27 de mayo de 2010

THE FUCK OFF PROJECT | DANIEL RUANOVA

Hace unos días se inauguró la primera intervención en sitio que se ha desplantado sobre la plataforma exterior del ya no tan nuevo edificio del CECUT, el llamado ‘Cubo’. A mediados de mayo 2010, Daniel Ruanova, artista contemporáneo tijuanense de reconocida trayectoria en México y en el extranjero, terminaba de construir la última de las mutaciones del “The FUCK OFF Project”. (Versiones anteriores expuestas durante el 2009 en Monterrey, México; San Diego CA; Beijing, China.)


Sede de la discordia desde el cambio de administración a fines del 2009, sobre nuevas y viejas áreas y proyectos del que sigue siendo el espacio expositivo mejor equipado de Tijuana, se tiende aún una nube de desconfianza y recelo. La sociedad artística y cultural tijuanense se dividió en facciones a raíz de los sucesos del ‘mundo pequeño’ –desafortunada declaración del actual director del CECUT que daría nombre y origen al núcleo de resistencia socio-cultural más activo.

Si ahogado el niño se debiera tapar el pozo o no, la realidad es que los focos de resistencia encendidos ante la imposición del nuevo equipo directivo del CECUT irremediablemente se han mermado, quedando entre los más acérrimos, el acto de ausencia como única y última carta por jugar. Otros han decidido seguir trabajando con lo que se tiene, con lo que hay, concesionando acaso las oportunidades pero no la calidad de la propuesta ni el compromiso con la comunidad para seguir creando olas sobre un suelo que, en realidad, nunca ha sido plano.


Así, con determinada inteligencia la pieza escultórica de intervención en sitio de Daniel Ruanova recibe tanto como atiza el cuerpo y ánimo del visitante sobre el ‘deck’ que abre la esquina del edificio del Cubo hacia una de las avenidas más transitadas de la ciudad. Constituida a partir de un solo material —canal metálico— la pieza de Ruanova fue creciendo poco a poco entre dobleces, uniones y recortes. Siguiendo un orden de crecimiento no premeditado sino en el sentido de la necesidad y urgencia orgánica que iba dictando el sitio y el cuerpo del artista en relación, la obra fue elevando sus ‘astas’ hacia delante buscando construirse por dentro, veladamente, en una especie de capullo protector.


Las consecuencias que conduce quien busca protegerse’ sería la manera más sencilla de entender la simbología operativa de su pieza. Pues aun cuando el único espacio que resulta ‘habitable’ detrás de los muchos brazos amenazantes como largas espinas semeja ser un lugar de resguardo y salvamento, es la sola dimensión que ocupa el área ‘segura’ de la escultura respecto al entorno ‘inseguro’ que genera lo que da cuenta con efectiva economía la intención de la pieza. Muchas veces es tan expansivo y dañino el radio exponencial que gesta un gesto protector en el entorno social que las condiciones de rechazo, inseguridad y desajuste que emanan de ello resultan tanto más insidiosas e irreversibles, que la proporción de seguridad/inseguridad conseguida al final de la ecuación devienen en el absurdo. La balanza termina por reventarse y la intención —por completo revertida— de aquél que buscaba solamente protegerse, termina por convertir su resguardo en un ataque abierto e irrefrenable cuya violencia exponencial supone continuidad.


La historia ha comprobado que la violencia nunca atrae a su contrario, en su lugar, muta y se adapta infiltrando todo terreno. Y sin embargo, la estética de pulcritud que convoca el material elegido por el artista para su órgano espinado logra conferir, al final de la batalla ganada o perdida, una estancia de estético reposo. Una vez que el cuerpo del visitante aprende a interactuar con la obra y encuentra esos espacios nobles al tránsito entorno, The FUCK OFF Project sucede en un tono distinto. Afirmando una especie de minimalismo que ‘a la mala’ ha tenido que asumir su urgencia defensiva, la pieza de Ruanova se sostiene como si fuera un diálogo interno que de pronto se ha dejado gritar en seco sobre una esquina. Lo que soy, lo que tengo, lo que defiendo y lo que pierdo en el intento es lo que hay.

marcela quiroz

tijuana bc, mayo 2010
imágenes del proceso de instalación: m.quiroz

7 de mayo de 2010

El tiempo escrito en agua

‘Y sin embargo,
incluso sobre la muerte sin frases,
queda mucho por meditar,
tal vez indefinidamente, tal vez hasta el final.’

M. Blanchot

Hace siete años, la artista francesa Marine Hugonnier creó una obra que perseguía el tiempo: Towards Tomorrow (International Date Line Alaska). Sus seis imágenes en gran formato de atardeceres sobre un horizonte marino bien podrían leerse como intentos por corporeizar el tiempo en el agua; asir la temporalidad del mar; o bien, enfrentar el tiempo categórico, cronometrable, histórico como cualidad acuosa y evanescente. ¿Por qué? ¿Qué es lo que mueve el deseo de estas imágenes aéreas de un horizonte al vuelo?




Lo que hay en esta obra Hugonnier es una persecución perdida. La artista quiere atrapar fotográficamente el cambio de día sobre la línea internacional del tiempo viendo, desde Siberia, hacia Alaska. Las fotografías están tomadas sobre el mar desde un aeroplano buscando hacerse de una imagen visible del cambio calendárico oficial sobre lo inmarcable del inmenso horizonte marino.

La línea internacional del tiempo fue establecida en 1884. Desde entonces el globo se dividía oficialmente sobre una frontera marina entre Rusia y los Estados Unidos abriendo una brecha siempre un tanto irrealizable contenida en 24 horas entre los dos territorios. Hugonnier decidiría perseguir el tiempo y capturar en evidencia sobre la continuidad irrefrenable del horizonte y su temporalidad, lo arbitrario de tal pasaje temporal.

En coincidencia de intenciones, otro artista entre los más reconocidos actualmente dentro del panorama del arte contemporáneo chino, Song Dong (Pekín, 1966), lleva ya varios años intentando hacer del gesto artístico existencia que incida como evidencia sobre lo perecedero del instante ante el devenir tiempo. Uno de sus intereses centrales —que recorre varias de sus piezas performáticas registradas en video o fotografía— enlaza sensiblemente la experiencia del paso del tiempo en el agua, con ella, o sobre ella. Hablemos de tres de estas piezas, ya icónicas en su producción, realizadas en los últimos años del siglo XX: Water Diary (1995 – a la fecha) | Stamping the Water (1996) | Writing Time with Water (2000).

El diario de agua, Water Diary, es una secuencia fotográfica en la que Dong ha decidido capturar sobre las posibilidades de duración extendida de la huella fotográfica una práctica emplazada en su cotidiano íntimo desde la infancia. El artista ha hablado de cómo su padre le enseñó caligrafía de esta manera: escribiendo sobre una laja de piedra con agua; haciendo del delicado pincel instrumento tan perecedero como suficiente. Los signos escritos sobre la piedra se van borrando, absorbidos por la superficie pétrea conforme se sigue escribiendo. La palabra desaparece quedando como posibilidad solamente a la memoria o, en este caso, a la imagen fotográfica. Al paso de los años, Dong ha mantenido esta práctica de austeridad en la enseñanza infantil (habiendo sido entonces imposible para su familia comprar el papel y tinta necesarios para hacer del proceso registro impreso) sobre sus cualidades poético-filosóficas, escribiendo habitualmente su diario en escritura evanescente.


Un año después Dong realiza y documenta otra acción preformativa en soledad y sobre ella una secuencia de imágenes sostienen la acción como articulación de sentido sobre la futilidad del gesto, no sólo artístico, sino del lenguaje en su relación primera con el mundo: Stamping the Water (1996). Aproximarse a ella hace inevitable la articulación de preguntas como éstas: ¿Qué nombran las palabras? ¿De qué son capaces de apropiarse? ¿Qué relación mantienen con lo real? Song Dong, inmerso a medio cuerpo en agua, intenta ‘estampar’ con un gran sello de madera conteniendo en su base el hànzì —caracter chino— que simboliza la palabra ‘agua’, la superficie acuosa que le envuelve. Sosteniendo con ambas manos el sello, el artista sube y baja los brazos en enérgico movimiento estampando el signo tallado sobre la superficie de la realidad —el agua—que deja penetrarse por el sello, mojándolo casi por completo al reiterar el intento una y otra vez. Dong, en su repetición hace evidente la futilidad del intento de su acción en tanto que actúa el insalvable pequeño abismo que distancia —tanto como parece intentar enlazar— las palabras y el mundo. Cuestiones que han atendido con ansia, fuerza y necesidad de creencia similar al gesto de Dong el desarrollo del pensamiento occidental desde los diálogos platónicos hacia la semiótica, el estructuralismo y post-estructuralismo, por mencionar sólo algunos estadíos de estudio sobre el tema.


En la obra, Writing Time with Water (2000), Dong articulará de nuevo la relación entre la experiencia del tiempo, la escritura y la impermanencia del agua en su registrar. Durante un tiempo que intenta contener una hora el artista escribe sobre el asfalto con un gran pincel de bambú y una cubeta de agua, el devenir cronométrico de los minutos y segundos contenidos en esa hora. Como es evidente, la experiencia de escritura sígnica del tiempo involucrará al artista en un tiempo extendido mayor al cronometrado, así que la hora- experiencia contra la hora-medida, desplieguen en evidencia la imposibilidad de calce.


La duración como experiencia personal del tiempo es algo de lo que la fenomenología ha hablado en palabras de Henri Bergson y Gaston Bachelard, entre otros; Dong en la sencillez de elementos que le caracterizan, hace de ello un acto corporal de registro estético y las elecciones de emplazamiento de la pieza —siempre en zonas urbanas transitadas, como por ejemplo en Times Square, Nueva York— enfrenta al espectador con la posibilidad de atender lo temporal desde el registro interiorizable y aún ‘ritualizable’ de la temporalidad-en-fuga que en apariencia exige el presente como condición. Pues sí, es tal la intrascendencia ‘operativa’ de un diario escrito con agua, como es condensación de aquello siempre ‘irrevelable’ del interior.

¿Qué hay compartido sobre las aguas de Hugonnier y Dong? Acaso lo que Maurice Blanchot anunciaba como esas pequeñas muertes de las que no se puede levantar acta entre el escritor y la palabra; entre la obra y su creador; entre el tiempo y el horizonte. Nos quede como lectores-espectadores de estas obras de entre-tiempos decidir qué tanto de nuestro propio cuerpo estamos dispuestos a involucrar en el transcurrir.

Marcela Quiroz

imágenes: Marine Hugonnier. de la serie: Towards Tomorrow (Intnal. Date Line Alaska). 2001. Impresiones lambda.
Song Dong: Water Diary (1995 – a la fecha) | Stamping the Water (1996) | Writing Time with Water (2000). Plata/gelatina.

El hombre y su destrucción

Let your deafness no longer be a secret—even in art.
Beethoven

El principio de la precisa y penetrante reflexión que escribiera Theodor Adorno sobre los signos de puntuación dice: “Tomados aisladamente, cuanto menor es el significado o expresión de los signos de puntuación, cuanto más constituyen en el lenguaje el polo opuesto de los nombres, tanto más resueltamente consigue cada uno de entre ellos su status fisiognómico, su propia expresión, la cual sin duda es inseparable de su función sintáctica, pero que sin embargo de ningún modo se agota en ésta.” Esta polaridad entre la contundencia de la expresión y su presencia visible sobre la que recorre el teórico alemán los signos de puntuación atendiendo su función sintáctica como consecuencia de una especie de inherente ‘personalidad’ tinta el pequeño ensayo de imágenes poéticas y metáforas reflexivas no frecuentemente encontradas en sus escritos.

Según Adorno en los signos de puntuación “se ha sedimentado historia, y ésta es, mucho antes que el significado o la función gramatical, la que, petrificada y con ligero escalofrío, mira desde cada uno de ellos.” ¿Qué es esta historia escrita en pequeños sedimentos que nos observa desde un escrito? El autor sugiere un poco antes un inquietante análogo una pista —con los signos musicales sucede lo que en la música con determinados acordes. Pues si es tal que “…la diferencia entre coma y punto y coma únicamente la captará correctamente quien perciba el diferente peso del fraseo fuerte y débil en la forma musical”; es definitivo asumir que la cadencia y tonalidad de un escrito, como de una partitura, se pueden y deben compartir a la percepción atenta con el mismo afán —aquel que le es propio sólo a quien es capaz de soportar lo fragmentado como cesura fundante del todo. Un todo, que no es sino fragmento.


Varias de las composiciones más importantes de Beethoven inician sobre la fractura del golpe de uno, dos y hasta cinco acordes graves con los que el despertar tonal se instala en un primer y gran suspenso de súbito interrumpido. Pensar tales acordes como palabras, ya una sola o la misma repetida, sucede con una fuerza similar a la que mueve una confesión final; la revelación del secreto, la ruptura de lo incuestionado. Escuchar los acordes como signos los acerca a la sentencia del punto y coma, ‘dejan la voz en suspenso’ uno y otro —el aire en silencio aguantando los fragmentos de un sonido desplazado. ¿Qué será escribir un punto y coma para iniciar una obra? Adorno, confesado admirador, ejecutante e intenso estudioso de la música de Beethoven, explicaría que el punto y coma literario exige en el lector el esfuerzo de la continuidad del pensamiento. De poder seguir imaginando entonces el sentido fragmentado del punto y coma como inicio de ciertas obras de Beethoven (confirmando con ello su predilección y necesidad de tales inicios poco complacientes con el escucha) hay que decir que el punto y coma de Adorno, como el ‘punto y coma’ de Beethoven funcionan en similitud al proponer —más nunca facilitar— la continuidad de interrelaciones y distancias insalvables, incluso indecibles, pero revelables, de los fragmentos (escritos o musicales) entre los que se despliegan, apareciendo aquí y allá con la férrea contundencia de quien está seguro que lo que escribe, ha de ser.

Pues “todo signo cuidadosamente evitado es una reverencia que la escritura tributa al sonido al que ahoga” (Adorno); los acordes iniciales con que Beethoven entierra en el escucha de forma certera e irreversible todo sonido previo y posterior al anuncio de su presencia, participan de ese mismo sentido reverencial ahogado. Puedan ser comprendidos estos ‘acordes fundantes’ desde la propuesta de lectura dialéctica de la producción musical de Beethoven según Adorno —cuanto que provee el principio constructivo tanto como ofrece resistencia a la construcción adoptando un carácter compulsivo. Se puede pensar en el acorde inicial de la Sonata para piano No. 8 ‘Pathétique’ Op. 13, como declaratoria del potencial de uno de los elementos más fuertes en el lenguaje musical de Beethoven —‘puntos nodales dialécticos’ que son transformados por Beethoven en ‘shocks inmanentes’ de la forma y de la expresión. Violencia y apariencia, dice Adorno, son el ejercicio que alimenta los momentos de resistencia en la melodía de Beethoven. ¿Cómo no atender con ojos y oídos abiertos este llamado que hace Adorno sobre la resistencia de la obra de arte, cuando bien puede ser que su teoría estética se funde en ello? Adorno habla también de ‘fungibilidad’ en las obras del compositor. Siendo lo fungible aquello que se consume al uso, es también ese núcleo temporal su sustancia, el carácter de tensión en la obra de arte. Es “lo que cruje en las obras de arte, es el sonido de la fricción de los momentos antagónicos que la obra de arte intenta reunir”. (Adorno)

En el pensamiento de la teoría crítica de la posguerra Adorno —una de sus voces más implacables— hablaba de la posibilidad necesaria de obras de arte que mediante su núcleo temporal se ‘quemaran a sí mismas’ entregando su vida al instante de apariencia de la verdad, para después desaparecer. Incentivo que ha permanecido desde el arte conceptual, el land art, el body art, las acciones y todas las variantes de penetración estética en el ámbito político-público desde el situacionismo y sus derivas —pero no confundamos, no basta con ‘desaparecer’ no está el sentido en lo temporal o perecedero, Adorno lo dijo bien y Beethoven se consumió en concretarlo, son las obras que arden desde dentro, quemándose a sí mismas como lucha de fuerzas internas. Obras en las que hay algo siempre diferido, no dado entre el antes del silencio del mundo y el después de su existencia. Ahí su lectura paralela al punto y coma en la escritura, el signo que detiene el suspenso como resistencia.

Adorno no escribió mucho sobre artes plásticas —probablemente por ser un enamorado de la ejecución y sus ‘cadáveres’. Pero quizá, nos queda sólo imaginar, hubiera encontrado ‘momentos’ de potencia al fuego interno en obras como las del argentino Jorge Macchi. En Speaker’s Corner (2002), conjunto de citas aniquiladas apenas sostenidas como testigos que niegan, a pesar de todo, dejar la palabra quedando de ellas —sin ellas— sólo los signos, las comillas que abren y cierran puntuaciones deshabitadas. O quizá sobre las sombras que tienden estériles los clavos de un pentagrama convirtiendo en heridas cada nota.


Marcela Quiroz

imágenes: Jorge Macchi. Speakers´Corner. 2002. Recortes de periódico y alfileres. / Nocturno. 2004. Papel pentagramado y clavos sobre pared.

De aves y fotografías

La relación entre arte y tecnología puede trazarse tan antigua como se quiera mientras que en la ecuación aparezca un hombre con intenciones expresivas y un medio de realización para tales pretensiones. Pues el arte, como producción humana deviene implícito en la propia etimología de la palabra —la techne para los griegos designaba justamente el arte en la factura. Así, pensar en el origen conjunto de estos dos conceptos funde en una misma historia los antecedentes de la relación temática que nos ocupa.

Resultaría absurdo querer articular las relaciones entre arte y tecnología en unos cuantos párrafos, pues aún intentando centrar los nodos que calculo cruciales a la historia de tal relación tan sólo al siglo XX, el escenario abarcaría territorios y temporalidades tan expandidas que irían desde los encandilamientos del futurismo italiano con la tecnología urbana y militar como nuevos temas artísticos en la primera década del XX; hasta la multiplicidad de despliegues inmateriales del arte en red hoy día. Mejor será seguir solamente la relación quizá más paradigmática entre arte y tecnología —en la fotografía— revisando algunas de sus funciones artísticas e históricas.

Es de conocimiento común la apuesta sobre la permanencia simultánea en el aire de las cuatro patas de un caballo al galope que dio origen a los estudios fotomecánicos del inglés Eadweard Muybridge en 1873 en el hipódromo de Sacramento, Ca. Inventor de la crono-fotografía, Muybridge dedicaría su vida profesional al estudio del movimiento facetado consiguiendo capturar disparos sobre 1/6000 de segundo. Con la invención del zoopraxicopio —aparato de proyección para tales tomas secuenciales— Muybridge hizo visible la teoría científica de la ‘persistencia retiniana’ logrando la impresión de movimiento por intercesión de la memoria óptico-cerebral. Con sus estudios e inventos fotomecánicos Muybridge conseguiría por una parte, fragmentar en tomas aisladas (imposibles para la mirada humana) el movimiento en velocidad; como también lograría restituir la ilusión de continuidad en esos mismos movimientos desgranados como proyecciones luminosas de cuerpos desvaneciéndose en el aire al recuperar —mecánicamente— su movilidad orgánica. Tras comprobar que efectivamente un caballo de carreras logra, en un determinado punto de su galopar, mantenerse por completo en el aire, el científico inglés realizaría numerosos estudios fotográficos con los animales del zoológico de Filadelfia, entre ellos, fabulosos estudios de pájaros al vuelo. Sus revelaciones aplicadas a la biología como al desarrollo tecnológico cinemático se reunieron en 1887 en el libro Animal Locomotion, lo que permitiría que a su pertinencia en los avances de los estudios anatómicos y motores, se sumaran valoraciones estéticas y artísticas.


Más de un siglo después, pero sobre la misma línea del Océano Pacífico de la baja costa californiana, la fotógrafa tijuanense Ingrid Hernández, reflexionaría también, de cierta forma, en torno a las aves.

Hace un par de años, Hernández fotografió en díptico una de las muchas ‘fábricas golondrina’ de la región maquiladora fronteriza de Tijuana. El galerón de lámina abandonado de un día para otro —como estrategia evasora de impuestos en la fabricación masiva de ropa y electrónica de marcas angloamericanas en países tercermundistas— da cuenta de la presurosa huida industrial y sus consecuencias: el abandono del medio de subsistencia de cientos de mujeres en turnos de 12 o 15 horas corridas. Las incontables perforaciones improvisadas que la lámina enseña tan poéticamente iluminadas en las fotos de Hernández dan cuenta —no sólo de la insuficiente ventilación que había de resistir la sobrepoblación de cuerpos explotados durante los turnos de trabajo— sino que dejan leer el aberrante rizoma con que la tecnología capitalista literalmente casi-asfixia en explotación laboral a quienes producen sus costos y ganancias. Los cuerpos industriales que paradójicamente generan y merman a los cuerpos orgánicos de las ciudades-maquila, en las fotografías de las fábricas abandonadas hacen del aire su único (último) sujeto. Un sujeto elusivo y excluyente que habita, invicto, un escenario en el que las aves carecen de cuerpo y los cuerpos desconocen, incluso, la sola posibilidad del vuelo.


Entretejer las imágenes de Ingrid Hernández con los romances zoológicos de Eadweard Muybridge, nos permite desplazar la relación arte-tecnología hacia terrenos más densos en los que la metáfora aviar y la ‘artisticidad’ de las fotografías de ambos creadores obligan al cuerpo de quien observa a dejarse perforar ‘estéticamente’ la conciencia.

Marcela Quiroz

imágenes: Eadweard Mybridge. Animal Locomotion. 1887. Calotipo.
Ingrid Hernández. de la serie: Fábrica abandonada. 2004-08. Fotografía en caja de luz.

6 de mayo de 2010

Orígenes de la visión (y algunas representaciones)

Aún tenemos mucho que aprender. La relación entre la imagen y su objeto, por ejemplo, sigue siendo muy oscura.
Jean-Paul Sartre. L’imaginaire. 1940


Intentar ejemplificar cómo es que la historia del arte occidental ha buscado comprender y representar el mundo es, por principio, una tarea inconmensurable. Sin embargo es posible ubicar por consistencia, determinadas condensaciones entre y sobre el devenir de la historia, sus escuelas, estilos, movimientos, manifiestos e individualidades. Este museo de papel propone la reflexión desde cuatro lugares de la mirada que de diversas maneras han estado presentes en la historia del arte occidental.

Preciso como necesidad de límites el establecimiento —arbitrario como suelen ser todos los cortes— de un rango temporal entre los orígenes de la pintura como representación intencionada del espacio a partir de la comprensión del funcionamiento de la visión y las leyes de la óptica a partir del siglo XV en Europa, y ciertos ‘encuentros’ en el arte contemporáneo. Con la intención de facilitar al ‘visitante’ una comprensión tan profunda como lo permita este espacio y mi entendimiento, he elegido obras canónicas de la tradición pictórica cuyas búsquedas de representación del espacio entregan pistas trazables al momento presente. Así, se verá que los intereses e intenciones de aprehensión del espacio representable a la obra de arte, son legibles al sobrevuelo de siglos, lenguajes y territorios; ofreciéndonos la posibilidad de tender puentes entre determinadas búsquedas del arte contemporáneo que hoy dialogan en torno a preocupaciones similares a aquellas que articularon históricas concepciones y concreciones sobre las formas del ver.

Lejos de buscar relaciones lineales-evolutivas, la relación de obras propuesta convoca a la memoria-presente del espectador frente a la experiencia histórica y fenomenológica de la visión que alimenta y constituye la relación del cuerpo con el espacio en cada pieza. Pues finalmente parecería que no estaban muy lejos en su forma de ver el mundo las ideas de los filósofos pre-aristotélicos conocidos como ‘atomistas’ y las leyes del comportamiento de la luz y la óptica de Isaac Newton, por ejemplo.

Recordemos que los atomistas aseguraban que la visión sucedía gracias a la conformación de las imágenes del mundo constituidas por pequeños corpúsculos que los objetos lanzaban fuera de sí al espacio entre ellos y nuestra mirada, para ser atrapados por ella, penetrando el ojo y conformando dentro de él una especie de emanación corporal del objeto exterior. Aristóteles y subsiguientes pensadores se encargaron de desmentirlos. Siglos y civilizaciones más tarde, revolucionando la ciencia del siglo XVIII y sus destilados hasta nuestros días, Isaac Newton declararía que la luz efectivamente está compuesta por partículas y que gracias a ellas sucede la transmisión de rayos luminosos refractados por los objetos que habitan el mundo para poder ser vistos. ¿Qué podemos extraer hoy de esta un tanto esencial concordancia? Quizá sólo más preguntas, apoyadas sin embargo sobre la certeza de saber que nuestra mirada efectivamente depende de una serie de leyes y comportamientos físicos invisibles y sin embargo, representados. Sean las palabras y sus teorías, o las imágenes del mundo y sus representaciones, quizá lo que nos quede sea estar conscientes de aquello que Johannes Kepler demostraba ya en el s. XVII: aún dentro de nuestro propio ojo desnudo no podemos escapar a la representación. Pues esa ‘primera representación’ del mundo en imagen sucede dentro de nosotros mismos —por las características fisiognómicas del ojo y la forma en que se proyecta la luz sobre y desde los objetos del mundo— así que nos quede el juego de andar sobre los orígenes de la visión entre la mirada y sus representaciones, sin estar seguros de lo que vemos o hemos visto. Por ello, propongo recorrer algunas formas visibles del diálogo del hombre como mirada y cuerpo en el mundo pensando en ellas como momentos de (re)conocimiento entre la materia y sus imágenes. Para, quizá, poder decir como Federico García Lorca que, efectivamente, toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.


Caspar David Friederich. Wanderer above sea of fog. 1817. Óleo/lienzo.

el espacio editado

Empecemos con el espacio antes del espacio; es decir, cuando las búsquedas de representación del espacio en la pintura aún no conseguían simular sobre el lienzo la profundidad. Estamos al siglo XIV y las escenas representadas, casi en su totalidad sobre temáticas religiosas, han dejado atrás la estética gótica con sus fondos monocromos para, en cambio, ‘localizar’ los pasajes bíblicos en escenarios ‘reales’, más terrenales. Empiezan a aparecer entornos arquitectónicos como escenarios de representación, pero aún no se logra darles profundidad, es decir, convencer a la mirada de que algo en la escena está ‘naturalmente’ a la mirada, más atrás en el espacio del que ocupan las figuras principales. El resultado, por decirlo burdamente, es un espacio aplanado, pues los pintores, desconociendo aún los secretos del arte de la perspectiva (como lo describiera Albercht Dürer en una carta explicando la necesidad de su próximo viaje a Italia), se veían obligados a ‘editar’ el espacio en que sucedería su escena. No sabiendo cómo representar el espacio-en-medio-del-espacio, sucede con frecuencia que las diferentes partes del cuadro parecen empalmarse y lo que fuera un intento por potenciar la mirada sobre un espacio compuesto de varios, resulta hacer lo contrario, lo recorta en su tridimensión temporal y lo presenta ocupando un mismo plano casi como en collage.

Paradójicamente, Gordon Matta-Clark uno de los artistas más importantes del siglo XX por su práctica y estética puramente anti-tradicionalista, logra con su obra fotográfica un ‘efecto visual’ similar. Esta imagen de Office Baroque que documenta y extiende la existencia temporal de la intervención anarquitectónica de Matta-Clark en un edificio deshabitado en Amberes en 1977, recorre el trayecto entre el espacio físico y su representación de forma y en concepto casi paralelo a lo que hicieran los pintores pre y proto-renacentistas. Si bien, físicamente los recortes al edificio actúan literalmente sobre capas materiales en distintos ‘momentos’ del espacio arquitectónico dinamizando sus volúmenes; la fotografía —medio con que el artista registra todas sus intervenciones— termina por emplazar los distintos niveles del espacio sobre un mismo plano.



Piero della Francesca. Flagelación. 1469. óleo/lienzo.


Gordon Matta Clark. Office Baroque. 1977. Plata/gelatina.


el espacio lineal

Entendiendo de la manera más sencilla posible que la perspectiva es la apariencia del objeto en función de la relación espacial que mantiene con el observador, su concepción implicó una verdadera transformación en la manera de representar el mundo en el arte. Las obras del arquitecto italiano Filippo Brunelleschi y el tratado De la Pintura de Leon Battista Alberti en 1435, presentarán al mundo occidental con una de las figuraciones más determinantes y persistentes en la historia del arte. El punto de fuga, las diagonales, el espacio reticulado, el ojo como centro rector de universo, el cuerpo humano como escala de medición y ordenamiento del mundo y su representación, serán los ejes que guíen las formas ‘correctas’ de representación en el arte hasta la academias del siglo XIX.

Cinco siglos después de enunciadas las teorías de la perspectiva su herencia conceptual y práctica —en tanto ordenamiento fundacional del espacio y los objetos que lo pueblan, administrando unos y otro entre retículas lineales— pervive en la formación de la mirada artística y sus juegos de representación en el arte contemporáneo. Maya Lin (1959), artista reconocida por su inteligente estudio de relaciones sobre la experiencia del paisaje y el espacio arquitectónico, reescribe la visión histórica del espacio lineal en su obra Water Line. Usando como materia prima la topología del fondo del mar y vistas sonares del suelo marino, Lin desplaza los trazos tecnológicos hacia formas escultóricas. Así, sostiene desde los muros de una galería delgados alambres de aluminio a media altura del espacio de la sala con los que replica la retícula generada por diversos sistemas de lectura de paisaje que emplea como documento a representar. Desplegando tridimensionalmente los trazos que el plano representa en la bidimensión, Maya Lin construye un paisaje de líneas sutiles que más que ordenar el espacio, lo habitan. Estrategia invertida sobre la perspectiva renacentista que hace de su fundamento en abstracción otra forma de transitar lo topográfico, así como un reposicionamiento del ojo cartesiano.



Anónimo. Ciudad ideal con fuente y estatuas de las virtudes.
c. 1500. Óleo sobre madera.


Maya Lin. Water Line. 2006.


el espacio atmosférico

Es posible decir que la cualidad del espacio atmosférico —aquel que se estructura en colores y se hace de densidades— es ante todo su ser-evocación. Una imagen que se compone de atmósfera (como lo demostraron los fotógrafos naturalistas guiados por Peter H. Emerson) es aquella que a la mirada evoca el espacio, más no lo representa con fidelidad y precisión. Describir el espacio, empatando el nacimiento de la fotografía con los impulsos espirituales de la pintura romántica, es intentar capturar su esencia, no simplemente su imagen. No resultó accidental ante tales impulsos volver la mirada al paisaje entre los artistas del siglo XIX, estudiando la luz desde sus colores (siguiendo las enunciaciones de Newton sobre el prisma cromático). El inglés Joseph M. William Turner fue uno de los maestros, haciendo de sus configuraciones de color verdaderas desmaterializaciones atmosféricas. Su pintura involucra así al espectador de otra manera, pues no es la mirada y la conciencia como rectitud identificadora de ‘lo real’ lo que es llamado, sino una experiencia de percepción corporal que se expande sobre las posibilidades de aprehensión sensible del mundo; involucrando también la memoria (corporal, emotiva, sensorial) en la configuración de la experiencia del hombre en el mundo, no frente a él.

Olafur Eliasson (1967), reconocido por sus ambientaciones y escenarios perceptuales, parecería permanecer él mismo habitando esta mirada atmosférica que el siglo XIX desarrolló en las artes. Su obra The Mediated Motion es uno de los muchos ejemplos con los que su producción ha conseguido enfrentar al cuerpo del espectador a la ‘recuperación’ de esa experiencia de orden naturalista dentro de las salas de un museo. En esta pieza el artista estructuró cuatro ambientaciones entre las que transitaba el visitante incitado de distintas maneras a la experiencia fenomenológica del espacio. Uno de esos 4 ambientes era un cuarto de bruma con un puente colgante de madera por el que caminaba el espectador de un punto a otro; sin llegar realmente a ningún lado más que al siguiente muro/fin de la sala. Había entonces que bajar por una escalera y salir del cuarto caminando; o bien, decidir regresar por el puente tendido, bajar y abandonar de la sala. Este ejercicio dirigido de suspensión e irrealidad —encontrarse de pronto flotando en medio de la nada mirando a la nada (bruma/vacío)— acciona en el espectador una necesidad de expansión de la mirada sobre el espacio, más allá de él, liberándolo de lo previsible para poder percibir lo evocado ante la carencia de figuras de representación. Así, la mirada desbordada de insuficiencia re-localiza al cuerpo para sentir la —aparentemente incierta— transformación de un espacio lineal en uno atmosférico.



Joseph M. William Turner. Rain. 1819. Óleo/lienzo.


Olafur Eliasson. The Mediated Motion. 2001. Vapor, madera, cuerda.


el espacio convexo

Se dice de un cuerpo convexo que dentro de él se puede ir de cualquier punto a cualquier otro en vía recta, sin salir del mismo. Esta asombrosa capacidad ‘incluyente’ o abarcadora al ser trasladada a una superficie especular, tiene la particularidad de literalmente atrapar todo cuanto exista en su entorno. Así que, a diferencia de los espejos planos, frente a los convexos uno se puede seguir moviendo más allá de sus límites, y aún ser convertido en pequeña imagen. Saber las bases de tal funcionamiento y revisar estas dos obras de arte de muy distantes contextos históricos que han hecho uso del espejo como herramienta de representación, es un interesante camino para recorrer dos modos de la visión y los intereses detrás de tales aprehensiones del mundo.

Es probable que el retrato de Giovanni Arnolfini y su mujer pintado por Jan Van Eyck en 1434 sea uno de los cuadros más representados en la historia del arte. No sólo por su destreza técnica en la reproducción de texturas, superficies y brillos, sino por la fascinación que encierra el pequeño espejo convexo que se observa entre la pareja al fondo de la habitación. Pues resulta que ese pequeñísimo fragmento de tela se encierra el universo. El juego y el detalle que sobre la visión y sus requerimientos a la representación contiene esa forma circular para hacerla, efectivamente, convexa no es sólo un divertimento pictórico o un toque de jactancia maestril; es en realidad un estudio óptico vuelto imagen como expansión sobre lienzo de los avances científicos que caracterizaron los siglos XV y hasta el XVIII en el imaginario holandés.

Hace un par de años, Anish Kapoor (1952) colocó un gigantesco espejo convexo a la entrada del Rockefeller Center en Nueva York. Como el espejo de Van Eyck, el Mirror Sky de Kapoor también estuvo colocado entre ‘cuerpos’ —en su caso entre dos de las muchas construcciones arquitectónicas que hacen la ciudad en este icónico y multi-transitado nodo urbano. Pero al contrario del pequeño espejo en el retrato de los Arnolfini y sus detallados reflejos de una interioridad observada como contenido posible al entendimiento en tanto saber universalizable; el espejo de Kapoor se enfrenta gigantesco a un mundo incontenible reflejando un imaginario rebasado al que el universo parece no revelarse ya más sino como vigilancia. ¿Paradoja? ¿Sarcasmo? ¿Parábola? El ‘espejo del cielo’ que monta Kapoor refleja en cambio al hombre/tierra enajenado en su andar contratiempo; pero es el gesto del artista lo suficientemente visible, que aún cuando el espectador/transeúnte voltea casi obligado y quizá condicionado a ver sólo la fugacidad de su propio reflejo convexo, esa característica ilimitable de la forma óptica parece que logra su cometido pues lo ha obligado ya a volver el cuerpo, la cabeza y la mirada al cielo impulsando la reflexión sobre los límites de la mirada.


Jan Van Eyck. Retrato de Giovanni Arnolfini(?) y su esposa, Giovanna Cenami(?). 1434. Óleo/madera.


Anish Kapoor. Sky Mirror. 2006. Espejo.

Marcela Quiroz