11 de marzo de 2011

Por dar (la) voz

En un no muy conocido relato, Franz Kafka describe una máquina de tortura que transfigura el proceso de la escritura en un sufriente (pero redentor) camino hacia la muerte. En “La colonia penitenciaria” (1914) el autor austro-húngaro describe un complejo instrumento de castigo inventado para inscribir sobre la espalda de los condenados el veredicto de un proceso legal inexistente. Sentenciados por imposición, los cuerpos amarrados y tendidos boca abajo –con una bola de fieltro en la boca para mitigar los quejidos– eran expuestos a soportar la inscripción punzada de su pena sobre la espalda durante 10 o 12 horas, hiriendo la letra cada vez más profundo, hasta que el cuerpo vencido por la palabra exhalara el último aliento. La máquina, compuesta como una especie de féretro de cristal saturado de ácidas agujas trazaba sobre ellos no sólo la inscripción injusta convertida en dogma incuestionable, sino que entorno a las palabras, las agujas herían el cuerpo en un sin fin de juegos decorativos embelesando la inscripción y sangrándole hasta morir. Después de las primeras 2 horas, la mordaza de fieltro era retirada de la boca condenada. El encargado de la ejecución explica cómo sucedía que, pasado este tiempo, el cuerpo no tenía ya más voluntad ni fuerza para gritar la intensidad de su dolor. Se le asumía entonces plenamente redimido. El cuerpo sobre cuya espalda la culpa iba penetrando terminaba por asumir el silencio como último estado de soporte. Perdida la voz como potencia y posibilidad de alzar de sus adentros una queja audible que pudiera ser atendida, el cuerpo terminaba por entregar sus sonidos en residuo de palabras. La cruda narrativa kafkiana lleva al extremo la lectura metafórica del cuerpo escrito convirtiéndolo en un resto de culpa impuesta, decantando con parsimonia la brutalidad de un sistema penal siempre acechante entre la profesión y la formación del escritor (no olvidemos que Kafka se graduó como Doctor en Leyes en Praga y que una buena parte de sus escritos atiende temas relativos).


Ayer por la noche sucedió la última actividad relacionada al proyecto Decaimiento Alfa del artista japonés, Shinpei Takeda, en colaboración con el arquitecto mexicano Gabriel Martínez. Un pabellón construido con cajas de cartón trazadas en grafito sobre las vibraciones de las voces testimoniales de algunos de los exiliados sobrevivientes de la detonación y secuelas radiactivas de las bombas atómicas. Ese pabellón de cartón herido fue, durante unas horas, refugio para dos mujeres que recibieron (entonces y ahora) las secuelas de los tiempos extremos de una vibración que habría de injertárseles dentro para marcar el timbre de sus memorias emocionales y corporales. Mishiko y Sue –entonces dos niñas de 11 años que vivirían para recordar sobre las profundidades de la piel las huellas del trágico agosto japonés de 1945– hablaron de sus memorias entre el sonido de un fondo de agua. Flujo irrefrenable de saturación acompañada que llevó el registro de la voz de ambas mujeres en memoria del río de Nagasaki, su ciudad natal, sobre cuyas riberas murieron tantos quemados y sedientos. Entre los muros interiores explotados de escritura obsesivamente replicada en colores sobrepuestos, recortados y encimados hasta destripar en insistencia ese gesto destructor como memoria corporal recreadora, Takeda ofreció finalmente el resultado físico y emocional de su proceso a dos de las sobrevivientes cuyo testimonio le ha acompañado desde hace 5 años.



Anoche las pequeñas mujeres hablaron en inglés y en japonés trayendo a sí como torrente revuelto las dos lenguas explotadas aquella mañana del 9 de agosto hace 65 años. Sobre el tono herido de sus voces la tenacidad de las historias parecía seguir arrancándoles la piel para, sobre ese terreno herido, continuar escribiendo las preguntas incontestadas que trajo consigo tanta muerte.


Mishiko recibió la bomba algunos kilómetros afuera del centro de Nagasaki; físicamente no recibió heridas mayores. Sue estaba a sólo 1.3 km del epicentro cuando detonó la bomba de uranio. Mishiko no volvió a ver a su padre quien esa mañana había ido a trabajar como maestro a una escuela ubicada en el centro de la ciudad como lo hacía regularmente. Mishiko platicó cómo pasó los días después de la explosión andando entre los restos de la ciudad de la mano de su madre tratando de distinguir entre los cuerpos calcinados algún rastro de lo que había sido su padre. Nunca lo encontraron. En su lugar, la madre de Mishiko tomó cenizas de una pira comunal y en una pequeña caja las llevó de vuelta al hogar como si creyendo pensar que si el destino podía ser aun amable, entre esas cenizas habría algo del cuerpo pulverizado de su esposo.


Sue sobrevivió porque su mano izquierda alcanzó a quedar fuera de la pila de escombros que la sepultó tras la explosión. Un hombre desconocido que desesperadamente buscaba a su hijo la liberó del detritus y la llevó a un refugio en el que permaneció cuatro días sin comida ni agua, con el cráneo fracturado, la mitad del rostro severamente lastimado y la pierna izquierda casi destrozada. Cuando su familia la encontró en tal estado su madre consideró que era mejor dejarla morir. A pesar de todo, Sue sobrevivió.


Ambas mujeres, a sus 77 años de edad viajaron de San Diego, CA a Tijuana, BC la noche del 8 de marzo de 2011 para convertir en cristal la piel de cartón que hizo el pabellón. Para dejarnos ver –como en la máquina de tortura inventada por Kafka en su destemplado relato– los recorridos y las profundidades de la inscripción cuando la historia se escribe inclemente sobre los cuerpos de sus testigos.


Una semana antes, Shinpei, Gabriel y yo dialogábamos-a-piso dentro del pabellón intentando responder una serie de interrogantes que durante un año fueron alimentando y determinando el proyecto. ¿Qué significa hablar al ras, apostando el cuerpo y la palabra al piso en su condición dual originaria de todo cimiento y receptiva de todo resto? ¿Qué puede hacerse aún, todavía, con el testimonio de una tragedia sean cuales sean sus dimensiones y visibilidad? ¿Es posible convertir el ser-testigo en ser-sobreviviente? ¿Cuáles son las posibilidades y limitaciones del arte para recibir y responder estas urgencias históricas de íntima necesidad?


Entonces quisimos creer que quizá ahora podríamos entender las distancias físicas, filosóficas, emocionales, contextuales artísticas y arquitectónicas que enlazan el camino entre el ser-testigo y el ser-sobreviviente. Aquella otra noche alimentados por la atenta disposición de nuestro público, un artista, un arquitecto y una escritora quisimos entender el sentido y posibilidades de nuestra responsabilidad con el cuerpo vivo de un proyecto como éste que hace por recuperar el dolor de otros desde el propio para darle voz y existencia penetrable a un tiempo inscrito sin tregua sobre la piel virgen de un par de niñas desde entonces irremediablemente envejecidas por la tortura de un dolor infinito.


Cuando empezamos a hablar de la posibilidad de construir este pabellón para dar cierre al intensivo proceso de investigación que había emprendido Shinpei Takeda cuando dejó Japón para establecerse en Tijuana hace 6 años, quisimos creer que habría para todos, en alguna parte del proceso, una sensación semejante a aquella que en la física decanta las partículas dispersas en un terreno acuoso y revuelto. El desgastante proceso constructivo y conceptual que fue dando cuerpo a esta intervención artístico-arquitectónica iba revelando algunos cantos y texturas de lo que habría de venir. Sin embargo, estoy segura de que ninguno anticipaba la potencia enceguecida de lo que estábamos dejando expuesto sobre la piel de cada uno al ir levantando ese extraño refugio de cartón. Anoche, respirando la escucha de esas dos mujeres cuyas palabras brotaban a veces impresas de la misma desesperación desoladora de las horas buscando al padre y los gritos entumidos en recuperación de una pierna explotada, comprendimos los afanes de los meses pasados. Comprendimos la urgencia de sus voces y nuestros cuerpos. Comprendimos la (im)propiedad (es decir, tan inapropiable como inmersa, impuesta en propiedad) de la memoria doliente; comprendimos el ansia por asirse sobre los restos a la propia existencia en prenda. Comprendimos que hubimos intentado dejar la piel desnuda, expuesta sobre los bordes de sus heridas, para disponer el tiempo desanudado de un encuentro improbable.


Fue también ayer por la mañana que recibí otro legado, un artículo de la teórica brasileña Suely Rolnik en el que recordaba su pasado compartido al pensamiento en voz de Gilles Deleuze. Rolnik escribía ahí sobre una experiencia vivida en su exilio parisino. En su juventud había salido de Brasil en los años sesenta huyendo de la represión político-social-cultural que asolaba su país tomado por la dictadura militar. Años después, entre las tardes francesas de sus clases de canto, la maestra le había pedido elegir una canción para realizar en ella ciertos destinos del aprendizaje vocal. Rolnik eligió sin mayor deliberación una vieja melodía brasileña. Narra entonces aun conmovida por el recuerdo, cómo fue que al empezar a cantarla reapareció en ella una voz silenciada, ya casi olvidada, en la que anidaba la sustancia vital de su pasado. Era la voz del cuerpo de su lengua. Aquella tarde, de su entrañas explotó una áspera e infértil coraza que suplantaba la piel desde el tiempo en que hubo tenido que esconderse bajo los aires de otro continente para hacerse de un idioma que entonces su cuerpo desconocía. Pero después de todos esos años en el extranjero, su lengua adoptiva, el francés, no había logrado jamás convocar en ella la vibración de un ser enfrentado al germen de su destino. Fue hasta ese día que Rolnik decidió volver a Brasil y reencontrarse con la tierra que guardaba las memorias de su pasado.


La noche de los testimonios de la mañana en Nagasaki habitó el pabellón un silencio insoluble. Las heridas y cicatrices portadas de manera visible o velada sucedieron una a una sobre la voz enunciada. Era evidente que esa noche dos mujeres habían encontrado su voz para dárnosla. Derrida preguntó hasta lo imposible qué es lo que el dar promete, qué es lo efectivamente puede lograr ese gesto que intenta entregar al otro, no el resto de uno, sino lo que habrá de restarse en él, lo que habrá posible de entregar de lo que ya no se tiene, de la herida, de la memoria, del pasado. Dar lo que no tengo, escribía el filósofo, sería la condición para el dar verdadero. No dar lo que me sobra sino lo que puede dar existencia al otro. Recibir las heridas ajenas en el tiempo de un cuerpo dispuesto a entregarse a cambio sería una forma de intentarlo. Anoche Mishiko y Sue dieron de sus memorias el timbre de la voz vibrada por las emociones que en ellas restaron de existencia la fuerza para sobrevivir.


Un pabellón de cartón que tampoco debiera haber sobrevivido con esa visible integridad el tiempo de su duración expuesta, duró para recibir de nuevo, de vuelta, de sobra, el vibrar audible de los testimonios que por fuera, hasta ayer, le narraban la piel, ilegibles. Materia altamente perecedera por su intenso nivel de absorción/ penetrabilidad, esas cajas de cartón que hacen hoy, todavía, los muros del Decaimiento Alfa albergan ya el aliento de las historias que supieron invocar. Contenido entre sus cantos espera el verdadero soporte estructural de su apilamiento embebido por la voz recuperada del daño de dos mujeres japonesas que ayer lograron volver al horror de Nagasaki para darnos la esperanza de su retorno.



En memoria de todos aquellos que hoy, 11 de marzo 2011 en Japón

empiezan de nuevo a sobrevivir.

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