7 de diciembre de 2012

TERESA MARGOLLES | ¿Dónde sucede el vivir?


Parecería que, de cierto modo inevitable, toda promesa está de origen entintada de la misma sustancia que resta de indelebilidad el duelo. Siendo que, en ambos escenarios, lo que resta asume su ser ‘destinerrado’ (siguiendo a Derrida); desterrado, remiso aún si destinado; a la deriva aún si prendido de remitencia. Lo que queda después de recibida la promesa o el duelo es un ser ‘en restancia’ de aquello que, no necesariamente habiendo tenido lugar, ha ya sucedido, perdiendo por entero la posibilidad de recuperación de ese estar/estado ‘antes’.

Teresa Margolles suele atizar en el proceso de su obra estas condiciones de incompletud, provocada ausencia, deserción y dolencia por defecto que desgastan los gestos de aquello que podemos llamar(nos) dentro y parte del cuerpo social.

En los últimos años del insistir de su práctica artística se hace evidente cómo esos mismos procesos de comprobación de lo irreductible de la violencia como condición funcional y fundacional de una extendida dinámica que anuda el tejido sociopolítico mexicano, han ido transformando su propia condición reflexiva sobre la consistencia y materia de su trabajo. Atravesando constantemente la delicada hendidura que señala la diferencia sustancial y simbólica entre el peso del cuerpo y el rastro de la huella, Margolles ha cargado los restos de tanta cruda muerte que hoy recurre a objetos desertados (afirmando doblemente la obligada ausencia del cuerpo) para constituir el reemplazamiento catastrófico siempre diferido de sus instalaciones con un mirar saturado de asedio. Como si el tiempo-entre-tiempos que se ha obligado a recorrer para reinventarse entre las formas asibles del dolor y el hedor de la muerte, pudiera guardar dentro suyo algún dejo de presencia rescatable para justificar su insistencia en espera de rehacerse visible.

Hace algunas semanas, Margolles inició la espera que engendra sobre su propia destrucción su pieza más reciente instalada en el MUAC (Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM, Cd. De México). Utilizando una de las más frecuentes herramientas físicas y conceptuales que al presente sostienen su obra –el desplazamiento y su generación de aislamiento por descontextualización– Margolles ha hecho trasladar las ‘ruinas’ de una de las 115 mil casas abandonadas (sin siquiera haber sido habitadas) entre los últimos desarrollos de vivienda de interés social con que la agonizante Ciudad Juárez buscó convencer a sus futuros(restantes) habitantes con una promesa –no ya arquitectónica– sino de habitabilidad. Margolles extirpa así de su simétrico tendido una de esas múltiples moradas de 32 m3 y la traslada a una de las salas del museo.

Pero los restos arquitectónicos de aquello que nunca condensó dentro de sí el impulso habitable, fueron demolidos y triturados hasta convertirles en gravilla, desapareciendo con ello todo rastro de su forma o funcionalidad anterior. Así, pulverizados, los (des)aparecidos escombros, ahora compactados, forman una larga y pequeña barda, borde o frontera residual que sobre el piso, en diagonal, parte en dos la oscurecida y vacía sala. Periódicamente, voluntarios se reúnen entorno a ella por espacio de una hora para ir devastando el inexplicable alzado de ese borde que fue casa, extendiendo sobre el piso los restos de lo que, aún habiendo querido sostenerse en pie frente al irrefrenable extender de la violencia y la inseguridad vivible, culminó evidenciando su errancia por vaciamiento.


En el silencio que invoca la reconfigurada ruina que vemos, asumimos que ese apilamiento lineal de material anódino, debe contener dentro de sí los cimientos, muros, esquinas, habitaciones, escalones y remate de vanos de la promesa a la que la artista refiere en título; así la respuesta del espectador es muda sabiendo que preside una suerte de duelo ante todas esas (im)posibilidades que se ciernen sobre la existencia urbana contemporánea. Revertida la condición matérica de lo que supondría sostener la construcción en constitución y resguardo de la sociedad, los escombros de la que pudiera ser cualquiera de entre las 5 millones de viviendas abandonadas que se extienden en los linderos de las principales ciudades de México, especialmente en su franja Norte, se exhiben en el espacio museístico incólume como paráfrasis de aquello contra lo que prometieron erigir.

Aún cuando la voz con que decido terminar esta breve reseña no existe sino en paralelo al tenor que suele acompasar el trabajo de Margolles, quiero pensar ese otro lugar que parece sembrar de infertilidad la obra, para creer que su acción en traslado y evidenciación de esa promesa arruinada o ruina prometida, puede distenderse reflexivamente hacia lo que Hélène Cixous entiende por destino asumido a la escritura —y acordemos también, al arte: “¿Quién puede definir lo que quiere decir ‘tener’?; ¿Dónde sucede el vivir? […] Este es el punto: cuando la separación no separa; cuando se vivifica la ausencia rescatándola del silencio, de la inmovilidad. En el asalto del amor sobre la nada. Mi voz rechaza la muerte; mi muerte; tu muerte; mi voz es mi otro. Yo escribo y tú no estás muerto. Si escribo, el otro está a salvo.”[1] Pues es plausible pensar que si podemos seguir devastando el duelo que convoca la ruina, tenemos también la fuerza para reconstruir(nos) entre escombros.



[1] Cixous. La llegada a la escritura. Buenos Aires: Amorrortu, 2006. p 14. (París, 1986)

imagen 1: Teresa Margolles. La promesa. 2012 | cortesía MUAC / Oliver Santana 
imagen 2: Teresa Margolles. La promesa. 2012 (detalle) | cortesía de la artista

3 de diciembre de 2012

El cuerpo (in)vestido


Proponer una lectura significativa ante la infinidad de estudios existentes sobre la pintora mexicana Frida Kahlo (1907-1954), supone hoy un reto casi imposible. Pero centrar una exposición en la llamativa indumentaria que constituyó el exotismo de su imagen, parecería un suicidio curatorial. Sin embargo, Las apariencias engañan: los vestidos de Frida Kahlo inaugurada a fines de noviembre 2012 en el Museo Frida Kahlo, muestra curada por Circe Henestrosa, se ofrece como una aproximación reveladora sobre los motivos anudados detrás —o debiéramos decir dentro— del exuberante estilo de vestir, de pintar(se) y, literalmente, de convertirse en obra, de Frida Kahlo.

Dos ejes temáticos estructuran la exposición: ‘discapacidad’ y ‘etnicidad’. Núcleos biográfico-narrativos que revelan con lucidez la construcción de esa sólida y seductora imagen pública que, encubriendo la intimidad de un cuerpo crónicamente enfermo y mutilado, Kahlo fue consolidando a la par de su obra plástica en afirmación de su propia personalidad y presencia en el medio artístico mexicano de la primera mitad del siglo XX. Pensar el despliegue del vestir como una forma de enfrentamiento a y una puesta en resguardo de un cuerpo eternamente enfermo, como lo sugiere Henestrosa en el caso de la atormentada y célebre pintora, abre una vertiente sensible y sugerente para releer su condición y carácter.

El título de la muestra —Las apariencias engañan— bien pudiera aparecer a primera vista como una infructuosa apropiación de un dicho popular; sin embargo, la frase deriva de un dibujo hecho por Frida en el formato común a sus diarios. En él se retrata a ella misma ‘de pie’, si bien flotando entre el blanco de la página, parcialmente desnudada por una especie de mirada en rayos x. Así que, debajo de las capas de ricas y coloridas vestimentas, texturas, pliegues, olanes y ornamentos, el dibujo muestra su cuerpo mal sostenido por una columna resquebrajada y una pierna vestida de mariposas (símbolo reiterado en su imaginario que señala no sólo el anhelo por escapar de ese cuerpo y pierna tan dañado, sino que probablemente refieran a esta sensación dolorosamente inquieta y aleteante en que resiste y resta de sí una pierna con los nervios heridos.) Esa imagen de la mujer que ha decidido ser ella vestida ‘hacia fuera’, para el mundo; disfrazada de exhuberancia, belleza, seguridad, porte y pose en imponente fachada, muestra en este pequeño dibujo una realidad escondida al entorno común y ajeno. Es la realidad del ser que no puede ignorar su debilidad y las constantes pruebas de su caducidad: es la realidad del cuerpo discapacitado, ese cuerpo ‘menos que perfecto’ —como ella misma lo llamara; cuerpo saturado de quiebres, intensos dolores, eternidades en tratamientos y torturas pos-opertaorias sumando 22 cirugías a lo largo de su vida desde el primer ataque de la poliomielitis en la pierna derecha durante la infancia, hasta el trágico choque con el tranvía a los 18 años y la cruda cronicidad de sus inmisericordes secuelas. La memoria de cada uno de esos días tendida, enyesada, envarada, inmovilizada, desesperada, agotada y lanzada de vuelta en resistencia, es lo que resta en los trazos de ese pequeño dibujo que debajo de su esquemática figuración anota la irónica frase: “las apariencias engañan”, anticipando la inscripción del nombre en firma que responde y soporta ese cuerpo eternamente doliente e incansablemente embellecido: Frida Kahlo.

Como si firmando su sentencia y la confesión de su estrategia en composición del propio imaginario, este dibujo que estuvo resguardado por un periodo de 50 años por instrucciones de Diego Rivera junto con más de 300 prendas, accesorios, medicamentos, cartas, prótesis y otros objetos personales y de cuidado ortopédico, muestra ahora por vez primera sus modestas dimensiones como inspiración de ésta, también ‘pequeña’ muestra (solo en dimensiones), en cuya última sala yace ese dibujo de ‘medio-cuerpo’. Siendo que, aún cuando la figura autorretratada de Kahlo está dibujada de cuerpo entero, es en realidad un medio-cuerpo el que la pintora devela, medio-cuerpo engalanado, cobijado, escondido y enfrentado al mundo con la asumida belleza y autoridad que retomara de su linaje istmeño-oaxaqueño; y medio-cuerpo desnudo, frágil, vencido y preso de la inescapable realidad íntima de sus quiebres. 


Solía asumirse que la vestimenta adoptada por Kahlo —mezcla derivada del vestir tradicional de las mujeres zapotecas, especialmente aquellas provenientes de la zona del Istmo de Tehuantepec— era una apuesta de apropiación ideológico-estética que bien favorecía el reconocimiento de su propia visibilidad como parte singular de la famosa pareja de artistas: Diego Rivera/Frida Kahlo. Sin embargo, la selección de objetos y prendas por primera vez mostrados en esta exposición dan cuenta de una necesidad mucho más ‘realista’ y ‘práctica’. Permitiéndonos entender, por ejemplo, que por una parte Kahlo adoptó el atavío indígena oaxaqueño como una afirmación de su herencia de sangre tehuana por la familia materna —se incluye en la exposición una foto fechada en 1890 de la familia de Matilde Calderón, su madre, a los 7 años vestida con el tradicional traje de tehuana en el seno de una familia elegantemente ataviada dentro de la tradición istmeña; señalada con pluma sobre la imagen, la madre es nombrada en letra por la mano de la hija como si anotando el recordatorio de una deuda, de una pertenencia a la que había que mantenerse ser fiel— pero también, y esto resulta un aporte esencial de la lectura curatorial propuesta por Henestrosa, porque la estructura del atavío oaxaqueño facilitaba, con eficiencia y belleza, el encubrimiento de su cuerpo herido y el encumbramiento de un poder de género que representa el matriarcado istmeño.

Recordemos que entre las secuelas del accidente que destinó el futuro de Kahlo, cargaba su cuerpo con dolor de pelvis, matriz, clavícula y columna rotas e intervenidas en incontables cirugías; pierna derecha afectada por la polio y numerosas fracturas subsecuentes, terminando con la amputación del pie y parte de la pierna ocasionada por gangrena. Ese cuerpo mutilado y quirúrgicamente zurcido una y otra vez, portaba interna y externamente una serie de heridas y registros de discapacidad para los que Kahlo encontraría no sólo la forma de cubrir y disimular, sino convertir en su propio emblema, logrando con ello, sin duda, paliar los efectos de su inclemente y acelerado desgaste.

Como lo señala Henestrosa en las cédulas de sala de la muestra, los tres elementos que caracterizan el atavío indígena zapoteca: tocado, huipil y falda, (sumando el rebozo y un desborde de joyería de diversos orígenes y materiales) se convertirían en las piezas esenciales del vestuario de Kahlo. El huipil, esa blusa casi cuadrada con horadaciones para la cabeza y los brazos, cuyo frente geométrico proveía una especie de lienzo más o menos rígido y ricamente bordado sobre el torso, centraba la atención de las miradas sobre la ‘mitad superior’ del cuerpo; dejando el resto del resto, es decir, el residuo de lo que debiera ser un ‘cuerpo entero’ cubierto entre los vuelos de largas faldas en tonos sobrios y sólidos que no sólo escondían los dolorosos desperfectos de la estructura propia (la pierna derecha adelgazada y más corta por la polio; después amputada) sino que también habrán disminuido la visibilidad del paso cojeante que debió aquejar a la pintora, (si tan sólo en los momentos de mayor dolor), a pesar de los zapatos con un tacón compensatorio para nivelar el largo equivalente entre ambas piernas, convirtiendo el tortuoso andar en una vistosa presencia de ritmo y estilo elegante, impecable estructura compositiva y llamativo equilibrio visual.


Exponiendo así por primera vez varios corsés ortopédicos no sólo de yeso como los que forman parte de la museografía habitual del museo, sino esta vez de metal y cuero que permiten leer los diversos estados de soporte en tortura por los que pasó la espalda de Kahlo, la muestra comparte e hilvana valiosas ‘pistas’ que evidencian las formas que Kahlo encontró para soportarse a sí misma constituyéndose en su propio imaginario enfrentado a la tremenda batalla cotidiana que había de librar contra su ya violentada existencia.


Una prótesis para la pierna derecha vestida en cuero rojo y decorada con bordados de origen chino sobre el costado, provee una clave excepcional para entender el tenor del carácter y envergadura estoica con que Kahlo afrontara el continuo decaimiento de su condición física. Anudado sobre el empeine entre las largas agujetas rojas, un par de cascabeles coronan la bota del pie que ya no está. Para decir en cada paso de la escucha de lo invisible el triunfo sobre la desaparición; para recordar la sonoridad de un ritmo al paso que no da por hecho ya ninguna certeza como resguardo corporal; para nunca olvidar el tiempo, impulso, cadencia y rumor que, a pesar de todo, trae consigo una pierna ‘a medias’.


Así sucede que, entre los conjuntos de huipil y falda que corresponden a algunas de las imágenes fotográficas del archivo del museo en las que aparece Frida portándoles, entre elegantes zapatos y botas diseñadas e intervenidas para ‘corregir’ las discapacidades del cuerpo, comparten vitrina algunas de las ricas joyas, tocados y otros accesorios con que decoraba su cuerpo, imagen y ánimo. Dejando claro que ese elaborado proceso de confección de sí misma al escenario público, no era simplemente una estrategia de visibilidad, afirmación y presencia socio-política y de género en un contexto cultural que había de ser conquistado por mano propia, sino que cada uno de esos elementos engarzados, bordados, aplicados y portados sobre el cuerpo, las manos, el rostro y la cabeza, constituían en sí mismos —cada uno en su tiempo, textura, lugar, peso, justa combinación y precisa elección— un ejercicio de resistencia que urgía equilibrar todo aquello que por dentro continuamente hacía por ‘invalidar’ su cuerpo, ánimo y esperanzas ante la vida.

En una especie de homenaje a la batalla física, mental y emocional que dio por resultado la gestación y afirmación de ese particular e inmortal estilo de vestir que ninguna otra personalidad antes o después de ella, dentro o fuera de México, ha logrado instaurar e inspirar a generaciones de creadores en distintos ámbitos, la exposición culmina con una impecable selección de prendas inspiradas en la ‘estética-Kahlo’ creadas  ex profeso por reconocidos diseñadores como Rei Kawakubo para Comme des Garçons, Jean Paul Gaultier (siguiente imagen) y Riccardo Tisci para Givenchy (creaciones que irán dejando su lugar a otros diseñadores al ir transcurriendo el tiempo expuesto de la muestra hasta noviembre 2013).


La mayoría de los diseños elegidos para esta primera fase de la exposición comparten la elocuente confección del sentido de ese ‘juego’ seductor y mortal que habitó la vida de la pintora mexicana; así, los vestidos, sacos, corsés y delicadísimas mallas que se reúnen en la llamada ‘sala Vogue’ al final del recorrido de las salas temporales de la icónica casa azul, ofrendan la fragilidad y perfecta destreza de la elección en contraposición de telas y texturas, zurcidos, pliegues y encajes, ofreciendo su preciosa y débil existencia a la herencia en duración del cuerpo roto de una mujer que jamás cedió ante la contundencia de su propio y evidente existir-en-quiebre (pero nunca, y a pesar de todo, quebrado).


Marcela Quiroz Luna


imágenes: cortesía del Museo Frida Kahlo | Manuel Tovar