24 de febrero de 2010

o.c.

el sábado pasado fuimos de excursión a un poblado cercano a los ángeles, pasando san clemente, como en la canción de los tigres. se llama orange, una de las fundaciones más antiguas (1888) en california dentro del condado del mismo nombre: orange county. famoso entre arquitectos por ser una especie de mini-ciudad o suburbio perfecto, tipo maqueta, donde parece que se regula hasta cuando, por dónde y con cuantos perros van a pasear los vecinos muy temprano por la mañana y justo después de cenar. el orden y las buenas maneras como fundamentos éticos de aquello que se quiere simplemente pasar de soslayo con la conciencia tranquila como lo ‘políticamente correcto’. todas las casas en orange –no muy grandes ni ostentosas, pero sí impecablemente arregladas– muestran al frente, como en concurso, sus ‘inventivos’ diseños de jardines en perfecto cuidado y mantenimiento. las calles, anchas, trazadas a precisión, con curvas perfectas para las banquetas, como amables subidas y bajadas para minusvalidos, patines y bicicletas, se ofrecen al paseante sin una sola pelusa de basura. concreto que no se mancha.

los parques, también perfectamente podados, son recreo equilibrado en sol y sombra para el uso y deleite de los vecinos más cercanos. nunca hay que caminar de más para encontrar un parque. no habría que dar razón. así que se adivinen desde los cruces de calles, varios parques pequeños salpicados a los cuatro costados de la ciudad –con toda seguridad, siguiendo a rigor el porcentaje óptimo de áreas verdes x habitante en metros cuadrados. las albercas públicas, también una por cada tantas manzanas, están limpísimas, y dejan asomar su promesa en días más cálidos de lo conveniente, entre rejas, tampoco muy altas. la vialidad es perfecta. sería extraño encontrar más de tres autos esperando un cambio de luz al semáforo o al intercambio de turnos en las esquinas. tampoco tendría sentido, según las normas básicas de urbanidad, generar embotellamientos.

así que la vida pase, en orange county, como ‘debe de pasar’. pues llega a ser tal la 'hospitalidad' del condado que las autoridades competentes han hecho colocar en los árboles que lo ameritan, letreros impresos en computadora en hoja carta blanca (por cierto adivina uno que estos letreros los colocan a diario o al menos los cambian cada vez que se arruga alguno con el aire o por el sol) en los que se advierte al transeunte –muy cortesmente– sobre aquellos árboles que, por la época, están goteando cera de sus cortezas. no vaya a ser que te caiga en el coche y manche la pintura –si es que has decidido estacionarte ahí. sería absurdo también, dar pie a una demanda legal por detalles ‘controlables’ como éste, entre los habitantes y el gobierno local.

nada se mueve en orange. ni uno siquiera. porque aunque vengas de fuera y a todas luces te reconozcan los naturales como declaradamente ajeno al escenario ‘normal’, la realidad es que los visitantes pasan desapercibidos. es sencillo, resultaría imposible llamar la atención demasiado en un lugar sin lugar para las sorpresas. y ahí empieza el dogville de van sant, lo ajeno se obvia hasta que desaparece, y si no desaparece, con toda seguridad se hará lo necesario. ésa es la hospitalidad gringa, la más inmóvil. porque mientras las cosas no cambien, o al menos, se mantengan en apariencia, todo estará bien. nadie te ve ‘de más’ en orange, no hay por qué, seguramente te vas a ir pronto si no eres de ahí. y todos saben quién es ‘de ahí’ y quién no. así que, como dije, no hay lugar a las sorpresas. por eso todo se mantiene inmóvil, porque lo que no pertenece a ese ordenado existir, pronto desaparecerá, sólo es cosa de agarrar la 905 sur. podemos acaso concluir que 'el otro lado’ te deja ser tan móvil como puedas, siempre y cuando no abuses de su ‘anclada’ hospitalidad, de sus zonas de pertenencia. para eso se te ofrece el suburbio. hasta en orange, donde, apenas cruzando un puente, pasando por debajo del freeway, casi todo se vuelve al español en letreros, tiendas y palabra de cambio. puro inmigrante. pero, una vez más, hasta en ello hay un orden, el viejo centro de orange y las cuadras concomitantes, son todas norteamericanas, al más puro estilo. al estilo truman show. y ahí nadie se mezcla, sólo se ofrecen a la venta sus antigüedades. porque hay que decir que en orange lo que más se ve en el centro es la tienda de muebles antiguos y ropa vintage, como para seguir reciclandose ellos sobre ellos mismos. viejos y nuevos habitantes se compran y se venden ad infinitum sobre las primeras seis décadas del siglo pasado. así se asegura que orange siga, lo más parecida a sí misma, siempre. en un siempre que ya casi no tiene tiempo entre tanta insistencia por querer permanecer. inmóvil, en la medida de lo posible.

y para alguien que viene de tijuana un pueblo así no puede servir más que de ignición para saber que vale más moverse en defensa propia y por decisión consciente, hasta de la baba de los árboles, si fuera necesario. pues resulta que, muy al contrario del condado de las naranjas, en tijuana cualquier cambio parece que indica progreso. moverse, en general, es visto como algo positivo. tijuana no es un lugar para estancarse. al menos, eso parece, porque parece que ‘nadie es de aquí’ y hasta los oriundos están de paso. a tijuana llegas o de tijuana te vas. y eso lo sabe todo mundo, por eso, curiosamente, como en orange, tampoco nadie te ve mucho ni cuando vienes ni cuando vas, porque se sabe o se intuye, que muy probablemente no vas a volver. pero a diferencia de orange, la hospitalidad aquí no es esa, inmóvil, la de la cara en rictus de sonrisa especular; aquí resulta que la hospitalidad es tan móvil como la ciudad y los instantes se aprovechan como sea, pues muy probablemente nunca se vuelva a ver así lo que se tiene enfrente una vez. ni la gente, ni las construcciones. amigable, indiferente u hostil, en tijuana se interactua siempre, por si acaso; algun beneficio debe de salir, y si no, tampoco había mucho que perder. los intercambios son rápidos. porque aquí nada se mantiene más allá del tiempo estrictamente necesario. en tijuana, de lo que no cambia se sospecha. y es que tan sólo con la noche o la lluvia o la neblina la ciudad se transforma. por eso que la gente aquí le saca a los visitantes ‘de tiempo’ o ‘de paso’ –y a la misma ciudad y su infraestructura– lo más que se puede. por eso que tijuana se mueva tanto, porque aquí todo se trata de aprovechar y el tiempo siempre apremia; finalmente de eso se tratan las ‘oportunidades’ que te pueden llevar a conseguirte algo más permanente, algo más inmóvil, aunque sea en los suburbios de un condado naranja del que nunca serás parte, pero donde puede que consigas una casita a las afueras que se parezca, en la medida de tus posibilidades, a las casitas de adentro, ahí nomás cruzando el freeway, donde las cosas no cambian, donde finalmente parece que la vida es ‘como debe de ser’.

por cierto, curioso pero no vimos ni un árbol de naranjas mientras estuvimos ahí... ¿será que la fruta distintiva del lugar también es de utileria?


marcela quiroz luna / df-tijuana / 1974

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