la mujer está
tendida sobre una charca de
palabras. me han dicho que las charcas –que no son charcos– llevan más tiempo
sumándose; más tiempo de aguantar que poco a poquito se les vaya juntando
encima el agua. agua que viene de todas partes y se acumula sin orden, como
ahora, de todas densidades. las de ella, las que nublan su charca son frases no
dichas; diálogos inventados; explicaciones repetidas en la cabeza hasta el
hartazgo; frases que han roto pedacitos de piel y profundidades de la memoria.
la mujer
desnuda está tendida sobre una charca de palabras. en algún momento, no sé
sabría hace cuanto tiempo, se ha vuelto de costado; quizá para no dar el
rostro. quizá para evitar esos pedazos de oración que le escurren por el
cuello. quizá simplemente para darnos la espalda. pero aún sobre ella, sobre la
zona que anticipa las caderas, la espalda está ya embarrada de algunas letras y
un par de números. a pesar del tiempo-de-costado, la espalda baja sigue llena
de palabras. y un par de números.
la mujer desnuda
está tendida de espaldas sobre una charca de palabras. por su exiguo respirar
sabemos que ese cuerpo hubo llorado ya infinitas tardes y noches. hay una
respiración contrahecha pero de tanto intentar, pacífica, que sólo consiguen
los cuerpos que han sufrido por años. se sabe, con sólo verla de espaldas, que
la mujer ha sufrido lo que el tiempo no dice, acaso incluso no lo recuerda.
puede ser algo de eso, de esto, lo que empañe la charca. y sin embargo, el
cuerpo luce impecable a la luz cenital que delicada, la cubre. parece que no
hubiera pasado sobre ella, el destino. resta en tanto una sola posibilidad para
justificar la dolida respiración doliente, la mitad de todas esas palabras
encharcadas siguen dentro de ella.
la mujer
desnuda está tendida de espaldas sobre una charca de palabras que de ella se
escurren; a medias, pesadas, descoloridas, perdidas de sentido y sustancia
cuando debieron haber sido dichas. sin embargo, fueron silenciadas. se las debe
haber tragado una a una hasta que ya no cabía ni el rabillo de una letra más.
debe haber sido entonces que el peso de tanto sufrimiento finalmente la tiró al
suelo y sobre ella, a sus costados, en derredor, se disgregaron revueltas el
resto, los residuos, de lo que no se pudo decir, entonces, quizá incluso hace
décadas.
la mujer
desnuda está tendida de espaldas sobre una charca de palabras que de ella se
escurren develando (y recordándole) que antes de ese día funesto hubo otra
vida. con más o menos palabras, no se sabe, ni parece que le importe. era una
vida otra; esto es lo fundamental. de
no haberse quebrado, la mujer tendida de espaldas sobre una charca de palabras,
estaría quizá escribiéndolas a ritmo constante y bien puntuado. no habría pues,
dado ya la espalda, vencida y en protección. tirada, como cuando las
detonaciones confirmaron su zona más vulnerable. probablemente fue desde
entonces, durante este instante eterno en el que pasaron las balas apenas
centímetros arriba de la espalda, que se le partió el cuerpo en dos. nadie se
dio cuenta. ella lo sintió con absoluta y aterradora claridad, pero pronto hizo
de ello, olvido; era mejor así. sería casi imposible explicar cómo te hiere una
bala que casi te roza; una bala que,
de haberte entrada por la espalda posiblemente te hubiera dejado desde entonces
como ahora, tendida de-costado; pero entonces hubiera sido visible el daño,
igualmente irreversible de irreverencia y mezquindad. hay dolores que son así,
sabes, mezquinos. el de la mujer desnuda tendida sobre una charca de palabras
era uno de esos dolores silenciosos e invisibles; esos que no (a)parecen sino
por dentro, en su caso a toda hora, como eterno y fiel acompañante, funesto de
presente; podrido de realidad; despreciable y mezquino, insaciable, rompiéndolo
todo a su paso –especialmente las palabras que hubieran querido ser frases.
a veces, como
para justificar el dolor, la mujer tendida de-costado se dice a sí misma: “al
menos todavía tengo espalda. por lo menos, aún puedo darla.” recuerda lo que
leyó después de conocer a safaa. entre los egipcios, desde tiempos que han
hecho su historia, se dice de un extranjero que es aquél que no tiene espalda.
ser un sin-espalda es no pertenecer a nadie ni a nada. reconocerse en ningún
sitio. “al menos todavía tengo espalda.”
otras veces,
muchas más de las que pueden soportarse en sano juicio, el cuerpo de la mujer
recuerda solo. y se cimbra sin avisar desde el tiempo antes del quiebre; se
cimbra en prevención, como si queriendo haber avisado lo que venía. como
pidiendo, todavía, un mejor cuidado, algo de protección; salvamento anticipado.
podría ser que fuera por esos momentos que la mujer tendida de costado sobre
una charca termina así, encharcada de prevenciones ignoradas; desahuciada de
vaticinios; devastada por el tiempo antes del quiebre, cuando aún era solamente
vulnerable, extremadamente vulnerable a lo que estaba por venir. la mujer entiende entonces que el cuerpo lo supo antes y
trató de anticipar su propio mal, como si
para salvarse de su propia caída. para evitar la brutalidad del duelo
inconsumido que habría de venirle por vida.
. . .
y sin embargo
pienso, ocurre, viene a suceder en mí que la mujer tendida de espaldas está
todavía protegiendo algo. el cuerpo exhala, entre tanto vencimiento, todavía un
rezago en pie de guerra. después de la espalda y las palabras encharcadas
todavía resta de sí una parte que salvar del nombre que nombra su indiferente discapacidad.
lo que queda está
del otro lado. dada la espalda, incluso y primero, en definitiva y a pesar de
la inconfesabilidad del dolor, la mujer todavía protege; se protege de sí. y
guarda en su garganta lo último que le queda para silenciar el grito que llama
en destrozo lo que quisiera nombrar como una extrema injusticia; crueldad atroz
que jamás ha podido explicarse plenamente. lo guarda, hecho un círculo de
proporciones y composición indefinidas. un cúmulo, acaso pequeño, –si fuera del
cuello; pero pesado, –si dentro de él; que le dice, algunos días, todavía
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