que Ray Kass preparaba para él cada verano en Mountain Lake, Virginia, a partir de su primer visita en 1983.
[35] Siendo que para trazar estos grabados, Cage utilizó complejas ‘partituras’ que él configuró como instrucciones de disposición, cantidad y cualidades de línea dispuestas por la intensiva consulta del I Ching; de tal forma que sus composiciones plásticas participaron de la misma estructura creativa rigurosamente azarosa que buena parte de sus obras sonoras.
[36] Berger, John. Sobre el dibujo. p 126.


Ponencia impartida dentro del Laboratorio de Pensamiento · Encuentro Académico Internacional del Homenaje a John Cage curado por Lucrecia Piedrahita / Medellín, Colombia · septiembre 2012