Llevo días pensando en dos imágenes. Ambas, fotografías impresas en formatos similares (arriba de 1 m x lado si no me equivoco); ambas, tratando a su manera con la naturaleza como depósito y potencia, todavía.
Una de las imágenes que hoy reside en mi memoria pertenece a Alex Dorfsman (Ciudad de México, 1977). En ella, la mirada captura al vuelo un plástico transparente de grandes dimensiones que se sostiene apresado contra un árbol al que cubre casi por completo. La piel plástica parcialmente translúcida tensada contra las ramas hace evidente la fuerza del viento que le sitúa en una ambigua lucha por violar sus falsos límites en el espacio abierto. En la imagen hay algo que no pertenece y contra eso enfrasca su batalla el viento en el retrato de un parque que, sin ello, resultaría probablemente inocuo. Evocando a W. Benjamin pudiéramos pensar que se juega sobre la imagen una especie de ‘dialéctica en suspenso’. Las ramas que sostienen el plástico permitiendo en otras tomas de la serie de Dorfsman el juego poético de las formas creadas por el aire convulso, en esta imagen casi agujeran la volátil superficie punzando su materialidad y función en evidencia del absurdo de lo que parecería ser su empresa: cubrir un árbol para protegerle de la ventisca que le sostiene; siendo el viento aquello mismo que convierte la fútil protección en asfixia.
La otra fotografía deviene de un título cuya narrativa primera en nada prepara al cuerpo a recibir lo que de lleno le será dado con un golpe sordo. Tus pasos se perdieron con el paisaje, lee el nombre de la serie de Fernando Brito (Culiacán, Sin. 1975). Entre las imágenes que incluye su proyecto fotográfico hay dos elementos recurrentes: alguna escena ‘natural’ y uno o varios cuerpos tendidos sobre el entorno generalmente fértil. No toma mucho tiempo darse cuenta que los cuerpos son cadáveres, en su mayoría hombres, ejecutados y aventados sobre los cantos de un camino, entre los matorrales de algún paraje desatendido, o apenas extraídos de un lago de aguas dudosas sobre cuyas riveras terminaron. Inescapable, la abrumadora violencia que ahoga al país desde hace varios años ha sido destilada con tal parsimonia en estas tomas que los registros criminalísticos que normalmente ocupan las imágenes fotoperiodísticas de nota roja, difieren su estancia accidentada en absorción de un encabezado poético. El título que Brito ha elegido para su serie de asesinados inserta sus fotografías en una particular cadencia literaria que también las ‘suspende’ en una temporalidad extrañamente inmortalizada que juega sin demasiado afán con los registros de los cánones tradicionales de ‘lo artístico’ fotográfico (composición, encuadre, iluminación, formato y calidad de impresión, etc).
Extrañamente sucede ante estas imágenes que brota una misma interrogante que ocuparía el pensamiento filosófico entre siglos; lo que T. W. Adorno desde F. Hegel anotaba como la distancia en tensión entre la belleza natural y la belleza artística. Enfrentados a estos ‘paisajes’ ¿anida aún en nosotros la posibilidad de caminar esta distancia y señalar sus contornos? ¿Somos capaces de atender las relaciones de densidad entre la naturaleza, el arte y nuestra propia finitud?
En sus Lecciones sobre la estética, Hegel aseguraba que “la necesidad de lo bello artístico se deriva de las carencias de la realidad inmediata, y hay que asignarle como tarea que tiene la vocación de exponer la aparición de la vitalidad y en especial de la animación espiritual exteriormente en su libertad, y hacer lo exterior adecuado a su concepto. Sólo entonces sale lo verdadero de su entorno temporal, de su integración en la serie de las finitudes, y al mismo tiempo ha adquirido una aparición exterior desde la cual ya no se muestra la indigencia de la naturaleza y de la prosa, sino una existencia digna de la verdad.” La médula de la filosofía hegeliana queda al descubierto en este pasaje: lo bello natural es legitimado sólo mediante su ocaso, instalándose su carencia como razón de ser de lo bello artístico que por mandato le superará. Al mismo tiempo, lo bello artístico queda subsumido mediante su ‘vocación’ a un fin transfigurador y afirmativo. […] Contra esta lectura articularía Adorno uno de los nodos centrales de su Teoría estética.
Hablar hoy de la distancia entre naturschöne y kunstschöne parecería casi un falso problema, o al menos, abiertamente extemporáneo siendo que el concepto de ‘lo bello’ no figura más como eje existencial del arte. Pero hay algo en estas dos series fotográficas (ambas seleccionadas en la XIV Bienal de fotografía convocada por el Centro de la Imagen en 2010) que pareciera pedir en rescate algo del tiempo que alimentaba tal discusión. Entendemos así que Hegel leía lo bello natural en carencia de una cierta completud a la que había de responder el arte; sin embargo, Adorno señalaría con clarividencia que esa sustancia ‘prosaica’ para Hegel, que en lo natural se extingue sin que sea reconocida en lo bello artístico, no es sino la ‘sustancia de lo bello mismo’.
¿Qué es eso que se escapa al concepto ‘firme’ de lo bello artístico en Hegel que Adorno asegura contiene sin encasillar la ‘sustancia de lo bello mismo’? Intuyo que es esa fuerza en tensión invisible que intentan retratar Dorfsman y Brito desde sus particulares trincheras. La potencia que hoy anima la relación destructora entre el mundo ‘construido’ y la naturaleza, se hace evidente en estas imágenes como confesión de una –igualmente firme– (des)esperanza. En una primer lectura parecería que las imágenes aquí atestiguadas sugerirían que, de volverse a buscar alguna cercanía con lo que alguna vez se entendió como belleza en el entorno contemporáneo, habría que dirigir de nuevo la mirada sobre el paisaje. Aun siendo ese paisaje territorio tomado, recurrentemente invadido, ‘desauratizado’ por el resto de lo que seguimos siendo a pesar de la historia.
Escribía Adorno: “al rechazar lo fugaz de lo bello natural, igual que tendencialmente todo lo no conceptual, Hegel se vuelve torpemente indiferente frente al motivo central del arte: buscar a tientas su verdad en lo que se escurre, en lo caduco.” ¿No es precisamente esto lo que fugazmente retratan las series de Dorfsman y Brito? ¿No son sus imágenes una búsqueda a tientas de algo que de antemano saben escapado, incapturable y aún así avistado, si apenas por un instante fecundo en el hedor de su propia caducidad?
Siguiendo incluso algunas de las premisas en la declaratoria ideológica hegeliana, podríamos pensar que efectivamente, las imágenes de ambos fotógrafos exponen “la aparición de la vitalidad y en especial de la animación espiritual exteriormente en su libertad, [haciendo] lo exterior adecuado a su concepto” –Dorfsman recuperando una cierta sensibilidad asombrada sobre lo intrascendente-cotidiano como materia aún permisible para el encuentro estético; Brito invocando en el paisaje la complicidad de la naturaleza romántica como texturización atmosférica que brinde a la mirada una estancia apacible aún si ha de ser para confirmar la brutalidad como condición dispuesta y omnipresente.
Lo cierto es que ambos trabajos tientan la disuelta categoría de lo bello como condición residual. Ambos están buscando, como bien leía Adorno (en sentencia del arte después de Auschwitz), buscar a tientas una verdad, sea cual sea, queriendo creer que su origen todavía comparte algo de eso esencial que habilita al arte para ver con los oídos y enunciar en silencio algún encuentro con nuestra humanidad irremediada, presunta, ya también residual.
Imágenes: Alex Dorfsman. De la serie Plásticos. 2009. / Fernando Brito. Tus pasos se perdieron con el paisaje. 2010.