16 de mayo de 2023

de la serie 'breves relatos sobre lo intrascendente'


tengo un problema. poseo una sorprendente habilidad para fundir bombillas. entiendo que resulta difícil de creer y más aún de comprobar, pero es así. simbólicamente mi ‘habilidad’ empezó una noche hace 14 o 15 años cuando fundí la mitad del edificio donde vivía. sucedió cuando conecté una aspiradora al enchufe de mi recámara. en un instante —sin prender la aspiradora— la mitad derecha del edificio de seis pisos, se apagó. aquella noche estaba furiosa y frustrada. tenía una urgencia por ‘aspirar’, por remover el insoportable asentamiento de lo estatizado. necesitaba limpiar lo que fuera, quitar polvo, mejorar algo, tranquilizarme. 


de ese memorable apagón he dado lugar a un sin fin de ‘fundimientos’. suceden cuando estoy alterada y enciendo algún tipo de lámpara, de techo, de pie, de muro, de mesa o de mano. al paso de los años he constatado mi capacidad de fundir bombillas, aparatos, habitaciones y apartamentos. dejé de creer que esas sobrecargas eléctricas eran coincidencias recurrentes.


a este problema se suma la inestabilidad que me recorre cuando desenrosco una bombilla recién fundida. cuando la tengo en la mano, apenas iniciada la tibieza de sus bordes, me resulta imposible tirarla a la basura. y, en lugar de hacer lo que resultaría normal, es decir, depositarla sin mayor consideración sobre la pila de desechos inorgánicos, me detengo. los filamentos ya quebrados, quemados, rotos, son los que invariablemente me atrapan. cada vez, como la primera, esos delgadísimos hilos metálicos que cuando continuos, unen los polos, me vencen, sucede que son ellos finalmente los que me funden. tan sutiles y silenciosos, pudorosos e inteligentes, envuelven enroscados aquello que  imagino como la huella del espacio que ocupaba otro filamento, éste recto, directo, horizontal, inamovible e invisible, de aire solidificado. el filamento imaginario guía y mantiene en su sitio y a distancia cada uno de los giros, estrechísimos, que conducen la corriente eléctrica al encenderse una bombilla. es en ese condensado territorio casi deshabitado a la mirada cuando resuelvo no sólo impensable sino reprobable tirar ese cuerpo de delgadísimo vidrio que —excepto por esa mínima des-unión, que suele quemarse y trozarse casi siempre a la mitad del filamento enroscado— mantiene intacta su vulnerable integridad. 


una vez fundida, no encuentro una segunda razón para deshacerme de una bombilla.


fue la suma de ambas acciones —la primera impredecible, la segunda provocada— por lo que empecé a acumular una considerable cantidad de bombillas de distintos tamaños, ‘wattajes’, tonalidades, marcas, formas y orígenes. rechazado su tránsito al submundo de los desechos, he ido acomodando las bombillas en peceras redondas, también de vidrio, de tal manera que queden siempre a la vista. así reposan como burbujas vidriadas una y todas las bombillas que, por injerencia mía o no, en su momento dejaron de iluminar. lo hago pues encuentro en un objeto de tan sencilla y apacible estética, escueta y exacta manufactura, como es el cuerpo de una bombilla, un recordatorio sobre la extrema fragilidad que protege la infinita potencia de la electricidad. discreto y delicado objeto que, cuando fundido, abre el tiempo de su existencia al infinito, deslindado del apremio de su destinada caducidad, para permitirme observar en su interior la creación de algo perfecto. de tal suerte que, cada vez que fundo otra bombilla me detengo a admirar con asombrada atención ese sencillo mecanismo que porta en sí la posibilidad de contemplar sus entrañas también de noche.

carta a mi familia...


esta noche me di cuenta de que hace no sé cuantos años, o quizá toda mi vida, he buscado alguna versión de lo invisible. pues sí, en todos estos años me he dado cuenta de que lo invisible tiene versiones, gradientes, variables, potencias, creo que incluso valencias químicas –más allá de las asignadas en la tabla periódica de elementos.


lo evidente, lo que aparentemente vemos uno o todos como lo que es, nunca me ha interesado demasiado. por eso no veo noticieros, pocas veces leo los periódicos y no confío en las opiniones generalizadas sobre nada.


a algunos puede parecer esto cuestionable, quizá incluso un tanto arrogante, pero lo he aprendido a pulso, en silencio, con mucha paciencia. pues en todo mi trabajo, desde mi primer artículo en el periódico excelsior (cuando aún tenía una gaceta cultural los domingos y donde empecé a escribir crítica de arte a los 22 años), hasta el último proyecto entre los tres o cuatro que tengo esbozados para mi primera investigación posdoctoral a los 47 años que he vivido, en todo eso y lo mucho que ha habido entremedio, puesto o no por escrito, no resultaría difícil encontrar como hilo conductor ese interés por lo que no es obvio, ni evidente y, quizá, sobretodo —y ese es el reto que imagino me mueve por dentro— desgranar la intuición que me nace ante lo improbable. y hablo de lo improbable no en el sentido de la probabilidad, sino en tanto que nombra aquello que no puede probarse, comprobarse, al menos no con los sentidos en los que más confiamos, iniciando claro, por la vista.


pero buscar lo invisible tiene sus problemas, o sería mejor decir, sus agujeros, como esos pozos que habitan dentro del mar hechos por corrientes de agua circulares, incontrolables, mortales y fascinantes. a veces resulta inevitable caer en esos agujeros, que me gusta imaginar mucho tienen que ver con los hoyos negros en el espacio —de los que por cierto quiero escribir en mi siguiente libro, pero de los que aún me falta, por principio, mucho tiempo de investigación; en segundo, capacidad de comprensión; y en tercero, por supuesto, habilidad para hacer 'asible' de alguna forma uno de los misterios más maravillosos (a mi parecer) del universo.


así resulta que entre esos pozos, remolinos o agujeros centrífugos, lo invisible se guarda, por obligación a su esencia, de quienes intentamos acercarnos. yo lo he hecho siempre por entradas ‘laterales’ digamos; puertas que nunca anuncian lo que buscan encontrar al otro lado. sería ésta una manera de describir la intuición, como una puerta que uno sabe que tiene que abrir sin certeza alguna de lo que encontrará detrás, pero sabiendo que lo que hay detrás es justamente lo que 'se necesita' encontrar.


y creo que, a mi modo, he encontrado en las palabras y el inmenso disfrute que convierte mi vida en un tiempo no sólo sustancial sino absolutamente memorable, imprescindible para mí, he encontrado un cierto ritmo para poder acercarme respetuosamente a lo invisible. y cuando sucede que entre las frases lo encuentras, te encuentras ante eso que antes no tenía nombre, que nadie más había visto, y que no se había escrito de ésta o de ninguna otra forma —similar, cercana o completamente disímbola— es como si el mundo te regalara un pedacito de su maravilloso orden de existencia. pues nada es por azar, esto he aprendido también queriendo acercarme a lo invisible, todo tiene un sentido preestablecido y preexistente. saberlo ver o poderlo leer esa es la historia, el reto, la tarea. y no son muy frecuentes las veces en las que sabemos cómo leerlo, pero sí, y consecuentemente con lo que acabo de afirmar, cuando logramos entender esos sentidos, es como si esa misma maravillosa, divina ingeniería, se confirmara a nuestros ojos, como un secreto que sólo se nos ha dicho a uno, a cada uno, su propio y singular secreto, una sola vez, al oído. 


por eso es, por ejemplo, que me afano tanto en cultivar el silencio. pues si no estás poniendo atención cuando la vida te susurra los compases que enhebran la sinfonía que antes de ese preciso y único instante, parecía en el mejor de los casos un caos irreverente, muchas veces irreversible, doloroso y, si no sabes escucharlo, leerlo o al menos deletrearlo, es muy posible que sólo parezca una fuerza tan irrefrenable como injustificable, de destrucción.


ahora, el otro lado de esta moneda de mil caras, sucede cuando lo invisible te encuentra a ti. y sucede, claro, cuando menos lo esperas, cuando parece tan absurdo como inconveniente. pero sucede. nada avisa, nada pregunta, nada perdona y pareciera que nada olvida, aunque incluso nosotros ignoremos qué fue lo que dentro de cada uno sí hicimos a un lado tratando de olvidar, lo invisible no se hace, como digo, en el momento más abrazador y/o abrumador, lo encuentras o te encuentra.


pero, ¿a qué viene esto ahora, justo hoy, en medio de esta incesante vorágine escondida de lentitud? pues porque creo que a últimas fechas, meses, años, décadas, semanas, días, horas, micras de segundo, lo invisible nos ha encontrado a cada uno de nosotros en lo individual, en privado, en silencio, en intimidad; pero también en conjunto, como grupo, como familia. nos ha encontrado y como sucede con lo invisible cuando decide aparecerse, nos ha cimbrado desde lo más profundo a cada uno a su modo, en sus tiempos, formas y capacidades de contención, negociación y escucha sobre su intensidad.


y me he dado cuenta que, cuando lo invisible nos ha apresado a todos de un solo manotazo, resulta que, a pesar de todo el remolino que comporta, acontece de una forma mucho más ‘llevadera’, soportable, incluso, amigable, que cuando llega en individual.


por supuesto, uno nunca escoge, cuándo ni cómo su vida será —casi por entero, o por completo en lo que hasta entonces considerábamos que era nuestra integridad— desvencijada, o como gustan decir por ahí ‘puesta a prueba’.


he tenido mucho tiempo, muchas palabras, muchos silencios y muchas imágenes encontradas agradecidamente en el arte como en la naturaleza como en un gesto bondadoso inesperado y anónimo, para entender que —cuando lo invisible se materializa en la forma de un tumor del tamaño de una toronja, de una enfermedad insospechada, de una inserción quirúrgica invasiva y lacerante; de una condición aparentemente inaguantable más allá de lo que de origen uno cree que podrá aguantar si acaso unos cuantos días y no más; no se trata de ‘pasar ninguna prueba’. 


curiosamente se trata, en cambio, desde mi experiencia y reflexión al respecto, de seguir buscando lo invisible aún dentro de lo que ya se ha hecho brutalmente visible en nuestro insospechado y desde entonces para siempre envidiable cotidiano, antes de ese día, esa cita, esa frase, ese estudio en el que lo invisible se presentó con nombre, apellido y consecuencias.


¿por qué pues he encontrado que esos momentos no suponen ni exigen de nosotros el talante y la decisión de asumir el mal rato, o tanto peor –la noticia, el diagnóstico– presente, futuro, como una prueba por pasar lo más airosamente posible? ¿por qué creo que la mejor (y a mi entender, única) estrategia es seguir buscando lo invisible entonces? ¿cómo hacerlo? ¿buscando qué? o, ¿para qué?


válidas preguntas, vanas aparecerían casi todas las respuestas que buscaran convencernos de una forma más compleja o mejor fundamentada en su argumento que lo que pienso al respecto y quiero darles hoy a ustedes, mi familia. mis razones para seguir buscando lo invisible aún cuando una (supuesta) y brutal realidad está apostada en tu regazo, sobre tu cabeza, dentro de tu cuello, tu pecho, tu espalda o tus intestinos, está en que si no lo haces, si no lo sigues persiguiendo, si no sigues encontrando el sentido de la intuición en los detalles minúsculos que por segundo perdemos si no estamos atentos en el agradecimiento de estar vivos, nos quedaremos, nos quedamos, sólo con lo ‘visible’, con lo ‘comprobado’, con lo asignado, con lo que ya tiene un nombre —que en la mayoría de los casos supone de suyo una sentencia. ¿y les pregunto entonces, tiene sentido quedarse tan sólo con eso? ¿ con esa parte de la realidad? que por cierto, es una parte tan minúscula de todo ese vasto universo que esconde lo invisible, que incluso podría caber la frase, como símbolo, como imagen, más que como enunciación del vaso de agua (ya sea, “ahogarse en un vaso de agua” o, aquella de ver el vaso medio vacío o medio lleno).


podría seguir explorando entre las letras, las ideas y las ansias por hacer de las palabras un abrazo que nos abarque a todos y nos mantenga unidos, albergado, cobijados, juntos y protegidos, pero entiendo que este pequeño escrito necesita sembrar ya su sentido —primero y último— con la contundencia de un final que, de haberlo hecho bien, no será sino un principio.


y digo que sigamos buscando lo invisible en el afuera, desde la hormiga que avanza temerosa y ágil entre los afilados e inciertos bordes de una hoja de pasto más larga y recta que el resto, hasta el último descubrimiento de la posibilidad de regeneración neuronal; como —y he aquí lo más importante, y posiblemente lo que parezca más difícil (aunque desde ahora puedo asegurarles que es infinitamente más sencillo de lo que se puede escuchar como reto)— busquemos el poder de lo invisible, su inimaginable magnitud, potencia y milagro dentro de nosotros. en los pequeños gestos que antes no acostumbrábamos hacer, quizá ni se nos ocurrían; en los cambios ‘menores’ de actitud pero con inmensamente positivas consecuencias; en la mano que es tendida antes de que quien la necesita la pida o siquiera note que la va a necesitar en un par de minutos más; en la observación atenta de todo lo que hay por hacer entre y para quienes aquí estamos reunidos por amor, por familia, por vida, por fe, por esperanza, por continuar la salud, pero sobretodo por mantener y potenciar la alegría por la vida que siempre ha alimentado el alma y hacer de nuestros padres. del padre que se ha ido y, sobretodo, de la madre que sigue aquí, pese a todo.


pues resulta, al final —que como he dicho, jamás será el final sino el principio de lo que habremos de ser todos, en lo personal como en familia— si hacemos de/con lo visible, el milagro de lo invisible, será dentro de cada uno donde encontremos tanto y todo de lo que hasta ahora no hemos sabido ver, encontrar, reconocer, nombrar o describir. todo eso que tenemos dentro pues compartimos los mismos genes con ligeras mutaciones, sí, pues hagamos de esos pequeños y fundamentales giros genéticos el tiempo para convertir nuestras diferencias en destellos de lo invisible, de lo indecible, de lo inconmensurable, de lo infinito, de quienes somos y de quienes provenimos.


25 de abril de 2018

entre tornados y frases lapidarias

se dijo que ese día empezaba mi vida.

al menos, entre mi generación y anteriores, solían decirle a una 'pensamientos' de este tipo en voz de las mujeres mayores de la familia, madres, tías, abuelas, hermanas, etc. “¡hoy empieza tu vida!” a lo que solía seguir un silencio ceremonial cautivo entre las presentes.

debo decir que la primera vez que recibe uno el eco de esta ‘gloriosa’ frase sobre el cuerpo, sí es capaz de sentir el roce de una delicada ilusión. pero en ese momento queda también plantada, ya irremediablemente, una sospecha: si es así, entonces ¿qué había estado haciendo de mi vida, con mi vida, o ‘en’ ella, antes de este día en el que 'empieza'?; ¿es que estaba sólo ‘preparándome’ para empezar 'mi' vida? qué pensamiento más disturbador y qué momento más inoportuno para ponerlo en la mente de ese alguien al que se quiere inmortalizar en dicha ocasión.

el asunto es que entre abrazos, bendiciones y lágrimas ‘de felicidad’ este tipo de bienaventuranzas no se cuestionan, se reciben, como llegan y como caigan. a lo que precede la implantación de la más férrea y tenaz intención de consolidar lo que le ha sido a una confesado. y ante anunciamientos lapidarios, parece que no queda sino confiar ciegamente en ellos —al menos eso impone el momento. 
y así te lanzas al vacío sin certeza alguna más allá de la turbación interior que ese (im)perfecto parteaguas abisma desde ahí el resto de tu vida, marcándola indefectiblemente.

luego, claro, con el tiempo y la distancia, se hace evidente el infinito cuestionable del que se desprende esa frase insuflada de aires tranquilizadores, reafirmantes y triunfales. (si bien, cuando se recita dentro un par de veces en silente escucha, el parecido con una consigna terrorista extrema se traza sobre los mismos bordes), señalando el día del matrimonio como ese que —finalmente— habría de permitir el  ‘inicio’ de una vida. y no sólo eso. al perjurio que conlleva ese decir, suele sumarse otra afirmación, quizá aún más escabrosa: “hoy es el día más feliz de tu vida”. quienes lo enuncian vibrantes de emoción, parecen ignorar el hecho de que lo que con tanto entusiasmo afirman, más se parece a una sentencia que a un festejable empeño logrado.

‘infiable’[1](des)cubrimiento hasta entonces silenciado. avistamiento como irrebatible por impuesto sobre la realidad venidera: ninguno de los días del resto de la vida propia alcanzarían la intensidad de felicidad que ese singular y único día sea dable conjugar.

afortunadamente pasan muchos años antes de que la memoria permita resurgir el delirio de tales frases. cuando sucede, aparece la esquivada conjetura: ¿entonces, si no me hubiera casado, mi vida no habría ‘empezado’?

así pues,  cuando apareció, burlona y paradójica, esa pregunta entre el afectado cúmulo de ‘reflexiones’ pos-divorcio, vino a mi mente una imagen/acto repetido como por accidentada inercia en una de las obras en video de francis alys, tornado (2000-2010).

una y otra, y otra vez, vemos su cuerpo de hombre flaco que corre hacia el centro de los tornados que recorren, hartos de sequedad, la desgastada superficie sobre un vasto terreno descampado. el registro de esta reiterada a(tra)cción de alys al paso de 10 años (uno menos que mi matrimonio) me resulta fascinante y extrañamente cercano, familiar, en su absurdo y aparentemente fútil empeño e intenciones.  en este caso, el acto de penetrar y mantenerse en pie al centro de cada tornado que en una secuencia de persecuciones acontece casi frenética. y todos esos tornados que persigue cuyas dimensiones y magnitud centrífuga superan sin mayor esfuerzo la estabilidad de la reconocible silueta del cuerpo del artista —alto, delgado con un aire casi desvencijado pero asido al suelo como por un peso de gravedad ligeramente mayor al común— pasan entorno a su cuerpo y la lente de la cámara que porta el cuerpo, como escudo franco, vidente talismán, intentando filmar las vistas de lo incapturable, cuando, adentro de uno y otro remolino, logra resistir en pie con los ojos cerrados y la lente apresta.

los resilentes tornados hacen de su pasajera existencia un enfrentamiento de levedades fincado como ejercicio de conforntamiento, vencimiento y resistencia. los tornados, engrandecidas y furiosas tolvaneras, lo envuelven de opacidad, lo desaparecen, se tragan al hombre. entre segundos como si alongados por esa sola injustificable insistencia que funda de origen la acción en su evidente e inexplicable necedad y lo escupen conforme siguen su paso menguado, si tan sólo por unos instantes, entre la desconfiable trayectoria y fortaleza que guiará la imprecisa duración de su existencia.

así, de tornado en tornado, el hombre se enfrenta decidido a un presente-destino —tan impredecible como cegador— por él elegido. una y otra, y otra vez. hasta (des)aparecer igualmente enloquecido por incontables las veces del extremo enfrentamiento. extasiado hasta el agotamiento que conforme consume al cuerpo, alimenta su delirante pasión.

cuando pienso en esta obra a la luz de los tornados que he perseguido y atravesado hasta mi propio apresamiento centrífugo con esa fuerza enfebrecida que tanto inflama como consume, me pregunto si cuando el artista logró penetrar y sostenerse de pie en busca de esa (im)pasividad que creemos reside al centro inasible de toda pasión[2] de su primera tolvanera, ¿habrá sentido que era ese el momento exacto en que, finalmente, iniciaba su vida. y/o habrá sido ese su día más feliz..?

marcela quiroz

guanajuato | abril 25, 2018



[1] Intercambio este neologismo en lugar de utilizar alguna palabra existente que aparentemente funcionaría con equidad como por ejemplo, ‘desconfiable’, por la intrusión, internalización aguda, inflicta que demarca el prefijo ‘in’ tanto como por la cercanía con una palabra aún más interesante y en este caso casi consecuente: inflamable.
[2] considerando que la pasión comporta una pasiva impasividad que deviene absolutamente adictiva conforme se va consumiendo.



imagen:  francis alys. tornado. (2000-2010) [still de video]
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3 de octubre de 2017

Sobre agujeros, unicornios y la cursilería de una ‘ilusión’



“En esta ciudad nunca llueve, hoy diluvia”—escribía esta frase como inicio de la introducción de mi primer libro sobre teoría de arte publicado en 2007. Aquel por el que durante más de dos años viví inmersa entre archivos de imágenes estenopeicas; en el mundo de un hombre fantástico, único, inasible e indescriptible —Carlos Jurado. Quien a su vez, treinta años atrás había escrito un libro ‘mágico’ en el que afirmaba, con la certeza del hecho histórico, que en siglos pasados se creía que la puntura de la caja/cámara estenopeica, tenía que ser perforado por el cuerno de un unicornio.

Adojur era el nombre de ese misterioso científico medieval de procedencia no bien situable o asible, cuyos escritos, Jurado refería haber encontrado (sin explicar cómo, ni dónde) citando en su propio libro aquella leyenda francamente entrañable y a mi parecer, míticamente perfecta. Varios estudiosos contemporáneos creyeron en la existencia de este posible manuscrito, y retomaron sin más cuestionamiento de veracidad, la (in)existencia de Adojur en diversos textos sobre la imagen estenopeica; hasta que eventualmente se dieron cuenta de que el antiguo y mítico autor-mago venido de algún lugar del Oriente Medio, Adojur, no era sino un acrónimo de su propio apellido: JurAdo.

Carlos Jurado estaba, como suele, divirtiéndose con la fotografía, usándola para hacer de la vida otra cosa menos ‘cotidiana’, reconociendo justamente, su esencia completamente mundana, lejos de mitos y misterios. No por casualidad sus sujetos siempre fueron objetos completamente comunes, incluso algunos de ellos carentes de valor (monetario digamos) —piedras, vaso con agua, una fotografía re-retratada; y sus sujetos no fueron muchos, algunas mujeres, su adorada esposa, su hija y él mismo.

Embriagada un poco de esa magia mitológica que convertía el mundo estenopeico en una especie de logia imaginaria, elegí el título que entonces consideraba claramente adecuado para mi libro. Desafortunadamente al poco tiempo me pareció un craso error: “La ilusión de ser fotógrafo.” (¡¿…?!) por supuesto, con los años no he hecho sino confirmar mi infortunada ocurrencia. Por lo menos, la segunda parte a esta fatídica frase-concepto, es decir, en el subtítulo, lograba recuperaba la dignidad de la innegable cursilería que ya inevitablemente, lo de-marcaría hasta la fecha: “Hacia una filosofía de la fotografía estenopeica a partir de la obra de Carlos Jurado.”

El gran problema nació y permaneció porque nunca me di cuenta que lo que yo quería decir cuando hablaba de la ‘ilusión de ser fotógrafo’ no tiene que ver, como en su mayoría debe leerse, como si hablara de la ilusión como una intención anhelada, un logro ensoñado, o una suerte de paraíso por alcanzar. ¡No, no y NO!

Muy, pero muy lejos de esta idea, lo que esa ‘ilusión’ quería referir responde a una de la tesis centrales del libro, es decir: que el fotógrafo estenopeico es en realidad un fotógrafo que nunca ‘ve’ a ciencia cierta lo que está retratando. Así que el acto fotográfico estenopeico es en sí, como acción fotográfica ‘común’, una mera ilusión, como el agujero de la cámara estenopeica punzado por el cuerno de un unicornio.

Uno de los capítulos del libro se titula y dedica a explicar mi propuesta teórico-fenomenológica sobre la cámara estenopeica y su ‘no-mirada’; refiriéndome a esa no-mirada que es-sin-ser, lo que efectivamente ‘materializa’ las tomas fotográficas estenopeicas —sin el ojo del fotógrafo —ésta es la ‘ilusión’ que quise (pre)afirmar en el título del libro. Logrando fracasadamente, un título por demás vago y cursi.

Confieso que cada vez que lo leo, lo escucho, lo escribo o lo enuncio, me recorre una especie de vértigo neuronal, pues me doy cuenta una y otra vez lo equívocamente simple que parece decir y lo meloso que puede ser enunciar que alguien, quien sea, vive (en/de) la ‘ilusión’ de ser fotógrafo…

Estoy segura que entienden y comparten lo que digo, elegir ese título fue un inmenso error. Equívoco primerizo que ni siquiera tuvo la suerte de correr con una vena que pudiera darle al menos un ligero matiz poético. Nada. La frase es simple y llanamente cursi. Por ello este texto aclaratorio que, sí, aparece más una década después de publicado el libro (indicativo de que la cursilería implicada realmente me perturba hoy día como desde el primero en el que se reveló a mi conciencia —ya muy tarde para reimprenta).

Ahora, aparte de evidenciar mi propia desgracia nominal destinada a mi primera obra académica publicada en forma y cuerpo de libro autoral, aprovecho para entretejer en ello un anuncio preventivo para avisar que, cuando publique la segunda edición del libro (la primera edición editada por la Universidad Iberoamericana, agotada hace varios años), incluiré un prefacio explicitando el cambio de título y el sentido —completo— del concepto de ‘ilusión’ originalmente planteado en el libro sostenido debidamente por fundamentos fenomenológicos y lejos de la cursilería —equivocadamente ‘asible’ con absoluta facilidad e inequívoca claridad.

Probablemente este segundo y definitivamente más honroso título —como corresponde a la obra (y al artista) del que germinan, será algo similar a: la no-mirada. hacia una filosofía de la fotografía estenopeica a partir de la obra de carlos jurado.

será también en esta segunda edición, cuando finalmente lo escriba completamente en minúsculas —como fue siempre mi intención—, pero por convenciones editoriales, en ese periodo mi propuesta no fue admitida.

y es que las minúsculas responden tanto a la personalidad de carlos jurado (y en buena parte a mi personalidad, es decir, escapadas a la succión de todo aquello que se peligrosamente se acerque a la grandilocuencia como autoalabanza frente a los reflectores); tanto como tiene que ver con el tipo de imágenes que conformaron su archivo durante las cuatro décadas en las que fotografió tomas estenopeicas, retratos sin-mirada; imágenes de cierto modo anónimas, creadas por la caja oscura con ayuda del fotógrafo, pero que estricta y esencialmente podrían afirmarse como imágenes sin-autor —si consideramos estrictamente que el autor/fotógrafo es aquel que presiona el obturador cuando detecta exactamente lo que observa y destina lo que quiere capturar. en el caso estenopeico, el fotógrafo tapa o destapa —por una suma de práctica e intuición, el orificio de entrada de la imagen/luz a la cámara/caja oscura sin ver/saber —hasta no revelar la película, placa o papel emulsionado— lo que su cámara/caja oscura observó en su lugar.

esa falta de avidez por el reconocimiento y galardonada autoría, algo que a mi juicio ha distinguido biográficamente una de las esenciales y extrañas (por singulares) virtudes de la obra de carlos jurado. por eso es que también, mi libro sobre su obra —empezando por el título— ha de iniciar y dejarse ir de la misma manera, libre de pretensiones, sin marcajes de importancia —por ello sin mayúsculas que alteren visualmente la lectura y la escritura sobre una obra fotográfica que nació no-mirada por un orificio en una caja de cartón ‘ilusoriamente’ perforado por el cuerno de un unicornio. invento que devela una aproximación lúdica a la creación propia dando cuenta, como muchas veces lo ha declarado jurado, que el suyo, es un trabajo fotográfico cuyo origen lejos estuvo de las pretensiones del éxito radiante, el reconocimiento, la fama y fortuna; que finalmente, cerca de cumplir 90 años, incitado por mi ‘culpa’ y pronto sin escapatoria, habrían de acaecer sobre su vida y obra. (finalmente, el anonimato de una obra de tan importante y potente magnitud, no podía restarse y/o permanecer ajeno a la historia fotográfica del siglo xx.)

reconocimiento estético e histórico que la publicación de mi libro de cursilería intitulado, ‘iluminó’ histórica y teóricamente por primera vez la sólida contundencia e importancia de su obra, actuando como un potente catalizador para la atención de otros sobre él; catapulta silenciosa, que, en consonancia con su objeto de estudio, tampoco buscó un reconocimiento, grandilocuente y gloriosamente afamado.

tal es así que mi estudio, producto de la investigación que realicé durante la maestría en estudios de arte en la uia, fue/es la primera obra teórica-fenomenológica sobre fotografía estenopeica, publicada no sólo en méxico, sino en el mundo de habla hispana. sí, hoy lo veo y puedo decir sin temor a padecer de arrogancia, que ese ‘pequeño’ libro fue la piedra clave que despertó el interés de los historiadores ‘más reconocidos’ de la fotografía en el país, sobre el trabajo de este singular fotógrafo de origen chiapaneco. la inesquiva calidad y cualidades estéticas casi-mágicas de su obra fueron, sin duda, aquello que sostuvo el interés entre los autores-directrices del medio fotográfico en méxico, quienes poco después de publicado mi libro, coincidentemente concibieron una magna exposición retrospectiva autoral de la obra de jurado en el centro de la imagen —adquiriendo a la vez todo su archivo de imágenes; como también, la publicación de un ostentoso y caro libro— como si hubiera sido el autor/editor (cuyo nombre tiendo a olvidar), quien por vez primera reconociera la tan urgente como esencial valoración de la vital importancia de las imágenes estenopeicas de carlos jurado; así como la fundamental y definitoria inclusión de su trabajo dentro de la historia de la fotografía moderna y contemporánea en méxico. en ese libro de grandes dimensiones, pasta dura, e impecable impresiones, parece también que dicho autor/editor fue quien reconoció —antes que cualquiera— la incalculable valía de la vida de este hombre sencillo, austero, desconfiado de las adulaciones, los aplausos y las escenificaciones de alabanza y reconocimiento que —sin duda merece— pero, acaso con menos mayúsculas (metafórica y literalmente); y sobretodo, con una vena mucho más honesta respecto al origen del rescate y valoración tal artista y obra; reconociendo también el origen —no espontáneo— de ese súbito y ávido interés que se despertó en torno a la fotografía estenopeica en méxico “…a partir de la obra de carlos jurado.”

quizá, después de todo, la ‘ilusión’ del cursi-título de mi libro, me enseñó una lección sobre el sentido real de la ‘autoridad autoral’; del peso de las relaciones, funciones y puestos públicos; así como de todas esas asonancias entrelíneas que —cada vez más (des)ilusionadamente— trasluce cuanto acompañan toda escritura, interés y acción en el medio artístico/fotográfico. durante un tiempo sentí lo que sucedió como si (pace derrida) esa ‘no-mirada’ fenomenológica de la fotografía estenopeica, hubiera contagiado —y de cierta forma congelado— mi mirada en cuanto al valor, precisa temporalidad y reconocimiento que mi estudio marcó y destapó. siendo que simplemente me senté a ver sin-mirar la ola de reconocimientos ajenos dirigidos hacia otros escaparates más ‘vistosos’, poco tiempo después de haberse publicado mi estudio sobre la estenopeica y carlos jurado. hoy, me felicito por no haber hecho ‘nada’ más de lo que ya había escrito, entregado, publicado y presentado.

volviendo por última vez al título del libro, a pesar de la simpleza con la que creo que se lee en un primer encuentro la palabra ‘ilusión’ (y asumo la posibilidad de que esto pueda ser más un problema personal con esa palabra específica). pero cuando vi impresa la frase —la ‘ilusión’ de ser fotógrafo— me frené en seco, inmediatamente vislumbrada la nefasta y casi garantizada posibilidad de verla asignada a una lectura poco o nada propensa a la reflexión. afortunadamente, el subtítulo —hacia una filosofía de la fotografía estenopeica a partir de la obra de carlos jurado— parece haber situado los resultados de mi investigación y desarrollo teórico, justamente en el tiempo y espacio al que pertenece y del que vierte singular, anticipado y sustancial, un contenido nunca antes atendido con el debido tiempo, respeto y valoración estética, artística, teórica e histórica que, sin duda alguna, la obra de carlos jurado reclama.

atención, reconocimiento, cuidado, y agradecimiento que finalmente, como perforado por la punta delgadísima punta del cuerno de un unicornio, él iluso fotógrafo recibió cuando —sin haberlo contactado durante ninguna parte del proceso de investigación ni de escritura— terminado el libro y se lo entregué. sus claros ojos azules, se llenaron de una luz como la que sólo rebota de las pupilas de un niño; y sorprendido más allá de lo que imaginé, me preguntó con su modestia habitual: “¿pero marcela, por qué se tomó usted la molestia de hacer esto?”

en esta otra ciudad, llueve poco… curiosamente también aquí, hoy, diluvia.


marcela quiroz
guanjanuato, gto. mx



septiembre 2017

imagen: carlos jurado, autorretrato con cámara, fotografía estenopeica, plata/gelatina, 1974.

15 de septiembre de 2016

entre un cuerpo funambulista y su mirada


hace un par de meses que conocí la obra de james reeve, pintor británico, amante de xilitla, la huasteca potosina; y, apasionado por los diez años en los que vivió en la ciudad de méxico. al devenir de su desarrollo artístico, reeve se ha dedicado a retratar con exhaustivo detalle a todo tipo de personas con las que se encuentra; claro, aquellos sujetos que a él le parecen interesantes, diría incluso seductores por algún motivo ya sea biográfico, fisionómico o quizá por algún elemento de la historia íntima, personal, que al espectador no le queda más que intuir. esta parte, de hecho, puede ser tremendamente divertida. [he de comentar que si bien reeve es seriamente reconocido por sus retratos —saatchi gallery lo representó durante muchos años—, sus paisajes, obras ‘urbanas’ y vistas arquitectónicas, son realmente excelentes en la intuición y capacidad de valoración intuitiva.]

recuerdo con especial detalle un retrato que, desde el instante en el que lo observé detenidamente, regresa a mi memoria en los momentos más inesperados, entre los muchos retratos que, hace ya varias semanas exhibió el museo diego rivera en guanajuato, en las nuevas salas destinadas a la inclusión de muestras de arte contemporáneo local y extranjero que se anexaron y adecuadamente acondicionaron—esfuerzo que aplaudo— donde fuera casa de nacimiento e infancia del pintor mexicano que dio hizo presente el arte moderno mexicano, en el extranjero.

la pintura en óleo es de una mujer vieja, pequeña —más pequeña incluso de lo que sería sino posiblemente por su condición o estado irreversible; pues la mujer está en silla de ruedas a la que parece estar casi adosada de tantos años de uso cómplice. su mirada viene de lejos inquietante, pero al ir acercándose, es como si uno fuera recorriendo la historia de la mujer hacia atrás, hasta el momento en el que felizmente trabajaba como como equilibrista —atracción principal— en el barnum & bailey circus. durante una de sus presentaciones, cayó al suelo desde una gran altura, se rompió el cuello. quedó paralítica. era realmente joven cuando el accidente. y esa mirada, la que en ella permanece y en el fondo deja ver que todavía anhela otro destino (o, si acaso una última oportunidad funambulista), este deseo sabido imposible, es lo que reeve capta con una asombrosa empatía y reveladora claridad; resultando así en una imagen realmente avasallante.

un cuerpo al que lo que le interesaba era poder no sólo moverse de mil maneras poco comunes, sino volar se postra ante nosotros toda una vida condenada al no-movimiento corporal; sentenciada a y a pesar de los años acumulados sobre el cuerpo y el rastro arrugado, en el cuadro de reeve (óleo s/ tabla o tela por lo general), la mirada aún muestra una estancia de juventud aún-no-truncada, inquebrantablemente embelesada por la posibilidad de seguir suspendida en el aire, etérea, desafiando toda ley de peso y gravedad. esa es la mujer que nos ve y es esa mirada la que no puedo sacarme de la cabeza. ¿por qué?

quienes conocen mi historia personal y mi condición presente seguramente contestarán esta pregunta sin demora y por obviedad. pero quizá la respuesta no necesariamente es tan sencilla; quienes no saben nada de ‘eso’ —y es ese grupo el que me interesa en este momento— posiblemente sientan una inquietud vestida de duda. 

entre todos los retratos de personas/personajes de toda condición, estirpe, origen y complexión reunidos entre las salas del museo, ella es la única que está ahí, como si desamparada. y sin embargo, es la única, entre todos los y las otras que durante décadas han posado para reeve, la joven equilibrista atrapada en un cuerpo viejo, es la única que mantiene una mirada esperanzada. todos los demás —a pesar de las poses gallardas o seductoras, casuales o elegantes en cuya faceta han decidido ser retratados parecen seguros de sí mismos, de la silente memoria de sus historias privadas y de los por qué’s de su presente. pero son los ojos de cada uno (como sucede con los retratos de otro guanajuatense, hermenegildo bustos, reconocido heladero —entre una decena de oficios que con equivalente detallle y respeto llevaba a cabo en su pueblo) creó uno de los cuerpos de obra más significativos en el registro del retrato durante el siglo xix), son los ojos los que no pueden ‘posar’, les resulta difícil, si no imposible, mentir, sobre el estado de soledad que los marca por dentro y que exhalan —seguramente sin intención, capturados por la mirada y la mano maestra del pintor. ese atento y pulido maestro británico detenido finamente sobre cada detalle; inmiscuyendo aquí y allá bichos de toda clase, que aparecen en todas sus obras (sin justificación evidente); así como sucede también con los perros.

supongo pues que es por esto que se ha quedado fundida en mi memoria la imagen de esa joven-vieja en silla de ruedas; porque sólo en ella encuentro eso que dentro permanece como una luz de una esperanzada juventud que ignora el paso del tiempo. [otra explicación posible para no-definir el punctum bartheano]

quiero tanto que, de llegar a la vejez, mis ojos mantengan algo de ese secreto cómplice consigo mismo, pleno de seguridad, desnudo e iluminado

difícil tarea sin duda, aguantar los embates de la vida sin perder ese brillo, sí, pero no imposible. no imposible. igualmente difícil debe ser capturar en una pintura la calidad de esa mirada que sigue sintiendo a lo lejos la tensión de un alambre casi invisible que recorre el aire contenido en una carpa; difícil como atrapar la soledad —intentando hacerse digna y altanera— pero reeve lo sabe, y quienes quieren verlo lo notan enseguida. la obra no está en los mil y un detalles magistralmente reproducidos de contextos imaginados (pero reales),  yuxtapuestos y recordados. la fuerza de esas obras está presa en los ojos de cada cuerpo posado-en-personaje. la mirada no miente cuando se atreve a ver de frente algo que quizá ha esquivado toda la vida, y ese esa no-mentira la que la envejecida equilibrista sostiene con candidez y un dejo —claro— de convicción… como si pensando para sí, “es sólo cuestión de tiempo; pronto volveré a trepar hasta ese último peldaño y estaré lista para sorprender a la audiencia con la agilidad de mi cuerpo suspendido en el aire. únicamente necesito un poco más de tiempo y paciencia para que vuelva a sorprenderme la vida, volando.”

                                                                                                         marcela quiroz 

 guanajuato, septiembre 12, 2016

2 de septiembre de 2016

de ser cierto, ya no habría más limones


es tristemente común escuchar una y otra vez la siguiente frase: “cuando la vida te da limones, haz limonada.”

este consejo de ‘sabiduría existencial’ popularmente adoptado y extendido (desde su origen sin duda anglosajón [inventada quizá por algún ‘creativo’ de Hallmark a inicio de los 80): “When life gives you lemons, do lemonade.) parece tranquilizar, e incluso motivar a aquellos quienes lo escuchan cuando están inmersos en una situación de la que no ven cómo salir (si es que van a ‘salir…’), pero no pueden —o realmente no quieren— seguir en ella.

sin embargo, ¿por qué no pensar en otra alternativa para este asunto de los ‘limones’?

limonada no es lo único que puede hacerse con ellos. de hecho, sus posibilidades de uso son infinitamente más variadas de lo que muchos imaginarían. de tal suerte que, si hubiera de adoptar —muy a mi pesar, pues detesto la frasecita— ese ‘consejo de vida’, lo alteraría de la siguiente manera: “cuando la vida te da limones, haz lemoncello.”

¿por qué?

empecemos no sólo por su delicada y efectiva capacidad ‘desestresante’ (del lemoncello, claro), sino porque en el proceso que tarda su creación, digamos: el tiempo de los limones —es decir en estos casos, el nuestro— se ve obligado a detenerse, a observar, a escuchar, a conocerse más (o al menos uno poco). y detenido el tiempo de desesperada búsqueda por ‘hacer’ algo con esos limones, la vida empieza a develar sus matices. los problemas muestran otras facetas, las preocupaciones se entienden desde otro lado y las angustias dan cuenta de su carencia absoluta de sentido o de nuestra absoluta carencia de lucidez.

esperar el tiempo que requiere hacer lemoncello es un reto contra la adversidad y la urgencia por comprobarse —a uno mismo— (tanto como al entorno) que no nos dejaremos vencer por media docena de limones.
esperar no es rendirse, es un acto/acción/decisión/condición de lo más complicado que se le puede pedir a la conducta cotidiana: tener paciencia. [de hecho, es muy probable que de haber tenido y ejercido la paciencia necesaria de origen, no habría uno acabado escuchando “pues mira, si la vida te da limones…”.]

sea pues momento de perforar y deslizar el sentido de este particular y tan bien recibido consejo popular y ‘darnos el lujo’ —siendo que ciertamente ante los problemas, darse tiempo, es un lujo— de esperar a que maceren las cáscaras de limón, el azúcar y el toque de alcohol que requiere el reposo de la futura bebida italiana de tan alegre nombre.
no será la primera vez que tengamos que tener paciencia —por ganas, necesidad, urgencia u obligación—, ni será el único momento en el que podamos aprender mucho de ello si nos decidimos a verla efectivamente como un ‘lujo’, y no como un estancamiento, una condena —esperanzadamente pasajera.

así que, mi consejo de hoy es como una de las creaciones de la casa de moda francesa, central saint martin (csm), presentó hace unos meses en la semana de la moda en londres como parte de su colección otoño 2016. un ‘atuendo’ para mujer con un diseño en color mostaza en seda satinada-semimate, de gabardina corta y pantalón, iguales en color y textura, holgados pero afianzados seriamente en la cintura, zapatos negors altos y cerrados. si bien lo interesante no es esto sino que la modelo cubría toda su cabeza —rostro, cráneo e incluso parte del cuello— con una especie de capucha de finísimo tul blanco en varias capas que impedía verle el rostro. sobre ella, a la altura de los ojos, una sola frase bordada en letras negras en manuscrita diciendo, con la siguiente frase, orden, consejo o consigna: “don’t cry.”

en esta imagen se avista un paralelo perfecto a la absoluta ineficacia del ‘hacer limonada’ que tanto se recomienda, cuando se siente que la vida se está yendo por la alcantarilla con alarmante velocidad y no necesariamente por motivos inteligibles (o al menos no comprensibles en esos momentos de pánico). siendo que, no sólo no vemos lo que es ‘eso’ que está ‘mal’, sino que nos nublamos en capas extra lo que podría ser una mirada más limpia, integral y claro, enterada de los diversos ángulos de ‘ataque’-por-espera de las condiciones ante las que nos sentimos indefensos.

no. por lo general, escondemos la cara y nos obligamos a hacer lo que sea necesario para —a nuestro entender y el del común social— actuar velozmente frente al surgimiento de un pequeña pero intenso drama, o una catástrofe potencialmente destructiva. dando cuenta con ello que no nos hemos dado por vencidos y que estamos desde-ya, ‘resolviendo’ la situación.

de nuevo, no. no va por ahí, eso sí es seguro.

por principio y sencillamente por el intenso desgaste que supondrá para todo y todos los implicados. con la confianza propia y si es necesario silenciosa [aún si absolutamente solitaria y posiblemente criticada por nuestros allegados] sabiendo que la maceración (es decir la espera=‘no hacer nada’) trae siempre consigo el sabor agridulce y seguro de la batalla ganada al ritmo que el problema requería; y no, al ritmo al que frenéticamente quisimos o rogamos por poder darle salida, muerte, resultado o solvencia.

lemoncello.

quitar las vendas del rostro —siguiendo sí el consejo bordado en negro por csm para, en cambio, poder usar esa bellísima en su agresiva y sutil malla de encaje, para hacernos de unos guantes que suban acariciando apenas el borde de la muñeca;  convirtiendo la espera en un experiencia mucho más estética y amable, cuanto posiblemente erótica e inteligente.

los ‘problemas’ se resolverán a su ritmo, en forma, condición y materia predestinada por más ‘limonada’ que queramos o intentemos hacer. lo que sí resulta vital es mantenerse en todo momento atento a las señales, y no ignorar cualquier indicio de posibilidad de acción, en pos de una falsa velocidad resolutoria. [cuidado: tampoco implica no hacer nada y punto.]
dicho lo anterior, no queda más que brindar por aprender a saborear esa espera cautiva en ‘tiempos de limones’.



marcela quiroz
septiembre, 2016


de ser cierto, ya no habría más limones


es tristemente común escuchar una y otra vez la siguiente frase: “cuando la vida te da limones, haz limonada.”

este consejo de ‘sabiduría existencial’ popularmente adoptado y extendido (desde su origen sin duda anglosajón [inventada quizá por algún ‘creativo’ de Hallmark a inicio de los 80): “When life gives you lemons, do lemonade.) parece tranquilizar, e incluso motivar a aquellos quienes lo escuchan cuando están inmersos en una situación de la que no ven cómo salir (si es que van a ‘salir…’), pero no pueden —o realmente no quieren— seguir en ella.

sin embargo, ¿por qué no pensar en otra alternativa para este asunto de los ‘limones’?

limonada no es lo único que puede hacerse con ellos. de hecho, sus posibilidades de uso son infinitamente más variadas de lo que muchos imaginarían. de tal suerte que, si hubiera de adoptar —muy a mi pesar, pues detesto la frasecita— ese ‘consejo de vida’, lo alteraría de la siguiente manera: “cuando la vida te da limones, haz limoncello.”

¿por qué?

empecemos no sólo por su delicada y efectiva capacidad ‘desestresante’ (del limoncello, claro), sino porque en el proceso que tarda su creación, digamos: el tiempo de los limones —es decir en estos casos, el nuestro— se ve obligado a detenerse, a observar, a escuchar, a conocerse más (o al menos uno poco). y detenido el tiempo de desesperada búsqueda por ‘hacer’ algo con esos limones, la vida empieza a develar sus matices. los problemas muestran otras facetas, las preocupaciones se entienden desde otro lado y las angustias dan cuenta de su carencia absoluta de sentido o de nuestra absoluta carencia de lucidez.

esperar el tiempo que requiere hacer limoncello es un reto contra la adversidad y la urgencia por comprobarse —a uno mismo— (tanto como al entorno) que no nos dejaremos vencer por media docena de limones.
esperar no es rendirse, es un acto/acción/decisión/condición de lo más complicado que se le puede pedir a la conducta cotidiana: tener paciencia. [de hecho, es muy probable que de haber tenido y ejercido la paciencia necesaria de origen, no habría uno acabado escuchando “pues mira, si la vida te da limones…”.]

sea pues momento de perforar y deslizar el sentido de este particular y tan bien recibido consejo popular y ‘darnos el lujo’ —siendo que ciertamente ante los problemas, darse tiempo, es un lujo— de esperar a que maceren las cáscaras de limón, el azúcar y el toque de alcohol que requiere el reposo de la futura bebida italiana de tan alegre nombre.
no será la primera vez que tengamos que tener paciencia —por ganas, necesidad, urgencia u obligación—, ni será el único momento en el que podamos aprender mucho de ello si nos decidimos a verla efectivamente como un ‘lujo’, y no como un estancamiento, una condena —esperanzadamente pasajera.

así que, mi consejo de hoy es como una de las creaciones de la casa de moda francesa, central saint martin (csm), presentó hace unos meses en la semana de la moda en londres como parte de su colección otoño 2016. un ‘atuendo’ para mujer con un diseño en color mostaza en seda satinada-semimate, de gabardina corta y pantalón, iguales en color y textura, holgados pero afianzados seriamente en la cintura, zapatos negors altos y cerrados. si bien lo interesante no es esto sino que la modelo cubría toda su cabeza —rostro, cráneo e incluso parte del cuello— con una especie de capucha de finísimo tul blanco en varias capas que impedía verle el rostro. sobre ella, a la altura de los ojos, una sola frase bordada en letras negras en manuscrita diciendo, con la siguiente frase, orden, consejo o consigna: “don’t cry.”

en esta imagen se avista un paralelo perfecto a la absoluta ineficacia del ‘hacer limonada’ que tanto se recomienda, cuando se siente que la vida se está yendo por la alcantarilla con alarmante velocidad y no necesariamente por motivos inteligibles (o al menos no comprensibles en esos momentos de pánico). siendo que, no sólo no vemos lo que es ‘eso’ que está ‘mal’, sino que nos nublamos en capas extra lo que podría ser una mirada más limpia, integral y claro, enterada de los diversos ángulos de ‘ataque’-por-espera de las condiciones ante las que nos sentimos indefensos.

no. por lo general, escondemos la cara y nos obligamos a hacer lo que sea necesario para —a nuestro entender y el del común social— actuar velozmente frente al surgimiento de un pequeña pero intenso drama, o una catástrofe potencialmente destructiva. dando cuenta con ello que no nos hemos dado por vencidos y que estamos desde-ya, ‘resolviendo’ la situación.

de nuevo, no. no va por ahí, eso sí es seguro.

por principio y sencillamente por el intenso desgaste que supondrá para todo y todos los implicados. con la confianza propia y si es necesario silenciosa [aún si absolutamente solitaria y posiblemente criticada por nuestros allegados] sabiendo que la maceración (es decir la espera=‘no hacer nada’) trae siempre consigo el sabor agridulce y seguro de la batalla ganada al ritmo que el problema requería; y no, al ritmo al que frenéticamente quisimos o rogamos por poder darle salida, muerte, resultado o solvencia.

limoncello.

quitar las vendas del rostro —siguiendo sí el consejo bordado en negro por csm para, en cambio, poder usar esa bellísima en su agresiva y sutil malla de encaje, para hacernos de unos guantes que suban acariciando apenas el borde de la muñeca;  convirtiendo la espera en un experiencia mucho más estética y amable, cuanto posiblemente erótica e inteligente.

los ‘problemas’ se resolverán a su ritmo, en forma, condición y materia predestinada por más ‘limonada’ que queramos o intentemos hacer. lo que sí resulta vital es mantenerse en todo momento atento a las señales, y no ignorar cualquier indicio de posibilidad de acción, en pos de una falsa velocidad resolutoria. [cuidado: tampoco implica no hacer nada y punto.]
dicho lo anterior, no queda más que brindar por aprender a saborear esa espera cautiva en ‘tiempos de limones’.



marcela quiroz
septiembre, 2016