Habla -
pero no separes el No del Sí.
Y da a tu decir sentido:
dale sombra.
Paul CELAN
Alcanzando una altura no mayor a los 20 cm, un bosque extendido habita la delgada capa de arena que enmarca entre bordes geométricos un muy amplio recuadro del piso de la galería que la recibe. La instalación Blackfield (2008) parece ser un catálogo botánico compuesto por 12, 500 recortes metálicos de dibujos de especies vegetales que el artista israelí radicado en Londres, Zadok Ben David (Bayhan, Yemen, 1949) sitúa entre pequeñas distancias como caligrafías sobre un lienzo que emerge del piso entre alturas mínimas trazadas con delicadeza y precisión sobre delgadísimas capas de metal —totalmente negras. El juego de profundidades con que la pieza enfrenta la mirada que busca aprehenderla en tiempo y desarrollo hace evidente el juego de foco y exigencia de atención y referentes con que el oscurecido sembrado captura al espectador, obligándolo entre sus bordes a distinguir. Lo que parece ser una representación herbolaria bidimensionalmente escultórica que expone su capa visual como distensión perspectiva homogénea fuerza el cuerpo al detalle, a la exclusión, al análisis individual. Así, una a una, las especies empiezan a integrar su existencia sola y repetida. El segundo límite se impone: las representaciones no son infinitas, hay réplicas entre las plantas negras. Entonces el color empieza a cobrar su sentido más profundo: un bosque ennegrecido es un registro dibujado o bien, un desplante calcinado. El campo negro de Ben David es tanto un referente puntual de lo conocido como un escenario recuperado de destrucción masiva.
Al inicio del guión que articula el esqueleto el filme Hiroshima Mon Amour (1959), Marguerite Duras juega con una sola idea como sentencia entre amantes: “Lo he visto todo.” | “No has visto nada”. Hablando de la devastación atómica un hombre chino y una mujer francesa destilan los límites de lo visible, del testimonio y de lo recuperable. ¿Qué es ver de cerca? preguntaba Hélèn Cixous a un lado de Derrida. La pieza de Ben David trae consigo de frente, en negro, estas interrogantes irresueltas. Pues encima del placer de la mirada que atiende el minucioso cuidado en la instalación de esos miles de pequeños y precisos dibujos decimonónicos en metal empieza a extenderse un aire de invisible inquietud. Una inquietud acaso semejante al destello fatal que refería en su Teoría estética Theodor W. Adorno: “Hoy son pensables, tal vez necesarias, las obras que mediante su núcleo temporal se queman a sí mismas, entregan su vida al instante de aparición de la verdad y desaparecen sin dejar huella...”. [1]
¿Qué hay de la aparición de la verdad como posibilidad estética? ¿Queda en ello la experiencia ética del placer en la creación y apreciación de una obra? ¿Es posible recuperar esa conciencia crítica en el terreno a veces tan desgastado del arte contemporáneo en un entorno cultural global que atiende y alimenta la ejecución de placeres inmediatos? ¿Cuál es la distancia posible aun por extender y recorrer entre la experiencia estética de los románticos alemanes y esa conciencia crítica que el pensamiento de la posguerra hizo no sólo evidente sino fundamental como germen de toda creación?
Respuesta a estas interrogantes ofrece la obra de artistas como Oscar Muñoz (Popayán, Colombia, 1951). Aliento (1996-97) es una pieza en la que el vaho que cada espectador lanza sobre 6 pequeños espejos circulares para hacer aparecer en foto-serigrafía el retrato de un desparecido político mientras se desvanece el propio rostro, parecería un reflejo auto-consumible de la posibilidad ética/estética que anunciaba Adorno. Pues si es tal que aquello que puede acercarnos “a la resolución de los antagonismos que cada obra tiene necesariamente en sí misma” es sólo posible “si se comprende de manera procesual la relación de los momentos entre sí”. Muñoz obliga a entregar lo más interno del sujeto, su aliento vital, para dar vida a la obra, para hacer visible su testimonio. Hacerse y deshacerse en el proceso. Siendo mediante su propia constitución que “los momentos individuales son capaces de pasar a su otro, continúan ahí, quieren desaparecer y determinar mediante su desaparición lo que les sucederá”[2] —declarara hace medio siglo uno de los pensadores fundantes de la escuela de Frankfurt.
“Las tensiones no son copiadas, sino que forman la cosa; esto constituye el concepto estético de forma” asegura Adorno casi al final de sus Paralipómenos. “Incluso en un legendario futuro mejor, el arte no podría negar el recuerdo del horror acumulado; de lo contrario, su forma no sería nada.”[3] Entonces es que se recorre por el costado el rectángulo en superficie de Zadok Ben David para encontrar que todas esos pequeños recortes botánicos calcinados tienen en su anverso un destello de colores vibrantes. Y se lleva en el paso sutil del andar propio la conversión del bosque negro en un despliegue renacido que, al fondo opuesto de la sala por donde se originó el contacto con la pieza, ofrece al espectador el tiempo y sustancia de su propia consumación. El momento de intersección de los planos cuando el placer estético y la reflexión crítica se encuentran|enfrentados posibilitando el camino trazado por uno, al recorrido del otro sucede en la obra de Zadok Ben David con la misma fuerza que hubo consumido originalmente sus formas.
No es común encontrar obras de arte que conlleven en su existencia esa profunda intensidad de la que hablaba Adorno —obras que sean capaces de consumirse a sí mismas en la experiencia de su propia realización; Blackfield es una de esas contadas piezas que lo consiguen en la completud del acabamiento total; en el más puro sentido de la consumación el sembrado de Ben David enfrenta al cuerpo con su propia (des)esperanza. En el recorrido lateral de una sala de 15 metros de largo el timbre y tono de la mirada y la experiencia sentida de la piel que revive a un lado del metálico jardín botánico reduce a cenizas la negra ceguera que hizo suyo el primer contacto. Consumida la destrucción, el artista Zadok Ben David se atreve a proponer el placer estético como posibilidad impulsando el registro destituido sobre la debilidad de las sombras que sueltan sobre la delgada arena blanca las esqueléticas figuras florales. “Fundando un ámbito de lo intocable las obras se vuelven bellas en virtud de su movimiento contra la mera existencia”[4] aseguraba Adorno a mediados del siglo XX. ¿Qué significa ese movimiento contra la existencia que parecería resarcirse la reducción de un campo negro? ¿Qué comparten —intocables— los espejos desaparecidos de Muñoz y las siluetas recortadas de Ben David? El enfrentamiento violentamente armónico entre la realidad y los sueños del hombre.
En su discurso de aceptación del premio Theodor W. Adorno en 2001, Jacques Derrida, declaró: “el ‘no’, lo que se podría llamar en otro sentido la negatividad que la filosofía opondría al sueño, sería una herida cuya cicatriz llevan consigo para siempre los más bellos sueños.”[5] Si bien Derrida no dedicaba entonces estas ideas directamente al pensamiento de la estela adorniana, sí refería en ello a toda reflexión estética que se asume desde la intuición crítica. Y en esa herida cuya cicatriz llevan consigo los más bellos sueños, seguir encontrando la integridad del arte y la vida; del arte a pesar del mundo; del arte en el todavía del mundo.
[1] Adorno. Teoría estética. p. 237.
[2] Ibid. p. 235.
[3] Ibid. p. 428.
[4] Ibid. p. 75
[5] Derrida. Fichus discurso de Frankfurt en: www.jacquesderrida.com.ar/textos/jodidos.htm
Imágenes: Zadok Ben David - Blackfield en ShoshanaWayne Gallery, Sta. Monica, CA: M.Quiroz / Oscar Muñoz: cortesía del artista.
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