30 de noviembre de 2010

DECAIMIENTO ALFA | ALPHA DECAY

TIEMPO | historia + testimonios


Como parte de un amplio trabajo de investigación con sobrevivientes de las bombas atómicas lanzadas por EU sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, Shinpei Takeda –artista japonés radicado en Tijuana, ha dedicado los últimos 5 años de su vida a escucharles.



Al fin del verano de 1945 la historia bélica y el desarrollo armamentista asentaría su potencia con trágica contundencia. Las mañanas del 6 y 9 de agosto, 2 bombas de hidrógeno generaron una emisión energética expansiva y devastadora. Las explosiones pulverizaron a su paso cuerpos urbanos y biológicos.


120,000 víctimas en Hiroshima, 70,000 en Nagasaki…. La cifra ‘final’ aún se ignora pues las secuelas físicas, psicológicas y emocionales de las detonaciones se siguen viviendo en extensión sobre una nación que ha vivido su duelo intentando silenciar la memoria.



Cincuenta años después Shinpei Takeda ha entrevistado a 60 sobrevivientes del exterminio masivo emigrados a diversos países del continente americano. Durante el transcurso del tiempo de viaje al encuentro de sus testigos, Takeda fue ofrendando su cuerpo como escucha y eco de las historias de otros luchando por encontrar en su propia obra la fuerza y formas de configuración que pudieran dar lugar a aquello inenarrable que habita todo testimonio.


DECAIMIENTO | herencia + presente


Cuando un núcleo atómico es violentado –como en el caso de las bombas lanzadas en 1945– emite radiaciones que transforman su masa y nivel de energía. Las ‘partículas alfa’ corresponden a este estado de alteración radiactiva. Son así elementos inestables que liberan una gran cantidad de energía en la búsqueda por reencontrar su equilibrio molecular. Un cuerpo ‘bombardeado’ sufre a nivel celular desajustes similares sobrellevando su ciclo vital como un proceso de deterioro genético en cadena.



La mayor parte del acervo documental que Shinpei Takeda ha acumulado pertenece al archivo de The Nagasaki National Peace Memorial Hall for the Atomic Victims. Sus entrevistas han dado origen al premiado documental “Hiroshima-Nagasaki Download” (2009). [Obra que será proyectada en complemento a esta exposición.]



La intervención artístico-arquitectónica multisensorial DECAIMIENTO ALFA | ALPHA DECAY es de naturaleza íntima e invasiva condensando un proceso de profunda introspección sobre los límites de la naturaleza humana. Revestido del dolor acumulado por otros cuerpos y generaciones que en (in)directo linaje le alimentan, Takeda habla ahora de sus radiaciones exponiendo su propio cuerpo en decaimiento.


INTERVENCIÓN | arte + arquitectura


Entre escombros, un pabellón de cartón diseñado por el arquitecto Gabriel Martínez expone su propia fragilidad. El cartón –material frecuentemente utilizado como resguardo y cobijo en condiciones precarias– fue elegido por el arquitecto como materia simbólica para ofrecer albergue a la intervención artística de Takeda. Capaz de proveer un sólido, aun cuando efímero, soporte estructural, la sutil textura del cartón ofrece al cuerpo y la mirada una estancia poco suntuosa, sincera y hospitalaria.



Sobre el exterior de cada caja de cartón Takeda trazó en grafito la vibración del timbre de voz de 23 sobrevivientes. Sus dibujos son reproducción gráfica de la vibración de la voz. Cada cartón contiene 72 segundos de grabación (1 pulgada = 1 segundo de grabación). Así, los fragmentos seleccionados de cada entrevista reflejan 10 minutos sonoros; entre 8 y 10 tubos comportan el testimonio de cada persona.



La forma del pabellón diseñado por Martínez como caja de resonancia emula 2 de los órganos internos más afectados por las radiaciones –estómago y matriz. La membrana transparente que cubre su exterior provoca un juego visual-luminoso que en determinadas horas del día parece desmaterializar el edificio metaforizando su existencia temporal y perecedera.


La techumbre ascendente del pabellón invoca el sentido reverencial que sugiere al cuerpo la entrada a un santuario –ligeramente inclinado y en silencio. Dispone también al visitante para penetrar su propio cuerpo y enunciar sus heridas. El diseño sutil de cubierta exterior del techo recuerda el flujo acuoso de los ríos de Hiroshima y Nagasaki cubriendo las tramas testimoniales que el espacio construido diagrama; invocación en textura sobre la potencia redentora del agua.



Al interior, la intensidad con que Takeda inflama el espacio engulle al espectador entre tonos, sonoridades y texturas expuestas. Su obra es un ejercicio en violento equilibrio que se despliega como memoria corporal visible. Collage fotográfico, pintura, escritura, audio y video, Takeda expone entre capas su propia historia buscando un tiempo después para la devastación y los restos de un pasado asumido en pérdida. Cinco palabras recurrentes hacen eco sobre los muros …explosión, muerte, miedo, lamentación, divinidad.



DECAIMIENTO ALFA | ALPHA DECAY es una obra integral que nace de la colaboración y germina en la experiencia compartida con el público. Ser parte del DECAIMIENTO significa explotar y explorar desde dentro nuestras propias afecciones para recordarnos que toda destrucción genera también la fuerza necesaria para reconstituirnos.


En una ciudad como Tijuana, acostumbrada a tratar con la violencia y sus desapariciones, DECAIMIENTO ALFA | ALPHA DECAY apuesta por hacer memoria del germen de nuestro presente insistiendo en la potencia crítica del arte y la responsabilidad testimonial-intervencionista del artista.






11 de noviembre de 2010

La marquesa salió a la cinco… | Jorge Méndez Blake


Una pila de grava esquinada al lado de una pista/estela en gris-casi-negro; una maqueta blanca de espacios condensados y de tan juntos, imposibles; una línea recta en lápiz a pulso trazando sobre un horizonte inexistente los juegos entre galaxias en el canto del techo de la última sala del área expositiva (por ahora visitable) del museo Tamayo; un librero blanco extendido sobre el que se replica una misma y sola maqueta en color ladrillo y cartón con un solo cuerpo techado, una puerta y un patio… Estas son las obras que Jorge Méndez Blake decidió crear para punzar y estribar el recorrido de su selección de trabajo con el acervo del Museo Tamayo.

Invitado por Daniela Pérez, Curadora asociada del museo, el arquitecto-artista Jorge Méndez Blake desentrañó una inteligente y seductora intervención arqui-bibliófila para articular la muestra La marquesa salió a la cinco… . Intensamente inmerso y evidentemente seducido por el mundo de la literatura como lo ha demostrado su trayectoria, Méndez Blake eligió trabajar sobre un detonador poco usual dentro de las comisiones pensadas para alternar diálogos con la colección Tamayo. Este es el segundo proyecto de intervención dentro del programa de “Acercamientos al acervo” bajo la guía del nuevo equipo curatorial del museo con Magalí Arriola a la cabeza, bajo la dirección de Sofía Hernández Chong Cuy.

Méndez Blake escogió la biblioteca personal de Rufino Tamayo –normalmente resguardada en la casa que habitara hasta sus últimos días en San Ángel– para desencadenar una serie de referencias directas y veladas entre la objetualidad libresca, los enigmas de una constelación bibliotecaria personal y las relaciones (im)posibles de la ficción-relativa –aquella que a pesar de nuestros mejores intentos hace por insertarse en las arenas que gustamos pensar como zonas ciertas de realidad tangible. Extendiendo sutilmente hilos invisibles de diversos grosores y nieveles de tensión entre piezas y textos, Méndez Blake juega con un poco de todo y nada dispuesto al espacio de una biblioteca que hace de su condición esencial el vacío. Lo hace con maestría.

De los casi 400 libros que dan cuerpo a la colección personal de Rufino Tamayo, Méndez Blake nos muestra sólo los lomos a distancia. Elevados en una torre inexpurgable (metaforizando desde Borges, Babel) en esqueleto ahuecado y replicando un perdido proyecto bocetado por Charles Olson (maestro del Black Mountian College), ‘debajo’ y ‘por fuera’ de la institución (histórica, artística, cultural, personal) que comportan, en su emplazamiento presente se avistan apenas algunos títulos entre cantos que no han de ser ya penetrados. Cuerpos (des)critos que no hacen sino ocupar una espacialidad de suyo vaciada.[1]

Jorge Méndez Blake expone-inalcanzables narraciones que ya no deshojan, cuerpos escritos e ilustrados que ya no se (h)ojean, haciendo de su presencia histriónico eje rector de otros cuerpos bibliográficos selectos que decide sí dejar al alcance del público. Entre ellos se disponen Bartleby de Herman Melville, Bartleby y compañía de Vila-Matas; antologías poéticas de Federico García Lorca y de Fernando Pessoa; Ficciones de Borges; La montaña mágica de Thomas Mann, Ulises de Joyce, Construir, habitar, pensar de Heidegger; novelas varias de Chesterton, Doyle, Hawthorne, Orwell; Lo infraordinario de Georges Perec...

Citas-en-ausencia que confiesan la estructura memoriosa e imaginativa de Méndez Blake mientras recorren encuentros dados a un tiempo pretérito imperfecto[2] entre los autores que selecciona. Sobre los bordes de sus páginas algunos señalamientos sutiles en lenguetas transparentes avisan al visitante paciente de un estado distendido para la inmersión dentro de uno de los muchos pozos pequeños, profundos, oscuros y sofocados que el artista ha tendido entre coincidencias y colindancias propias simbólicas y significantes.

El espacio diseñado por Méndez Blake está habitado por una cierta espectralidad hecha de imágenes y palabras (in)visibles –encuentros estéticos, literarios y poéticos dejados en prenda para el descubrimiento y tejido de otras infinitas posibilidades distendidas sobre el potencial de ‘lectores’ por venir. Pues esta es una propuesta expositiva en la que se pide al cuerpo que mira desvencijar sus funciones lógicas para entrenarse en cambio en la lectura (literaria, poética, narrativa, ficcional) de las obras plásticas y la apreciación estética/plástica de los libros, palabras y páginas. Haya que esforzarse así por leer las grietas de un vidrio quebrado (Mauboullés) en una especie de quiromancia-astronómica que se revierte sobre las vibraciones del propio latir de nuestras historias personales encapsuladas, buscando sin temer la identificación del tiempo silenciado de nuestro (in)mutable destino entre las páginas de obra y palabras que Méndez Blake ha decidido situarnos al alcance para encontrar sus pistas y nuestras confirmaciones.

En una puesta en escena de inteligente diálogo curatorial, La marquesa salió a las cinco… se construye como un montaje en el que parece estar siempre en juego un tiempo que no está. El título tomado de una mítica afirmación en conversación entre Paul Valéry y André Breton” “…la marquesa salió a las cinco –figura denostada de todas aquellas palabras infértiles que a juicio del poeta ahogaban la literatura conformada dentro de los intereses del realismo francés en restos decimonónicos– afirma en su inserción la constancia de una temporalidad invocada constituida por un despiece de acciones invistas.[3]

De su proceso germinado entre detalles y coincidencias aparentemente nimias y/o banales surgen las nervaduras de una lectura que hace de la precisión potencia. Así sucede que una de las primeras obras de arte elegidas por Méndez Blake entre la colección Tamayo para colocar en este montaje de biblio/grafías es un tapiz de Robert Motherwell. Habría que recordarse que el Museo Tamayo se inauguraba en 1991 precisamente con una retrospectiva de este artista; quien a su vez resultara haber vivido en un sitio muy cercano a la última residencia de Mark Rothko –última morada en resguardo de su suicidio. Tanto Rufino Tamayo como Robert Motherwell mueren en 1991.[4]

Siguiendo el trazo constelado hemos de decir que una de las obras de Rothko figurada en la colección Tamayo, comparte orientación con el tapiz de Motherwell apenas un par de libreros a la derecha. Esta pieza, en tonos de negro, gris y rojo oscuro-como-de-sangre anuda uno de los puntos de quiebre del recorrido. Devastadora condición replicada que se activa fulminante cuando el cuerpo del visitante atina a sentarse y leer en una de las antologías poéticas el poema La cogida y la muerte de García Lorca.

¡Eran las cinco en sombra de tarde![5]

…terminaba la última estrofa en vela el joven dramaturgo español asesinado por la dictadura franquista. Escritura en la estela oscurecida del duelo taurino sobre aquella hora fatal que a su vez inspiraría a Motherwell para crear una pieza a la que daría el mismo título: A las cinco de la tarde. Esta otra obra de la que nos advierte el recorrido, es una pieza que no está en la colección ni en el montaje presente y que sin embargo, Méndez Blake invoca desde Motherwell y Lorca dotando a su sustancia invisible de un peso en latencia respirable. Tales son las consistencias con las que juega el tendido de La marquesa salió a las cinco… .

Entonaciones que conflagra el artista-arquitecto con otras obras que físicamente ‘no están’ y sin embargo hacen de su ausencia exposición significante, pues es este un montaje sutilmente contundente que construye tanto con lo que encuentra a la mano[6] como con lo que seduce a la vista y lo que supone la mente, luchando con quijotesca bravía por recuperar una memoria que quizá hasta ahora ‘en realidad’ no había sido nuestra.

Sucede así con la pieza Avalancha (Imperio) de Méndez Blake en la que una montaña de gravilla hace por tridimensionalizar la fotografía de Wolfgang Tillmans, Imperio (avalancha) (parte de la colección permanente del museo). ¿Qué es lo que pretende decir este gesto por hacer corpóreo un referente directo que se anuncia con claridad y sin embargo no se muestra? ¿Cómo hay que recorrer los patios encerrados de las maquetas infinitas de Méndez Blake?

Lo cierto es que al salir de las abdicadas habitaciones blancas de la marquesa, dejando al paso impenetrables edificios que-no-son para salir a recorrer ciudades de esculturas envueltas, de pesos vaciados (Abbot, Christo, Chillida); recuperando obras que-no-están entre vistas desnudadas[7] y certeras (O’Keeffe, Okada, Tsutaka), el tiempo que marcará en los recuerdos apropiados de nuestros días el sonar de las cinco de la tarde –aún cuando el reloj no lo marcara– constatará que hemos sido ya sensiblemente pinchados, deshabitados, inventados, confundidos, enterrados, quebrados, releídos, elevados, pendidos y despojados en el vano intento por encuadrar los andamios de nuestra propia escala inenarrable.

En el apéndice de Ulises (de bolsillo, 2009, p 965) Joyce escribía a su amigo Carlo Linati: “en vista del enorme volumen y de la más enorme complejidad de mi maldita novela monstruo, es mejor mandar […] una especie de resumen-clave-esqueleto-esquema para uso doméstico solamente […]”. A un lado sobre la repisa de uno de los muros-librero con que Méndez Blake facetó el espacio de la sala configurando un laberinto de muros (in)visibles, la obra Odd Days in New York de David Lamelas se recarga como si en la espera de su propia misiva a la deriva señalando en inutilidad los días pares de un calendario pasado que parece asegurarnos todavía una pista imprescindible para continuar nuestro andar cotidiano.

Es esa extraña espera imprevista lo que sucede con el visitante cuando se dispone entre la urdimbre de la que pende este pequeño teatro del universo revestido de libreros de madera clara y pintura blanca ofreciendo sus vacíos al despliegue de nuestra propia habilidad para (des)hilar(nos) entre historias de silencios en comunión.

En Tiempo y narración, Paul Ricoeur reflexionaba no sin cierta ingenuidad y tono post-romántico “¿no somos propensos a ver en el encadenamiento de episodios de nuestra vida historias ‘no narradas (todavía)’, historias que piden ser contadas, historias que ofrecen puntos de anclaje a la narración? No ignoro lo incongruente que es la expresión ‘historia no narrada (todavía)’. […] Pero, ¿es inaceptable la noción de historia potencial?”.[8] El recorrido multi-direccional/dimensional que ha conjugado Jorge Méndez Blake dentro del espacio y el acervo del Museo Tamayo responde sin reparo a la interrogante sembrada hace décadas por Ricouer haciendo suyas las posibilidades infinitas de las historias potenciales anidadas en las obras. Comprendiendo el tiempo como ese ‘hacer presente que se interpreta a sí mismo’[9] es esta una apuesta museal que se sostiene con la afortunada pericia que implica irse desvistiendo al desdén de todo aquello dispensable sobre el mismo andar que en otro orden de intereses le hubiera entronado sobrecargada de significantes y altas pretensiones.



[1] “Que nada más había hecho colgar el cuadro / para luego hacerlo descolgar / y darse el gusto de recuperar su pared vacía.” Lee el diálogo inventado por Luis Felipe Fabre que descansa sobre las repisas casi vacías de la biblioteca de la marquesa. Uno de los dos escritores invitados a sumarse al proyecto con la escritura de un texto de formato libre al espacio de una cuartilla que habría de incluir alguna de las obras exhibidas y la citada frase de Valéry.

[2] Subrayando una serie de encuentros y coincidencias sucedidas e hipotéticas que jugarían con el tiempo narrable del pretérito imperfecto tanto como con la incidencia iterable del tiempo del verbo.

[3] Llamando el decir de aquellas acciones y sucesos no necesariamente ‘vistos’ sobre lo real sino avistados al interior.

[4] Compartiendo la misma página de obituarios de una de las ediciones de la revista Artworld en aquel año según lo señala una de las cédulas de la muestra.

[5] García Lorca, Federico. La cogida y la muerte (1934).

[6] Recordando a Roland Barthes y siguiendo el tiempo de la existencia narrada en el cuerpo: “la escritura está en la mano”.

[7] Recuperando el dar imposible del que habla Derrida como un juego en potencia contenido y todavía posible para ese cuerpo que todavía se desnuda ante las obras.

[8] Ricoeur, Paul. Tiempo y narración | configuración del tiempo en el relato histórico. México: Siglo XXI. Tomo I, p 144. (temps et récit. I: l’histoire et le récit. París: seuil. 1985.)

[9] Ibid. p 129.

Imágenes: M. Quiroz


La marquesa salió a las cinco... | Jorge Méndez Blake | Museo Tamayo | Ciudad de México | a partir de septiembre 2010.

9 de noviembre de 2010

El arte como consumación



Habla -

pero no separes el No del Sí.


Y da a tu decir sentido:


dale sombra.

Paul CELAN




Alcanzando una altura no mayor a los 20 cm, un bosque extendido habita la delgada capa de arena que enmarca entre bordes geométricos un muy amplio recuadro del piso de la galería que la recibe. La instalación Blackfield (2008) parece ser un catálogo botánico compuesto por 12, 500 recortes metálicos de dibujos de especies vegetales que el artista israelí radicado en Londres, Zadok Ben David (Bayhan, Yemen, 1949) sitúa entre pequeñas distancias como caligrafías sobre un lienzo que emerge del piso entre alturas mínimas trazadas con delicadeza y precisión sobre delgadísimas capas de metal —totalmente negras. El juego de profundidades con que la pieza enfrenta la mirada que busca aprehenderla en tiempo y desarrollo hace evidente el juego de foco y exigencia de atención y referentes con que el oscurecido sembrado captura al espectador, obligándolo entre sus bordes a distinguir. Lo que parece ser una representación herbolaria bidimensionalmente escultórica que expone su capa visual como distensión perspectiva homogénea fuerza el cuerpo al detalle, a la exclusión, al análisis individual. Así, una a una, las especies empiezan a integrar su existencia sola y repetida. El segundo límite se impone: las representaciones no son infinitas, hay réplicas entre las plantas negras. Entonces el color empieza a cobrar su sentido más profundo: un bosque ennegrecido es un registro dibujado o bien, un desplante calcinado. El campo negro de Ben David es tanto un referente puntual de lo conocido como un escenario recuperado de destrucción masiva.



Al inicio del guión que articula el esqueleto el filme Hiroshima Mon Amour (1959), Marguerite Duras juega con una sola idea como sentencia entre amantes: “Lo he visto todo.” | “No has visto nada”. Hablando de la devastación atómica un hombre chino y una mujer francesa destilan los límites de lo visible, del testimonio y de lo recuperable. ¿Qué es ver de cerca? preguntaba Hélèn Cixous a un lado de Derrida. La pieza de Ben David trae consigo de frente, en negro, estas interrogantes irresueltas. Pues encima del placer de la mirada que atiende el minucioso cuidado en la instalación de esos miles de pequeños y precisos dibujos decimonónicos en metal empieza a extenderse un aire de invisible inquietud. Una inquietud acaso semejante al destello fatal que refería en su Teoría estética Theodor W. Adorno: “Hoy son pensables, tal vez necesarias, las obras que mediante su núcleo temporal se queman a sí mismas, entregan su vida al instante de aparición de la verdad y desaparecen sin dejar huella...”. [1]



¿Qué hay de la aparición de la verdad como posibilidad estética? ¿Queda en ello la experiencia ética del placer en la creación y apreciación de una obra? ¿Es posible recuperar esa conciencia crítica en el terreno a veces tan desgastado del arte contemporáneo en un entorno cultural global que atiende y alimenta la ejecución de placeres inmediatos? ¿Cuál es la distancia posible aun por extender y recorrer entre la experiencia estética de los románticos alemanes y esa conciencia crítica que el pensamiento de la posguerra hizo no sólo evidente sino fundamental como germen de toda creación?


Respuesta a estas interrogantes ofrece la obra de artistas como Oscar Muñoz (Popayán, Colombia, 1951). Aliento (1996-97) es una pieza en la que el vaho que cada espectador lanza sobre 6 pequeños espejos circulares para hacer aparecer en foto-serigrafía el retrato de un desparecido político mientras se desvanece el propio rostro, parecería un reflejo auto-consumible de la posibilidad ética/estética que anunciaba Adorno. Pues si es tal que aquello que puede acercarnos “a la resolución de los antagonismos que cada obra tiene necesariamente en sí misma” es sólo posible “si se comprende de manera procesual la relación de los momentos entre sí”. Muñoz obliga a entregar lo más interno del sujeto, su aliento vital, para dar vida a la obra, para hacer visible su testimonio. Hacerse y deshacerse en el proceso. Siendo mediante su propia constitución que “los momentos individuales son capaces de pasar a su otro, continúan ahí, quieren desaparecer y determinar mediante su desaparición lo que les sucederá”[2] —declarara hace medio siglo uno de los pensadores fundantes de la escuela de Frankfurt.



“Las tensiones no son copiadas, sino que forman la cosa; esto constituye el concepto estético de forma” asegura Adorno casi al final de sus Paralipómenos. “Incluso en un legendario futuro mejor, el arte no podría negar el recuerdo del horror acumulado; de lo contrario, su forma no sería nada.”[3] Entonces es que se recorre por el costado el rectángulo en superficie de Zadok Ben David para encontrar que todas esos pequeños recortes botánicos calcinados tienen en su anverso un destello de colores vibrantes. Y se lleva en el paso sutil del andar propio la conversión del bosque negro en un despliegue renacido que, al fondo opuesto de la sala por donde se originó el contacto con la pieza, ofrece al espectador el tiempo y sustancia de su propia consumación. El momento de intersección de los planos cuando el placer estético y la reflexión crítica se encuentran|enfrentados posibilitando el camino trazado por uno, al recorrido del otro sucede en la obra de Zadok Ben David con la misma fuerza que hubo consumido originalmente sus formas.



No es común encontrar obras de arte que conlleven en su existencia esa profunda intensidad de la que hablaba Adorno —obras que sean capaces de consumirse a sí mismas en la experiencia de su propia realización; Blackfield es una de esas contadas piezas que lo consiguen en la completud del acabamiento total; en el más puro sentido de la consumación el sembrado de Ben David enfrenta al cuerpo con su propia (des)esperanza. En el recorrido lateral de una sala de 15 metros de largo el timbre y tono de la mirada y la experiencia sentida de la piel que revive a un lado del metálico jardín botánico reduce a cenizas la negra ceguera que hizo suyo el primer contacto. Consumida la destrucción, el artista Zadok Ben David se atreve a proponer el placer estético como posibilidad impulsando el registro destituido sobre la debilidad de las sombras que sueltan sobre la delgada arena blanca las esqueléticas figuras florales. “Fundando un ámbito de lo intocable las obras se vuelven bellas en virtud de su movimiento contra la mera existencia”[4] aseguraba Adorno a mediados del siglo XX. ¿Qué significa ese movimiento contra la existencia que parecería resarcirse la reducción de un campo negro? ¿Qué comparten —intocables— los espejos desaparecidos de Muñoz y las siluetas recortadas de Ben David? El enfrentamiento violentamente armónico entre la realidad y los sueños del hombre.


En su discurso de aceptación del premio Theodor W. Adorno en 2001, Jacques Derrida, declaró: “el ‘no’, lo que se podría llamar en otro sentido la negatividad que la filosofía opondría al sueño, sería una herida cuya cicatriz llevan consigo para siempre los más bellos sueños.”[5] Si bien Derrida no dedicaba entonces estas ideas directamente al pensamiento de la estela adorniana, sí refería en ello a toda reflexión estética que se asume desde la intuición crítica. Y en esa herida cuya cicatriz llevan consigo los más bellos sueños, seguir encontrando la integridad del arte y la vida; del arte a pesar del mundo; del arte en el todavía del mundo.




[1] Adorno. Teoría estética. p. 237.

[2] Ibid. p. 235.

[3] Ibid. p. 428.

[4] Ibid. p. 75

[5] Derrida. Fichus discurso de Frankfurt en: www.jacquesderrida.com.ar/textos/jodidos.htm


Imágenes: Zadok Ben David - Blackfield en ShoshanaWayne Gallery, Sta. Monica, CA: M.Quiroz / Oscar Muñoz: cortesía del artista.